Plaza central del Lincoln Center for the Performing Arts en Manhattan, Nueva York. (Fotos: Tere Quintanilla).

¿Qué pasaría si…?

En abril de 1955, el cuadrante Lincoln Square, al oeste de Manhattan, fue asignado a un proyecto de renovación urbana. Al mismo tiempo, la Ópera Metropolitana y la Filarmónica de Nueva York buscaban un lugar para construir sus nuevas sedes. De esa feliz coincidencia surgió el Lincoln Center for the Performing Arts, una de las instituciones artísticas más reconocidas del mundo.

Un grupo de empresarios estadounidenses interesado en el progreso de las artes, liderado por John D. Rockefeller III, y que incluía a Charles M. Spofford, Anthony A. Bliss, Floyd Blair, Arthur A. Houghton Jr., y Wallace K. Harrison, exploró en octubre de ese mismo año la creación de un centro cultural al que la gente acudiera no solo por entretenimiento sino por ser una fuente de “bienestar y felicidad”; un espacio que resultara accesible a toda la población, no solo a unos pocos privilegiados.

El Comité Exploratorio, como se denominó, se dio a la tarea de crear un centro de gran escala integrado por un consorcio de organizaciones artísticas, unidas por una identidad corporativa, que pudiera potenciar una recaudación de fondos inalcanzable de manera individual. En junio de 1956 se constituyó legalmente el Lincoln Center for the Performing Arts (Centro Lincoln para las Artes Escénicas).

La pregunta que guió los siguientes pasos giraba en torno al financiamiento: ¿cómo lograr los recursos necesarios para la construcción y el desarrollo del centro? Acorde a la tradición estadounidense, el principal medio de financiamiento sería a través del sector privado: individuos ricos y corporaciones apasionadas de las artes. Era fundamental que creyeran en la misión de crear una institución de gran calidad para el beneficio y regocijo de todos los ciudadanos.

Los fundadores consideraron dos aspectos relevantes respecto al financiamiento de la nueva organización: “Primero, el reconocimiento de que es inherente en las artes un déficit en su operación, y que por ello se requeriría un subsidio significativo superior a cualquier expectativa de ingreso por la venta de boletos, y segundo, la tradición americana de que el subsidio procediera principalmente de contribuciones privadas voluntarias y no del gobierno”, escribe Edgar B. Young en Lincoln Center: The Building of an Institution (1980).

Una vez confirmados el Met y la Filarmónica de Nueva York como organizaciones fundacionales del Lincoln Center, el Comité Exploratorio buscó asegurar un componente educativo. Querían una escuela dirigida a jóvenes que brindara formación profesional en todas las disciplinas de las artes escénicas —música, voz, danza y teatro—. La escuela incluiría talleres que acortaran la distancia existente entre la formación profesional y la presentación al público.

Desde 1955 iniciaron conversaciones con la Juilliard School, escuela dedicada a la formación vocal e instrumental. El consejo directivo dudó en integrarse al complejo cultural porque no estaba seguro de querer enseñar otras disciplinas escénicas. En 1957, el interés y la persistencia del grupo logró su cometido: Juilliard fue la tercera organización en incorporarse al Lincoln Center.

La Juilliard School se integró al complejo cultural en 1957.

En 1963 le siguió el New York City Ballet como el componente de danza. Actualmente, forman parte también del complejo cultural las siguientes organizaciones: la Chamber Music Society of Lincoln Center, la Film Society of Lincoln Center, el Jazz at Lincoln Center, el Lincoln Center Theater, la New York Public Library for the Performing Arts, y la School of American Ballet.

Cada organización asociada cuenta con su propio consejo directivo y es responsable de su solvencia financiera y artística. A la vez, por tratarse de un corporativo, cuentan con uno o dos representantes en el consejo directivo del Lincoln Center. Se benefician también de los grandes eventos de recaudación de fondos y comparten el amplio reconocimiento público obtenido por el alto nivel artístico del complejo cultural en su conjunto.

“Es nuestro trabajo hacer por cada integrante lo que no puede hacer por sí mismo, o lo que una organización central puede hacer mejor para todos. Por ejemplo, podemos recaudar fondos del sector empresarial para ayudar con los gastos de operación de cada uno de los constituyentes, a través del otorgamiento de un único recurso para todos”, declaró el presidente del Lincoln Center, Martin E. Segal, a Alan Rich en The Lincoln Center Story (1984).

El Lincoln Center es un ejemplo de un proyecto surgido del interés de un grupo de ciudadanos por crear una asociación artística no lucrativa, que se ha logrado consolidar a través del tiempo en alianza con el gobierno de la ciudad, y con la participación activa de empresas y patronos estadounidenses que aportan recursos económicos a través de donativos deducibles de impuestos que son aplicables a la operación administrativa tanto del consorcio como de las organizaciones que lo integran.

En mi estancia de nueve años por esas tierras, de 1985 a 1994, tuve la oportunidad de constituir una compañía de teatro con la estructura de asociación civil no lucrativa, que me permitió vivir dignamente desarrollando mi profesión. Cuando volví a México hubiera querido hacer lo mismo, pero aún hoy, a 25 años de mi regreso, la política pública cultural del país no favorece la creación de este tipo de organizaciones. 

Tal vez mi mirada es limitada, pero solo reconozco tres vías del quehacer artístico profesional en México: la primera se encuentra en el poder otorgado al gobierno para subsidiar la producción artística; desde ese ámbito se decide a quién dar el dinero, cuánto y cómo, favoreciendo el amiguismo, por decirlo suavemente. La segunda es la producción comercial, siendo el poseedor de los recursos quien dicta lo que hay que producir, normalmente con el objetivo de recuperar lo invertido sin preocuparse por el impacto social. La tercera vía está en el arte independiente, que subsiste con dificultad gracias al interés de algunos artistas, que realizan actividades alternas para subsidiar sus proyectos.

Busco pistas para ampliar mi mirada y comprender por qué esto es así, cuál es la razón para limitar las posibilidades de que el arte sea una profesión digna que participe en el desarrollo social y económico de México. ¿Será posible que esta realidad pueda transformarse?

Los ciudadanos, nuestro gobierno y la iniciativa privada requerimos despertar de la rutina y sacudirnos el miedo al cambio. ¿Qué pasaría con el desarrollo de las artes en México si un ejemplo como el del Lincoln Center fuera posible en nuestro país, si la política pública favoreciera el desarrollo de organizaciones civiles culturales sin fines de lucro?

Por mi parte pienso que nuestra riqueza cultural sería altamente valorada y respetada, que los hacedores de cultura y arte tendríamos infinidad de oportunidades para crear y aportar al desarrollo de nuestro país, y que a la par podríamos vivir de nuestra profesión con pasión, compromiso y dignidad.

31 de julio de 2019.

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