BOGOTÁ.- Resulta hipnótico el contraste entre rojos, amarillos y naranjas de una lava casi fluorescente y el negro mate y profundo de un cono volcánico, tal como la artista colombiana Angélica María Zorrilla (Cali, 1980) plasma en muchas de sus piezas de la serie Ardor, que expone por estos días en la galería Casas Riegner, en Bogotá.
Lava y volcanes que a los ojos de un espectador mexicano remiten de inmediato a los del Dr. Atl, cuyo rigor y capacidad de observación fueron para Zorrilla, conocedora de su obra, un referente para esta serie, “así como el gusto por el color en movimiento con que construía sus imágenes”, explica en entrevista.
“Encontrar su libro Cómo nace y crece un volcán: El Paricutín fue emocionante, y la comprobación de que las obsesiones nos acompañan durante muchos años… son ellas las que nos terminan revelando muchas cosas del mundo y de nosotros mismos”, refiere.
Del Dr. Atl también valora “las narraciones de su entrenamiento físico para acceder a los puntos geográficos que iban a su encuentro –como le gustaba decir–; su ejercicio consciente como cuerpo, hacedor y científico, me parece que resuena con mi quehacer y experiencia de cuerpo fuertemente”.
La idea de Ardor se gestó durante la pandemia, cuando Zorrilla tuvo que enfrentarse a su propia imagen reflejada constantemente en la pantalla de una computadora, pues no gusta mucho de mirarse al espejo.
Ese “monitoreo” la llevó a buscar deliberadamente fenómenos que están fuera del control humano y oscilan entre la catástrofe y la seducción, observados, claro, a la sana distancia de la virtualidad. “Los volcanes se volvieron metáforas de un tiempo extraño. Trajeron consigo momentos de contemplación lejos del temor y muy cerca de la fascinación”, explica.
“Sus capas de profundidad, con diferentes estados de la materia, evidencian que lo que ocurre dentro influye en lo que sucede afuera, de forma similar al ejercicio amatorio, donde el encuentro con otro hace que uno cambie gracias al contacto. Una vez pasado el aislamiento, el gusto por seguirlos aumentó, me hicieron pensar también en el amor, en cómo la pasión de los sujetos enamorados ocurre conjurando la seductora catástrofe una vez más”, argumenta.
Además de emplear materiales húmedos y secos que acentúan el contraste en las texturas, los colores son fruto de un estudio riguroso de los diferentes estadios del paisaje volcánico y sus componentes: “La montaña (cono volcánico), el cielo, la lava, la fumarola, gases y piedras, el día y la noche fueron materializados con las herramientas de dibujo más cercanas a mis afectos”.
“La paleta de esta serie se sitúa entre extremos, va de la fluorescencia e incandescencia de los rojos, naranjas y amarillos hasta pasteles azules, violetas, verdes; atraviesa una amplia gama tanto de tonos como de saturaciones de color”, desglosa.
Sobre el negro intenso del carbón contrastan tanto las fluorescencias de la lava ardiente como los azules, violetas o grises de los gases de las fumarolas y de los cielos según la hora del día.
“Los lápices de colores, las tintas, las acuarelas y el gouache me permitieron construir y negociar con el azar la luminosidad producto del encuentro de los gases con la atmósfera, de las erupciones, de los diferentes momentos de un cuerpo en actividad”, explica.
Aunque la instalación abarca unos ocho metros lineales en forma de cordillera negra trazada en carbón, de entre 90 y 65 centímetros de alto, sobre paredes blancas, llama la atención que las piezas de los volcanes son muy pequeñas, lo que obliga al espectador a mirarlas de cerca, en la intimidad.
“Las pequeñas dimensiones de las imágenes permiten una relación diferente, acercarse significa también detenerse, un llamado al deseo del otro, con el otro. Con esta serie manejé un formato muy reducido para jugar con la escala de lo geológico para el humano y la posibilidad de contener con la mirada algo que sin duda nos sobrepasa, nos supera; además, todo paisaje es una miniaturización del mundo”, abunda Zorrilla, quien espera en algún momento poder exponer en México, esa tierra de volcanes como también es Colombia.
Octavio Pineda
J. Octavio Pineda (Ciudad de México, 1972) es periodista, escritor y traductor, sus tres principales y más gozosos oficios. Formado como ingeniero industrial, muy pronto se dejó seducir por el canto de sirenas de la literatura, que lo mantiene embelesado.
Ejerce el periodismo desde 1998. Desde 2002 reside en Bogotá, Colombia, donde se ha desempeñado como corresponsal o colaborador de medios mexicanos como el diario Reforma o la revista cultural y literaria Letras Libres, además de escribir también para algunos medios o blogs colombianos, sobre todo en temas ambientales y de desarrollo sostenible.
Ha publicado cuatro libros de cuentos: Corte de cuentas, 2009; Ay amor, ya no me quieras tanto, 2016; La tercera raíz y otros cuentos, 2017, y El libro de los viejos oficios, 2018, así como el poemario Animal SOS Animal en 2020.
Y el canto de las sirenas de la literatura, para su propio regocijo, sigue sin soltarlo. (octaviopineda.com)