De zombies a santos: Lo que encierra el cerebro

Las obras de Giuseppe Arcimboldo han permitido establecer, cuando existe una lesión cerebral, que el hemisferio izquierdo es capaz de distinguir las frutas y vegetales que forman la pintura, mientras que el hemisferio derecho solo ve a la persona. En la imagen, Cuatro estaciones en una cabeza (c. 1590). (Foto: National Gallery of Art).

De zombies a santos: Lo que encierra el cerebro

Samuel Johnson se despertó en la madrugada del 17 de junio de 1783 con una sensación extraña. Sentado en la cama, confundido, el crítico literario se dio cuenta de que había sufrido una “parálisis” que lo privó del habla. Su primera reacción, le escribió a su mecenas Hester Thrale, fue rogar a Dios que dañara su cuerpo, pero no su entendimiento. Compuso una oración en verso latino, y como juzgó que era un mal poema, pensó que su inteligencia estaba a salvo.

Johnson recurrió entonces al vino, que estimula la elocuencia. Se tomó un par de copas, pero no funcionó; seguía sin poder pronunciar palabra. Finalmente, se durmió hasta el amanecer y cuando despertó redactó un escrito para su sirviente, a quien le costó entender por qué su patrón, en lugar de hablarle, le hacía gestos para que leyera el mensaje que puso en sus manos.

En las notas que escribió como complemento a su libro Una historia insólita de la neurología (Ariel, 2018), el periodista estadounidense Sam Kean afirma que Johnson logró recuperarse parcialmente de su afasia en los 18 meses que sobrevivió al derrame cerebral, pero “extrañamente” dejó de usar el punto y coma en su escritura.

El hemisferio izquierdo es la sede del lenguaje, y en el siglo XIX se determinó que la ubicación de una lesión cerebral determinaba el grado de afasia, escribe Kean. Por eso, algunos pacientes saben qué quieren decir, pero balbucean al hablar, y otros ligan sin parar frases sin sentido.

En su libro, el periodista describe una sucesión de hechos históricos unidos a un progreso en el estudio del cerebro. Personas cuyas lesiones permitieron avanzar a la neurología. Comienza con la herida mortal que sufrió el rey Enrique II de Francia en 1559, cuando en un torneo le atravesaron el ojo derecho con una lanza. Junto a la cama del soberano se reunieron dos de las eminencias médicas de la época: Ambroise Paré y Andreas Vesalius. En ese tiempo se creía que un cerebro solo podía estar dañado si había una fractura en el cráneo, y en el del rey no observaron una sola grieta.

La autopsia de Enrique II permitió a los cirujanos descubrir, por el grado de “corrupción” de su cerebro, que los efectos de un golpe, como la inflamación y la presión provocada por la rotura de vasos sanguíneos, podían ser mortales.

Kean dedica un capítulo a las convulsiones, que anuncian una lesión cerebral. Son una especie de cortocircuito que provoca una desconexión; durante ese tiempo, escribe, las personas se convierten en zombies, no son conscientes de sus actos. Pueden oscilar desde el gran mal, cuando la víctima sufre rigidez muscular, se agita y echa espuma, una imagen asociada a la epilepsia, hasta el petit mal, una crisis de ausencia: la persona queda inmovilizada unos momentos, con la mente en blanco.

“En casos raros”, apunta, benefician a quienes las sufren. Algunas personas han descubierto que dibujan con mayor habilidad, o pueden apreciar mejor la poesía. Factores como el estrés y el trastorno psicológico contribuyen a que se produzcan. Aborda el caso del escritor Fiódor Dostoievski, quien afirmaba que su epilepsia surgió después de estar a punto de ser fusilado en San Petersburgo, acusado de conspirar contra el gobierno. Ya le habían puesto una capucha blanca y el pelotón estaba en posición de tiro cuando llegó el perdón del zar. Al cabo de unos meses, en 1850, mientras cumplía una condena a trabajos forzados en Siberia, sufrió una violenta convulsión.

A partir de entonces, cualquier factor estresante le afectaba; las crisis también se desataban por tomar mucha champaña, permanecer despierto toda la noche escribiendo o perder dinero en la ruleta. Dostoievski incluyó personajes epilépticos en novelas como Los hermanos Karamazov, Los demonios y El idiota, lo que según el neurólogo Iván Iniesta contribuyó a “erradicar el estigma sociocultural asociado a esta enfermedad”.

Se cree que el escritor sufría una epilepsia del lóbulo temporal. Sus convulsiones estaban precedidas de un “aura extática” que le causaba un gozo inmenso, pero tras la crisis se sentía deprimido y culpable.

Al parecer, escribe Kean, los circuitos mentales que predisponen a la espiritualidad en los seres humanos se sobrecargan cuando se sufren convulsiones del lóbulo temporal. Algunas personas experimentan intensas experiencias religiosas; este repentino despertar espiritual, agrega, ha llevado a que algunos médicos diagnostiquen como epilépticos a san Pablo —cegado por una luz en el camino a Damasco— o Juana de Arco —quien tenía visiones y escuchaba mensajes divinos—.

Leer el libro de Kean provoca una mezcla de fascinación y temor ante la posibilidad de sufrir una lesión capaz de cambiar nuestra identidad. Los padecimientos cerebrales repercuten en las emociones. Un daño en el tálamo puede causar risa o llanto espontáneo, escribe el periodista, mientras que si es el giro cingulado lo que se ve afectado, la víctima “se vuelve emocionalmente vacía”.

Un mal funcionamiento de la amígdala, encargada de procesar emociones, puede generar un excesivo temor en la persona, o bien lo contrario, una enorme temeridad. El sexo también se ve alterado por una lesión cerebral; Kean menciona el caso de un carpintero epiléptico de 38 años que se excitaba al observar un broche brillante, las miniconvulsiones que sentía superaban en placer a sus orgasmos. Solo después de que le fue retirado un exceso de tejido del lóbulo temporal pudo tener una vida conyugal plena. Aunque estas operaciones, advierte, pueden también hacer que la libido se dispare.

Algunas descripciones de lo que puede provocar un cerebro dañado parecen fruto de una imaginación perversa. Narra el caso de una mujer alemana que, en 1908, sintió que alguien le apretaba la garganta; tardó unos minutos en conseguir que su mano derecha dominara a la izquierda, la mano que la agredía. Hacía unos meses que había sufrido un derrame y, desde entonces, esa mano “había estado portándose como un niño malcriado: derramando bebidas, hurgando su nariz”, sin su consentimiento consciente, escribe Kean. Un trastorno que se relaciona con una lesión en el lóbulo frontal.

Existe también el síndrome de Cotard, en el que los enfermos están convencidos de que están muertos. Oír su propia voz no les afecta; pueden llegar a oler su carne putrefacta, e incluso intentar cremarse a sí mismos, apunta el periodista.

“Si la historia de la neurociencia prueba algo es que cualquier circuito, para cualquier atributo mental —incluyendo nuestro sentido de estar vivos—, puede fallar si las partes precisas se dañan”, agrega Kean. Todos estos delirios “exponen la fragilidad de aspectos de nuestros yoes internos aparentemente firmes e inquebrantables”.

A partir de los experimentos realizados por neurólogos, surgen dudas sobre la validez de los recuerdos, la voluntad o el libre albedrío. El libro permite también tomar conciencia sobre lo mucho que ignoramos acerca de las lesiones cerebrales y sus consecuencias.

Un ejemplo reciente es lo sucedido con el exembajador de México en Argentina, Ricardo Valero, acusado de robarse un libro en Buenos Aires. La explicación médica de que la extirpación de un tumor cerebral había dañado su lóbulo frontal, impidiéndole refrenar este tipo de impulsos, no evitó que muchos continuaran tachándolo de delincuente.

En su libro, Kean se refiere al caso de Elliot, un contable de 35 años a quien en 1974 le fue retirado un tumor que le aplastaba los lóbulos frontales. El área prefrontal se relaciona con el comportamiento social y la toma de decisiones.

De la cirugía surgió un Elliot distinto, alguien que no era capaz de tomar una decisión y que, si bien no había perdido su capacidad matemática, era incapaz de administrar su tiempo y se distraía haciendo tareas sin importancia. Perdió su trabajo y sus ahorros tras invertir en un negocio dudoso, y se divorció de su esposa durante 17 años para casarse con una prostituta, de la que también se separó seis meses después.

A partir de este caso, Kean plantea una reflexión inquietante: qué tanta responsabilidad tenemos sobre nuestros actos. En un sistema legal en el que la culpabilidad se define por la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, qué ocurre si alguien entiende lo que es un delito pero no puede evitar cometerlo.

Menciona el caso de un profesor de Virginia consumidor de pornografía que, a los 40 años, se convirtió en pedófilo. Frente al tribunal no supo explicar el porqué de una inclinación que hasta entonces no había sentido. En diciembre de 2000 le extrajeron un tumor cerebral y la pedofilia desapareció hasta que el tumor volvió a crecer y, a la vez, su gusto por las niñas. Tras ser nuevamente operado, la pedofilia otra vez desapareció, aunque queda una duda, señala Kean: “no sabemos si el tumor simplemente liberaba un deseo reprimido o si realmente cambiaba la composición de su estructura mental”.

Aun así, asegura —sin dar detalles— que un estudio del año 2000 consignó los casos de 34 hombres en quienes la pedofilia había aparecido tras “sufrir tumores, lesiones, demencia y otros traumatismos” en el cerebro. “Indudablemente”, subraya, “la mayor parte de los pedófilos no padecen daños cerebrales, pero claramente algunos sí”.

Phineas Gage llegó a presentarse con la barra de hierro que atravesó su cerebro en el famoso museo de P. T. Barnum en Nueva York. Por 10 centavos más, una persona podía apartar su cabello para admirar las marcas de su herida. Gage nunca se separó de la barra que cambió su vida, la cual se conserva, junto a su cráneo, en el Warren Anatomical Museum de la Universidad de Harvard.

Netflix acaba de estrenar el documental Killer Inside: The Mind of Aaron Hernandez, sobre el jugador de futbol americano de los Patriotas de Nueva Inglaterra que se suicidó en 2013 tras ser condenado a cadena perpetua por el asesinato de su amigo Odin Lloyd.

Tras su muerte, el examen de su cerebro determinó que, con 27 años, sufría de encefalopatía traumática crónica (CTE, por sus siglas en inglés) y un nivel de daño cerebral comparable al de una persona de 60 años. Esta enfermedad, que afecta los lóbulos frontales, ha sido asociada a los traumatismos craneales que sufren los jugadores.

La serie menciona los casos de Mike Webster, el primer jugador de la NFL diagnosticado con CTE, fallecido a los 50 años, y de Junior Seau, quien padecía la misma enfermedad y se suicidó a los 43 años. En 2013, la NFL acordó pagar 765 millones de dólares a más de 4,500 jugadores retirados que aseguraban sufrir daños neurológicos derivados de la práctica del futbol americano.

Una historia insólita de la neurología muestra cómo cada rasgo psicológico tiene una base física que, al dañarse, puede cambiar a la persona radicalmente. Pero a pesar de la fragilidad del cerebro, algunas partes del yo permanecen. Neurológicamente, escribe Kean, parece que existe un circuito cerebral inamovible que define y establece un sentido del yo conformado por los recuerdos, la apariencia física, o el conocimiento de uno mismo.

Lo ejemplifica con el famoso caso de Phineas Gage, quien tenía 25 años cuando, en 1848, una explosión provocó que una barra de hierro le atravesara el cráneo. Cuando se recuperó, sus amigos y familiares decían que había cambiado. Era más caprichoso, irritable y grosero. Pero conservó la habilidad suficiente para trabajar en Chile conduciendo un carruaje durante siete años; cada día se desarrollaba básicamente igual, apunta el periodista, y esto daba estructura a su vida.

Este cambio en la personalidad de Gage demostró que “las maravillas de la mente humana surgen directamente de las complejidades del cerebro” y que, después de una lesión cerebral, uno no es y a la vez, de algún modo, sigue siendo el mismo.

silviaisabel.grecu@gmail.com

20 de enero de 2020.

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