La ejecución estaba pactada para la medianoche. El Rubio no había entendido que, cuando se trata de negocios sucios, andar por la libre no es opción. Eso dijeron los jefes. Hubo una, dos advertencias; al final, como no se fiaban, le tendieron una trampa: un encargo fácil y bien pagado que cumplió sin titubeos. Y así firmó su condena. Pero el Rubio no era tonto, sabía que tentaba al diablo; de tanto andar entre lobos, cómo no iba a aprender a aullar. Ahora olía el peligro; no tardarían, había quemado todos sus cartuchos. Ideó un plan de acción: para cuando los sicarios llegaran, él ya estaría lejos, en alguna playa del Pacífico quizá, o más allá, en una isla perdida en el mar. Se había acostumbrado a andar ligero de equipaje, de bienes y de amores; listo para tomar vuelo. La Tortuga y el Rizos acudieron puntuales a hacer el trabajo, pero el Rubio les llevaba varias horas de ventaja; en su casa solo hallaron un par de miles de dólares y un mensaje: “Quédense el vuelto, cabrones. Bye, bye”.

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