SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS. Había postergado la preparación de este texto. Quizá esperaba algún indicio que me permitiera caminar, como siempre, por la ciudad cuyo centro dejé de percibir hace más de dos meses. Esta procrastinación lo único que trajo fue la presencia del virus en mi círculo familiar extenso. Uno, en Ciudad de México; otro, en mi pueblo. Qué importa la cantidad; el dolor se me acumula.
Trato de sobreponerme para cumplir con lo que prometí: una imagen de la ciudad en este tiempo del dos mil veinte, año bisiesto. ¿Una? Luego de que se me regaló la posibilidad de caminar sin prisas por las calles de esta ciudad que tanto amo, había hecho imágenes con la idea de que no se reconociera por dónde andaba. Elegía un ángulo, lo exploraba: ¿qué cambiaba en ese espacio, en ese tiempo? El espacio capturado era la ciudad que construía. Uno de mis parientes se había asombrado de que encontrara espacios vacíos en los andadores, los cuales se habían caracterizado por su aglomeración.
Esto que se nos vino encima me impulsó, con cierto temor y con las precauciones del caso, después de dos meses a, de prisa, capturar unas imágenes.
Los andadores de la ciudad, su principal atractivo, y los negocios ubicados ahí fueron cerrados en cuanto se declaró la emergencia sanitaria. Se detuvo la afluencia de turistas nacionales y extranjeros. Se restringió el acceso a los centros comerciales. Podría pensarse que todos los habitantes de la ciudad atendieron las disposiciones relacionadas con la pandemia.
Más allá de las cinco cuadras que definen el centro de la ciudad, todo ha seguido dentro de una aparente normalidad: los mercados han sido incontrolables, la mayoría de las personas está en la calle sin protección alguna. En todo este período, habitantes de la región de Los Altos de Chiapas han acudido a retirar de cajeros automáticos el dinero que les entrega el gobierno federal.
Parecería que no termina de entenderse la magnitud de los estragos que puede provocar el virus, el cual no se ve, a pesar de que el número de personas contagiadas y de decesos ha ido en aumento. También está presente en la vía pública aquella población que, más allá de la conciencia que tenga sobre lo que ocurre, sólo tiene una opción: salir a vender, que esa es su manera de ganarse la vida. Pienso en la amiga que vende tamales en el bulevar a partir de las cuatro de la mañana, en la amiga que vende tamales en otro lado del bulevar, bajo un árbol, a partir de la una de la tarde, en las amigas que ofrecen nopales y memelas por la casa, en el amigo nevero, quien con la ayuda de uno de sus amigos ideó anunciar sus helados en el Facebook, en el amigo del agua embotellada, en quienes con triciclos acercan a las casas frutas y verduras.
La incertidumbre: una joven familia va hacia algún lado (mamá embarazada, papá y dos niños pequeños).
Mi mamá casi todos los días me dice su dicho que le ha servido de escudo en esta temporada: “El que por su gusto muere, que lo entierren parado”.
Carlos Gutiérrez Alfonzo
Carlos Gutiérrez Alfonzo (Frontera Comalapa, 1964) es investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México, adscrito al Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur (CIMSUR), ubicado en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Publicaciones recientes: “Cuando se encuentra la palabra: voces”, en el libro colectivo Tales somos en el camino de la palabra. Reflexiones sobre literatura (Universidad Veracruzana, 2018), y “La pieza que se arma” (Periódico de Poesía, 2020).