El maestro Diemecke en el Salón López Mateos de Los Pinos. (Imagen tomada de @EDiemecke).

 

Minutos que son relámpagos.

Enrique Arturo Diemecke aparece por uno de los costados del aula 222 de la Escuela Superior de Música. Todo de negro. Serio. Abstraído. La mirada que mira todo, menos a quien de pronto le interrumpe.

Sale de ese estado en transición. Se dicta un receso de clase.

El diálogo intenta aparecer. Tejemos lejanos recuerdos y una estampida de tuitazos compartidos. Se configura en mí la agenda del seguidor de un gran director de orquesta.

Me dice el maestro Diemecke que ni idea de quien llegará a la dirección de la Orquesta Sinfónica Nacional. Le digo que será alguien afín al régimen. Añade que ni idea de qué es eso del cuatroteismo.

Al salir de esa suerte de ensimismamiento con el que lo encuentro, suelta algunas sonrisas a las provocaciones de diálogo.

Noto ahora su inquietud por los horarios. Una cita con Canal 22 se alarga, pues no aparece la cinta para la cámara. Han ido por ella, al fin córrele que está a la vuelta de la esquina de la escuela.

Somos tres quienes están al lado del concertador que preside el Teatro Colón y la Filarmónica de Buenos Aires, del maestro que dicta clases, y nada, lo que salen son retazos de comunicación.

O los silencios como los que aparecen en las partituras.

Activo el video del celular.

 

 

Gracias, gracias, vámonos que Benito Alcocer, cronómetro en mano, agenda en mano, vigilancia en mano, apura.

Los alumnos de la Master Class del maestro Enrique Arturo Diemecke están listos. Como lo están los chavales de la Orquesta Escuela Carlos Chávez, el conjunto anfitrión.

Es el cuarto día de lecciones; arrancaron en el Centro Cultural Los Pinos, espacio al que volverán para el concierto de cierre el domingo 4 del mes patrio.

El aula 222 semeja un gran muégano. Lo bueno es que la amenaza del coronavirus casi se fue. Se respira el aire escolar. Chicas y chamacos en el cotorreo, jocosos y desenfadados.

Me deslizo a uno de los costados, junto a las percusiones. Veo y no ver, es el dilema. Jamás había estado en un sitio tan privilegiado como incómodo. Imagino ser cronista sin ser músico; estar en una silla de integrante del ser orquestal sin tocar ni el aire, vivirlo para contarlo.

Atajo en la memoria que, cuando quien enseña matemáticas, tiene el pizarrón; el que dicta historia, echa mano del mapa; el que incursiona en el cuerpo, toma una réplica del esqueleto ya sea de plástico o proyectado en una pantalla.

¿Y un director de orquesta?

Claro, tiene un grupo de ejecutantes, obras elegidas para el caso, partituras y, en este caso, seis directores en formación. Es el maestro quien se acomoda a la diestra del alumno que fue elegido tras un proceso de selección, de variados como exigentes requisitos.

El repertorio académico de la semana incluye obras de Beethoven, Brahms, Dvorak, Grieg, Mendelssohn, Sibelius, Tchaikovsky y de Wagner.

Hay de clases a clases. A la vista de ustedes unas estampas.

 

 

 

 

¿Y a la letra qué alcanzo a escuchar de lo que maestro y alumnos en el podio se dicen?

Variadas expresiones con sabor a aforismos:

-Respiramos ¿no?

-Do do do do re do.

-Reforzar no sustituir.

-¿Qué más hay?

-Un dos tres.

-Con E de Enrique.

-Con un poquito más de calma.

-Así me lo imaginé.

-El segundo casi no se mueve al izquierdo.

-No cortaste bien desde la gran pausa.

-1222 1222 1122

-Es doloroso, el corazón tiene que latir.

-¿Sabes por qué no se corta? Solita se extingue.

Son tres rayos los que veo desde el rincón que habito por unos minutos: primero a Percival Álvarez, luego a William Harvey (esa marcha de café en su guayabera se hace singular) y a Paula Nava Madrigal.

Me perdí a Andrea Pulgar, a Matthew Nix y a José Mauricio Miranda.

En los minutos que son relámpagos, me toca escaparme. Me despido de Benito Alcocer, brazo derecho, representante, relacionista, productor de Diemecke y dueño de una impresionante colección de acetatos y sin fin de formatos del universo de los clásicos (vean su Twitter).

Al andar por el Centro Nacional de las Artes, la tarde del jueves 1 de septiembre, rumbo al Metro General Anaya, corroboro que la cúspide alcanzada por Enrique Arturo Diemecke es de tantos años como los que llevo de sentarme a verlo dirigir.

Es el silencio y son los instantes que separan, como inexplicablemente unen, a un seguidor, a un gustoso de la música con quien gobierna desde el podio en la sala de concierto, el formidable cosmos musical que inunda nuestros sentidos, que nos enriquece la vida, gracias al potente ejercicio de dirigir apasionadamente.

El alumno y director William Harvey atiende las indicaciones del profesor Diemecke. (Imagen y videos proporcionados por el autor)

 

 

Share the Post: