Espíritu Santo, Brasil. Al menos por unos días “vivo en un país tropical”, como dice la canción de Jorge Ben Jor. Y digo “vivo” porque mi visita no es propiamente la de un turista; no, la inmersión a casa de una tradicional familia brasileña me espera. Después de cinco años de planear el viaje, Brenno, novio de mi hija, sin previo aviso pone en mis manos el boleto de avión que partirá en apenas unos días. No hay tiempo para preparativos, sólo consigo empacar la Historia mínima de Brasil, de Boris Fausto, editada por el Colegio de México, que me acompañará durante el largo trayecto.
Si bien el palo de brasil, una madera exótica color cobrizo muy resistente, fue el que dio nombre al país y animó a los portugueses a explotar los bosques con las manos de los tupí-guaraníes, fue la caña de azúcar el producto que extrajeron con mayor eficiencia. Ello requirió traer esclavos de África, pues la mano indígena no era suficiente. Las oportunidades que se dieron para la sustracción de los vastos recursos promovió el comercio de esclavos, negocio que los portugueses disputarían con los holandeses.
Fue el café, empero, el recurso que mayores dividendos generaría a la Corona portuguesa. La adaptación de los cafetos en el territorio comprendido entre Sao Paulo y Río de Janeiro fue tan adecuada que pronto Brasil se convirtió en el primer productor de café en el mundo, sitio que ocupa hasta ahora. Sao Paulo, de hecho, se convirtió en una metrópoli que creció gracias a la expansión del café. No obstante la variedad de recursos fueron diversificándose, entre otros, el algodón, el maíz y el caucho extraído del Amazonas.
Brasil es un crisol de muchas culturas. El profundo mestizaje se originó, tal como sucedió en la Nueva España, con los conquistadores que viajaban sin mujeres y se mezclaron con las americanas, cuyos hijos se les llamaría mamelucos. Los africanos se sumaron a la demografía de la región en los siglos XVI y XVII. En el XVIII, ante la prohibición de la esclavitud, la Corona promovió programas de colonización para el trabajo agrícola y fue así que arribó una segunda oleada de portugueses, acompañados de italianos, alemanes y españoles. Las migraciones continuaron en el XIX con incentivos para europeos y la incorporación de japoneses. Ya en el siglo XX las olas migratorias siguieron con europeos que huían de las guerras y una alta comunidad de asiáticos, la mayoría provenientes de China.
Portugal fue una potencia naviera en la época de las expediciones europeas; quizá sea uno de los motivos del vínculo tan especial que tienen los brasileños con sus litorales. De los 26 estados y su capital Brasilia, 17 se encuentran dando la cara al Atlántico y 14 de éstos tienen sus capitales en la costa: al Norte, Fortaleza, pasando por Recife, Salvador Bahía, primera capital del país y al Sur, Vitoria, Río de Janeiro, su segunda capital y Porto Alegre. A lo largo del litoral que recorre más de nueve mil kilómetros, se asientan alrededor de 500 poblaciones que concentran a más de una cuarta parte de los habitantes del país.
Mi destino es el estado de Espíritu Santo, al norte de Río de Janeiro, donde hacemos escala un par de días. La estancia, aunque breve, es suficiente para apreciar las icónicas playas de Copacabana e Ipanema, además de subir al imponente Cristo Redentor y a ese curioso montículo de 220 metros de altura que a lo lejos parece un chipote que le salió a la ciudad: el Pan de Azúcar, desde cuyos miradores Río parece una maqueta. Como aficionado del futbol, la visita al Maracaná es obligada. Duelo carioca: Flamengo contra Botafogo. En las tribunas las torcidas gritan con pasión; hay una carga de energía para mí inédita que me lleva a reflexionar qué tan merecido es el estereotipo de relacionar al futbol con los brasileños.
Después de Río, nos dirigimos a Coqueiral, un poblado de unos 10,000 habitantes a 40 minutos de Vitoria, capital de Espíritu Santo. Ahí vive la madre de Brenno y su abuelo Vicente, un hombre macizo de 88 años que me recuerda a Popeye. Sus jornadas comienzan con una caminata a las cuatro de la mañana; regresa a casa para su sesión de lagartijas, arreglarse y desayunar aquellas frutas tropicales que bendicen la región, como asaí, papaya, mango, guaraná y maracuyá, agua de coco, un par de huevos, pan de queso y su debido café colado.
Los capixabas, gentilicio de Espíritu Santo, acostumbran brincar de playa en playa, volviéndose unos nómadas en su propia patria; se bañan en sus cristalinas aguas que les merecen un cuidado y respeto reverencial. El calzado habitual son las Havaianas, esas sandalias con variados diseños y colores que dejan huellas en la alba arena. A la hora del almuerzo, las viandas son exquisitas. En el estado de Río Grande del Sur, que colinda con Argentina y Uruguay, los europeos encontraron un lugar propicio para la ganadería; estos tres países presumen tener los mejores asados del mundo. El churrasco brasileño se prepara con unas espadas que se exponen al carbón. Mi favorita es la picaña acompañada de una caipiriña, preparada con cachaza, el destilado de la caña de azúcar; pero esos sables traen también chorizo, corazón de pollo y otras partes de la res. La gastronomía brasileña incluye la moqueca, una especie de caldo de variedades de pescado y la feilloada, quizá el platillo más tradicional, considerada la comida del pueblo; se prepara con las menudencias del cerdo que ante la pobreza se rescataban para cocerlas en un caldo a base de frijoles.
El calor de la tarde requiere un segundo baño y tenderse en la rede, nombre que le dan a la hamaca. Al atardecer la costumbre es pasear por el breve centro del pueblo, probar un helado de asaí, una empanada, una pomonha, tal como llaman al tamal en esta patria o un par de churrasquiños, consistentes en pequeños pedazos de carne atravesados por un largo palillo envuelto de farofa, la yuca en polvo, que logra contener los jugos de la carne ante el bronceado que sufrirá una vez expuesto a las brasas.
Hay un pequeño bar al costado de la playa al cual acudimos para refrescarnos con alguna cerveza local. Los parroquianos ya me son familiares. Me acompaña mi amigo Dos Santos, a quien conocí hace un par de años cuando visitó a Brenno y quien me introdujo el gusto por las canciones de Jorge Ben Jor, Benito de Paula y Roberto Carlos, “los pilares de la música popular brasileña”, me afirma, mientras disfrutamos la inmensidad del mar que se despide ante el ocaso, y sólo así entiendo por qué el culto que los alegres habitantes de este país profesan al mar.
Andrés Webster Henestrosa
Andrés Webster Henestrosa es Licenciado en Derecho por la UNAM con maestrías en Políticas Públicas y en Administración de Instituciones Culturales por Carnegie Mellon University. Es candidato a doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM–CCM, donde también ha sido docente de las materias Sociedad y Desarrollo en México y El Patrimonio cultural y sus instituciones. Fue analista en la División de Estudios Económicos y Sociales de Banamex. Trabajó en Fundación Azteca y fue Secretario de Cultura de Oaxaca. Como Agregado Cultural del Consulado General de México en Los Ángeles creó y dirigió el Centro Cultural y Cinematográfico México.