En el flujo de la cultura líquida, es sorprendente la elasticidad de la muerte. Convertida en el ajonjolí de todos los moles, permite el paseo en trapecio: sin vértigo entre las diferentes capas mexicanas y en el corto plazo, pasa de los honores al legado de un artista como Francisco Toledo, a las fanfarrias por la partida del sabio Miguel León Portilla, al canto enamorado en los funerales de José José, a las deliberaciones intelectuales alrededor del pobre Guasón, un asesino por justicia gótica, y a las conjeturas con el fin de comprender que dos migrantes de Camerún fallezcan en las costas chiapanecas. Cuando el sonorense Edmundo Valadés acuñó el título de su obra maestra La muerte tiene permiso, jamás imaginó la dimensión de su alcance al paso de los años en la tierra del Día de Muertos, Patrimonio Cultural Inmaterial por la Unesco.
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