Como se ha dicho con frecuencia, este tiempo de pandemia ha hecho resaltar algunos rasgos de nuestra sociedad que no eran tan evidentes en otros momentos. Vemos todos los días muchos sucesos de gran nobleza en apoyo a los más débiles y a los que se la juegan todos los días, médicos, enfermeras, los que nos abastecen, los transportistas y tanta gente más. Igualmente hay actos de solidaridad hacia gente con la que tenemos alguna responsabilidad -empleados, alumnos, adultos mayores, hijos- que no podemos dejar de lado sino profundizar nuestro cuidado, apoyarlos, invitarlos a crecer en estos momentos. Por otra parte, también vemos actos de mezquindad y de irresponsabilidad hacia los demás: vacacionistas que se escurren para divertirse, vecinos que no pueden dejar viejos hábitos, delincuentes que buscan nuevas maneras de “trabajar” ante el cierre de los espacios de venta de drogas, de asalto cotidiano, de agresión tradicional en las calles y tanto más.Y así como la sociedad cambia o profundiza diversas expresiones de las relaciones entre individuos y grupos, también el poder ha tenido que mudar o afinar sus prácticas y las modalidades con que se relaciona con los distintos segmentos de la sociedad. Visto desde el punto de vista de las relaciones simbólicas, creo que es destacable la mayor claridad del ejercicio del poder en cuando menos tres rasgos. El más notable es la centralidad. Nada se mueve sin que el presidente lo autorice, incluso sin que el presidente lo mencione. Las decisiones se toman por él. Él niega o afirma la gravedad de la crisis o la entrada en los diversos momentos para enfrentarla. Sin embargo, de igual modo, el poder central ha visto sus debilidades. Gobernadores o alcaldes toman posiciones, presionan para que ocurra algún giro, recomiendan acciones a sus ciudadanos, tratan de superar las medidas condicionadas por el poder.
Es un juego difícil. El poder central acepta o niega recomendaciones científicas. Es una lucha sorda entre el máximo líder y la resistencia de los poderes locales o técnicos que ven limitaciones para su actuación. Por ejemplo, si los gobernadores quieren importar reactivos para hacer pruebas, sus compras resultan imposibles; la confirmación de los datos se hace con lentitud, en tanto que las muertes no diagnosticadas se multiplican aunque se clasifican como atípicas. En este contexto, solo los estados que han convenido con el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) contarán con ciertos recursos; los técnicos son incapaces de comprender las políticas por no ser pobres y se desnudan más limitaciones sin fin. Pero tanta centralidad a la larga se vuelve ineficaz y sobre todo vacía: las disposiciones para guardar la cuarentena no se cumplen, los llamamientos a suspender actividades se vuelven vacíos, los recursos para enfrentar la pandemia se agolpan en las bodegas, los programas se vuelven incomprensibles, la contratación de personal se hace pesadamente ineficaz.
El liderazgo, la visión casi omnipotente para fijar la agenda por parte del Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, se ha hecho frágil. Sólo hay un tema que realmente importa: la crisis en su dimensión sanitaria y económica. Cualquier otro tema es insignificante y ante él las preguntas se hacen monotemáticas y hasta monótonas. Un presidente que ha blandido por meses la espada contra los corruptos y los conservadores, que habla todos los días dos horas o más y que amenaza con hacerlo hasta los fines de semana para no dejar espacios que sean cubiertos por sus adversarios, clama por una tregua, signifique lo que esto signifique. No hay oposición política que se levante, no hay liderazgos que le disputen, no hay quien capitalice su debilidad, pero se le ve preocupado por el amarillismo de los medios. Sólo ve que se cumplen sus pronósticos históricos como aquella vieja sentencia de que la historia se repite dos veces. Al verse a sí mismo como un Juárez o un Madero, ha pensado que la historia volverá sobre él como cayó sobre sus modelos: los conservadores le asedian; los militares, como con Madero, conspiran, o al menos, un sector de ellos es llamado a conspirar; la prensa que los hizo pedazos con sus críticas se ensaña contra él. Un día aporrea a sus adversarios y otro pide paz, como los niños que en un momento “las piden” para luego reiniciar el juego de luchas y agresiones porque sin ellos su presidencia carece de destino.
Pero lo más sorprendente es el desnudamiento de su proyecto social. Ahora se le ve con claridad: el gobierno de López Obrador propuso un modelo social nuevo que, como ha señalado, encuentra la oportunidad de profundizarlo. ¿Por qué ha venido “como anillo al dedo” la pandemia? Tal vez porque es la ocasión de llevarlo a lo más extremo, es decir, un proyecto de solidaridad radical, el cual consiste en un compromiso moral con la población abandonada para otorgarle mínimas condiciones de supervivencia. Si para tal propósito se implican políticas que en ningún caso cabrían ejecutarse en un estado constitucional de justicia social, no importa, ya que el conjunto del estado carece de importancia.
Sin ningún temor, el mandatario mexicano destruyó políticas que funcionaban porque tenían agujeros de corrupción. Por ejemplo, a inicios de su gobierno, aniquiló una gran cantidad de empleos públicos porque eran inútiles o superfluos y si los mantenía no podía garantizar becas y apoyos sociales en un programa de solidaridad radical. Ahora la contingencia lo impele a profundizar el programa, al fin que no se requiere que el sistema productivo se salve: en todo caso que lo haga él mismo. Lo que urge es ayudar a los pobres, aunque luego tengan que depender de un estado pobre y sin posibilidades recaudatorias. Si algo ha proliferado en este momento no son los programas económicos o sociales, sino los llamamientos morales o bíblicos aderezados de predicaciones del papa o de cualquier otro líder espiritual. Su proyecto es nítido: salvar a los pobres al costo que sea. Es un mandato moral, más que legal. Debe ampararse en tradiciones, juicios cuasi-religiosos y deseos utópicos, ya que con ello piensa reconstruir la vida de los marginados que la fragilidad del sistema ha vuelto crítica en el curso de unas pocas semanas.
Eduardo Nivón Bolán
Eduardo Nivón Bolán es doctor en antropología. Coordina la Especialización y Diplomado en Políticas Culturales y Gestión Cultural desde el inicio del programa virtual en la UAM Iztapalapa (2004), donde también es coordinador del cuerpo académico de Cultura Urbana. Consultor de la UNESCO para distintos proyectos, entre los que destacan la revisión del programa nacional de cultura de Ecuador (2007). Preside C2 Cultura y Ciudadanía, plataforma de diseño e investigación de políticas culturales A.C. que, entre otros trabajos, fue uno de los colaboradores del Libro Verde para la Institucionalización del Sistema de Fomento y Desarrollo Cultural de la Ciudad de México (2012). Entre sus obras destacan La política cultural: temas, Problemas y Oportunidades (Conaculta) y Gestión cultural y teoría de la cultura (UAM-Gedisa).