Cultura comunitaria, ¿naturaleza, exigencia o proceso?

En una democracia, el papel del Estado debe ser generar políticas que apoyen a la ciudadanía a ejercer su poder y su autonomía. En la imagen, jornada comunitaria con actividades artísticas en una colonia al sur de la CDMX, abril de 2010. (Fotos: Nubia Martínez).
Iniciaré mi columna citando el trabajo del maestro Elí Evangelista Martínez, Hacia la construcción de un modelo de desarrollo cultural comunitario para la Ciudad de México, 2014-2018: Agendas participativas y redes culturales, realizado por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México en dicho periodo. Para el autor, el desarrollo cultural comunitario “…es un proceso social, político, educativo y metodológico que retoma a la cultura y al arte como medios para posibilitar que los actores comunitarios actúen creativa y colectivamente con el fin de mejorar su estar en el mundo. Tiene perspectivas colaborativas para generar sinergias y construir comunidad a través de la cultura y el arte, y es un motor que incide a la transformación social positiva desde abajo y desde dentro de la sociedad”.

La concepción cultural desde la antropología nos indica que la cultura es el medio por el cual se obtiene conocimiento acerca del ser humano, pues queda de manifiesto en los mitos, costumbres, creencias, normas y valores que dictan el comportamiento del individuo dentro de un grupo social determinado. Siendo así, los conceptos más importantes que se desprenden de dicha concepción son los de la identidad y la comunidad. Pero también es relevante considerar que, dentro de este concepto, el grupo social —la comunidad—, existe a priori de la cultura. Esto significa que la cultura la manifiesta, la transforma y la crea la propia comunidad, y no a la inversa.

Desde la primera aportación en esta columna hemos insistido en la importancia de considerar a la cultura como un concepto polisémico y cambiante. Sin embargo, ha existido también una evolución conceptual que no conviene dejar de lado porque avanzar en torno a la pregunta sobre la relación entre “cultura y comunidad” ofrece pistas sobre el enfoque de una sociedad determinada.

En el siglo XXI llama la atención el exhorto hacia la cultura institucional para implementar procesos que permitan el empoderamiento de la ciudadanía. En la foto, detalles de la exposición de pintura realizada por los alumnos de la escuela primaria Francisco Giner de los Ríos, en 2010.

En el siglo XXI, ante la evolución de la democracia en los estados nación, llama la atención el exhorto hacia la cultura institucional para implementar procesos que permitan el empoderamiento de los agentes comunitarios, es decir, de la ciudadanía.

En una medida que podríamos considerar de emergencia, se adivina que a lo largo de la instauración de dichos estados, las personas fueron perdiendo capacidades de autogestión en términos culturales (y muy posiblemente también en torno a las distintas dimensiones sociales y personales). Lo anterior nos arroja una importante dicotomía cuyo desarrollo y dialéctica está por mostrarnos sus contradicciones internas, pues en una democracia el papel del Estado debe ser el de actuar como un facilitador de procesos, y un generador de políticas que apoyen a la ciudadanía a ejercer su poder y su autonomía.

Por tanto, la pregunta que se antoja es: ¿Cuánta libertad es deseable que tenga un ciudadano ante sus propias instituciones?

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