
La concepción cultural desde la antropología nos indica que la cultura es el medio por el cual se obtiene conocimiento acerca del ser humano, pues queda de manifiesto en los mitos, costumbres, creencias, normas y valores que dictan el comportamiento del individuo dentro de un grupo social determinado. Siendo así, los conceptos más importantes que se desprenden de dicha concepción son los de la identidad y la comunidad. Pero también es relevante considerar que, dentro de este concepto, el grupo social —la comunidad—, existe a priori de la cultura. Esto significa que la cultura la manifiesta, la transforma y la crea la propia comunidad, y no a la inversa.
Desde la primera aportación en esta columna hemos insistido en la importancia de considerar a la cultura como un concepto polisémico y cambiante. Sin embargo, ha existido también una evolución conceptual que no conviene dejar de lado porque avanzar en torno a la pregunta sobre la relación entre “cultura y comunidad” ofrece pistas sobre el enfoque de una sociedad determinada.

En el siglo XXI, ante la evolución de la democracia en los estados nación, llama la atención el exhorto hacia la cultura institucional para implementar procesos que permitan el empoderamiento de los agentes comunitarios, es decir, de la ciudadanía.
En una medida que podríamos considerar de emergencia, se adivina que a lo largo de la instauración de dichos estados, las personas fueron perdiendo capacidades de autogestión en términos culturales (y muy posiblemente también en torno a las distintas dimensiones sociales y personales). Lo anterior nos arroja una importante dicotomía cuyo desarrollo y dialéctica está por mostrarnos sus contradicciones internas, pues en una democracia el papel del Estado debe ser el de actuar como un facilitador de procesos, y un generador de políticas que apoyen a la ciudadanía a ejercer su poder y su autonomía.
Por tanto, la pregunta que se antoja es: ¿Cuánta libertad es deseable que tenga un ciudadano ante sus propias instituciones?
El Estado y sus gobernantes tienen la misión de ser facilitadores de las manifestaciones culturales, no de imponerles corrientes o estilos oficialmente correctos o adecuados al pensamiento dominante entre quienes “dirigen” la cultura. Hay una enorme variedad de expresiones artísticas y culturales que no nacen de una idea unipersonal de lo que debe ser la Cultura, sino de la sensibilidad, del pensamiento y aún de costumbres ancestrales que les dan sustento. El Estado tendría, en todo caso, el deber de apoyarlas y hacer que fluyan.
Tanta como la legitimidad de ciudadano a ciudadano, es decir, la libertad que se realiza como individuo miembro de comunidades reconocidas de manera legítima, justa y autónoma. Es menester conocer las formas comunitarias de legitimidad ciudadana así como sus condiciones justas y equitativas para que, como lo comentó Carmen de la Vega, las apoye y respete.