Crisis de la política cultural en México (y II)

Centrar la política cultural en aparatos débilmente definidos institucional y normativamente, como es el caso del programa de cultura comunitaria, significa abrir un frente de debilidad e ineficiencia, considera el autor. (Foto: Instagram de @alefraustoguerrero).

Las críticas del profesor Per Mangset a la capacidad de las democracias occidentales para desarrollar una política cultural moderna ciertamente presentan algunos huecos. Para empezar, el sociólogo noruego alude a los cambios en las sociedades modernas que muchos autores han planteado en los últimos 20 o 30 años. Por ejemplo, Ulrich Beck describió en los años noventa una “sociedad de riesgo”, y Zygmunt Bauman, a inicios del siglo XXI, el despliegue de una creciente “modernidad líquida”, conceptos que tal vez no sean aplicables a México. Sin embargo, aunque quizá nuestro país esté lejano de las condiciones de posmodernidad que describen estos autores para nada condescendientes con el neoliberalismo, México, en la concepción del presidente de la república, debe estar cada vez más próximo a la visión de un país premoderno, en el sentido de una sociedad centralizada y dependiente de un líder carismático que quiere definir por sí mismo la política. No es desconocida la nostalgia que siente el presidente López Obrador del México de los años sesenta y setenta, donde el partido hegemónico tenía la capacidad de definir e imponer un modelo de desarrollo ajeno a la participación, y en el que era posible el establecimiento de políticas centralizadas que se desplegaban de arriba a abajo sin ninguna interpelación de actores locales. Al gobierno federal le puede parecer por demás inexplicable o incómodo que la política de salud se tope con los intereses burocráticos de gobernadores que pueden expresar su falta de coincidencia con la política centralizadora que representa el Insabi (Instituto Nacional de Salud para el Bienestar), como ha sido el caso de los gobernadores panistas. O bien puede considerar que es conservador el rechazo de las comunidades campesinas e indígenas de la península de Yucatán que no aceptan el Tren Maya  —tal vez una buena idea que se desprende de un deseo de justicia social que busca convertir el sur del país en el eje de las inversiones para el desarrollo, pero que es definitivamente paternalista y autoritaria—, un proyecto objetado por no tomar en cuenta los intereses locales.

No hay nada más adverso a la gestión de las políticas públicas que el centralismo y la ausencia de participación, y es eso precisamente lo que ha caracterizado el estilo de gobierno del actual régimen.

No existen mayores pistas sobre las políticas públicas del gobierno federal en materia de cultura que los cuatro párrafos dedicados a la “cultura de paz, para el bienestar y para todos” que dedica al tema el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 (publicado en el Diario Oficial de la Federación el 12 de julio de 2019), los cuales pueden sintetizarse en otros tantos aspectos:

1) Amplio significado de la noción de cultura.

2) Sentido no excluyente de la política cultural y reconocimiento de su importancia para la paz, la convivencia y la espiritualidad.

3) Priorización de los sectores más marginados.

4) Atención a las materias tradicionales que han atendido las instituciones culturales sin hacer que estas centralicen o monopolicen la actividad cultural.

Es decir, que el gobierno federal ha decidido desarrollar una política basada en un sentido amplio de la cultura, centrada en los grupos marginados de la sociedad, sin hacer que las tareas tradicionales a las que se han dedicado las instituciones culturales hasta el presente sean el centro o mantengan el monopolio de la actividad cultural. No hay otras definiciones públicas que nos permitan ir más allá de estas consideraciones.

Dichos objetivos pueden llevarnos a examinar algunos aspectos fundamentales de las políticas culturales modernas y tratar de elucidar el compromiso del sector público con ellos. Para no dispersar demasiado la atención reduciré a cuatro las cuestiones básicas.

El paradigma fundamental de las políticas culturales modernas se centra en la democracia. Esta se despliega en dos aspectos: el acceso y la participación. Una política cultural moderna es aquella que imprime su esfuerzo en desarrollar todos aquellos instrumentos que posibiliten el acceso de los ciudadanos a los bienes culturales. Ahora bien, desde mediados del siglo XX, las cuestiones de acceso han tenido en los medios masivos su principal oponente o cómplice. No han sido pocos los programas culturales que se han estrellado con este problema, empezando por las célebres definiciones en materia de cultura que tomó André Malraux en los años sesenta. ¿Cómo desarrollar una política cultural democrática, incluso a favor de los sectores culturales, sin tomar en cuenta la radio, la televisión, el cine, y ahora el internet y las redes sociales? ¿Es posible escindir la atención a la sociedad en una política preocupada por las mayorías marginadas campesinas e indígenas, y en otra pendiente de los grupos urbanos populares, medios y altos de la sociedad?

Un segundo aspecto de las políticas culturales de la actualidad es su vinculación con el desarrollo. Para esto se ha tenido que ampliar la noción de cultura de una inicialmente centrada en la creación y circulación de bienes simbólicos —el interés enfocado en las bellas artes—, a otra que viera la cultura como un modo de vida, tal como lo propone el Plan Nacional de Desarrollo. Ahora bien, una vez focalizada de este modo la acción cultural, el desarrollo requiere de objetivos que hagan posible su apropiación entre la ciudadanía. El gobierno federal ha intentado focalizar su acción pública en el desarrollo más que en el crecimiento, pero no ha definido en qué consiste esto. Si se trata del despliegue de políticas redistributivas que abatan la desigualdad, ¿cómo se expresan en el campo de la cultura? ¿En la redistribución de la riqueza cultural, como se enunció en el confuso Proyecto de Nación difundido antes de las elecciones? ¿No será mejor considerar que consiste en la ampliación de las capacidades electivas de todos los sectores de la sociedad en materia de cultura?

Una política cultural es inseparable de una idea adecuada de cómo se gestiona. La política define el qué y la gestión el cómo. Para ello se han desarrollado diversas reflexiones que han caminado en tres ámbitos: lo que las instituciones deben producir de acuerdo a los fines públicos definidos por las instancias de participación de la sociedad, la definición de estos fines públicos a través de políticas de participación ciudadana, y las medidas de coerción y estímulo para que los objetivos se lleven a cabo. Esto es tanto más necesario cuanto que la política cultural federal, por no contar con los instrumentos para alcanzar a toda la sociedad, requiere de la participación y el convenio con las instituciones culturales de los estados y los municipios del país.

Por último, una política cultural necesita instrumentos institucionales que cuenten con normas precisas de operación. En México, los mejor erigidos en este aspecto son los institutos, centros y fondos culturales. Centrar la política cultural en aparatos débilmente definidos institucional y normativamente, como se ha hecho en materia de cultura comunitaria, es abrir un frente de debilidad e ineficiencia.

A partir de los criterios que he presentado considero que hay una crisis profunda de la política cultural en México agravada por el silencio y la falta de una actitud proactiva de la Secretaría de Cultura federal para construir una visión global de la política cultural en el país.

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