TUXTLA GUTIÉRREZ, CHIAPAS Nadie sabe cuándo terminará esto. Mientras tanto, los grandes medios de comunicación informan que lo que se avecina es una “nueva normalidad” tras la devastación.
En marzo, nadie se tomaba en serio al Covid-19. Semanas después, las calles de Tuxtla Gutiérrez lucieron completamente vacías. Abril fue más cruel de lo normal.
Las calles polvosas y sin habitantes suelen observarse de esta única forma justo en el período de Semana Santa. Quienes tienen recursos no ilimitados, pero sí suficientes como para pensar en no caer en ese tenebroso abismo llamado Buró de Crédito, siempre buscan la oportunidad de visitar las no tan paradisíacas playas de Puerto Arista, uno de los centros turísticos más conocidos del estado, que justamente por esas fechas se convierte en un paraíso de alcohol y desenfreno.
Ahora, en la era Covid-19, las pocas voces que, osadas, deambulaban en las calles, sentenciaron: “Por lo menos nos queda la cerveza”. Pero también esta llave se fue cerrando poco a poco; la sequía cayó sobre las gargantas cual espada de Damocles. Y de pronto las fiestas, iluminadas por el fuego rutilante del lúpulo y la cebada, fueron nutridas por el llanto lastimero de quienes atestiguaron cómo un cartón de cervezas familiares -lo que el vulgo reconoce como “caguamas”- alcanzó precios exorbitantes. Una caja de 12 cervezas llegó a costar 1500 pesos. Era más barato comprar una botella del whisky más sencillo que degustar una cerveza fría y, por lo menos, no proveniente del mercado negro. (Gracias por tanto, Guatemala).
Al cursar mayo, de forma paulatina, nuestra cotidianidad se transformó en forma radical. Las populosas calles del centro de Tuxtla, cuyo punto álgido son dos mercados, con sus baches, la basura y el agua estancada, estragos del último “programa” de remodelación –un auténtico fracaso promovido por Yassir Vázquez, en ese entonces alcalde, uno de los alfiles del neosabinismo en Chiapas– se vieron relativamente detenidas por las políticas de sana distancia. En la radio, el medio de comunicación que la vieja escuela suele sintonizar durante el café de la mañana, escuchamos con estupor cómo las cifras de contagiados aumentaban. Las personas caían presas del coronavirus. Y de pronto los enfermos se contaban por miles. Y la cuarentena se convirtió en esa jaula de barrotes invisibles que aún hoy sigue latente.
Cosa de mano negra
A pesar de ello, el tuxtleco promedio considera que la epidemia es un invento del gobierno para disfrazar los estragos del neoliberalismo, pero jamás de la Cuarta Transformación. Por eso mismo, la mayoría todavía recorre las calles sin temor, sin las mínimas condiciones de seguridad y observando como un apestado a aquel que se atreva a utilizar cubrebocas, lentes, e incluso guantes de látex para protegerse de la amenaza constante del virus. Nadie sabe dónde está la enfermedad, ni mucho menos quién puede portarla. Todos somos potenciales víctimas y agresores de nuestros congéneres.
Esas calles de antaño que lucían espantosamente tranquilas, y que tanto añoran las generaciones anteriores, de alguna manera retornaron. Pero estas abluciones de nostalgia no eran dulces, sino con el mismo amargor de quien se fractura una pierna y tiene que quedarse en casa. Sí o sí.
Hoy, a días de concluir la fecha oficial de la cuarentena, encontramos calles bulliciosas, pero el corazón de la ciudad está en manos de la Guardia Nacional, militares y policías estatales. El número de infectados aumenta y el centro de Tuxtla Gutiérrez es un foco rojo. El núcleo de esta ciudad eminentemente comercial –esa clase de ciudad que nadie conoce ni quiere saber de ella, para buena o mala fortuna de sus habitantes-, que gime agazapada y lanza la mirada del animal atrapado, sufre un nuevo embate ahora por el coronavirus.
¿Qué definición alcanza, entonces, el concepto de Nueva Normalidad? Es evidente que cada contexto tendrá sus propios discursos, sus respuestas. Pero si hablamos de Chiapas, y específicamente de Tuxtla Gutiérrez, existe una normalidad aceptada, la cual se traduce, por ejemplo, en comerciantes acosados por fiscales municipales a quienes no importa que los vendedores no cuenten con un contrato de tres años o una plaza sindical, como ellos.
Tenemos a los médicos a quienes, con total displicencia, se les han llegado a comparar con taqueros, solo por exigir las condiciones óptimas de trabajo. Están los niños indígenas explotados que tienen que vender dulces, cigarros y otras viandas –apodados despectivamente “canguritos”- en las calles de esta ciudad tropical donde, en ciertas ocasiones alcanzamos los 45 grados; la de un pueblo convertido en Fuenteovejuna, alarmada por la idea de un dron que “lanza veneno”, con la única intención de “secar” los pulmones de sus pobladores.
En Chiapas la única normalidad que cabe –y cabrá- es la de quien tendrá que sobrevivir aún sin tener nada, ni mucho menos tiene cómo defenderse. Ni tendrá. Aquí, en esta lejana provincia que funciona como laboratorio electoral, la única Cuarta Transformación que sigue presente es la de los hombres lobo que mantienen viva la esencia de un pueblo donde aún persisten los naguales, y el mayor acto de valentía consiste en orinar los rifles o los cinturones para tratar de defenderse de una bestia. En otras palabras, las amenazas invisibles son la sal de nuestra mesa.
La Cuarta Transformación, la nueva normalidad, y toda la batería de conceptos habidos y por haber, se manifestarán aquí como un rumor que el viento ha de arrastrar en las mismas polvaredas vespertinas. Lo único que será diferente serán los nombres y las fechas. Nada más.