El arte moderno, un instrumento de la OEA

Sede de la OEA en Washington. (imagen tomada de es.123rf.com).

 

Con la premisa de construir un arte global y no nacional, que respondiera a las necesidades del arte moderno y evidentemente a las políticas estadounidenses de expansionismo con la cultura como instrumento estratégico, es como se fundan los primeros dos museos de arte moderno en América Latina. En 1959 en Cartagena y 1960 en Barranquilla, Colombia.

Bajo la dirección del cubano José Gómez Sicre al frente del Departamento de Artes Visuales de la Organización de Estados Americanos (OEA) y con sus criterios personales perfectamente alineados a las directrices creadas, con respecto al arte, por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Departamento de Estado, las políticas de ambos museos fueron muy claras: nada de nacionalismo, historia, memoria, artesanía, costumbres, tradiciones o figuración alguna.

¿Por qué tanta “generosidad” de parte de la OEA y su antecedente la Panamerican Union? ¿Por qué defender a toda costa un arte no figurativo y completamente apolítico? Las escuelas de arte que respondían a la idiosincrasia de los pueblos, a su memoria, a su historia y a su identidad representaban un obstáculo para la creación de un arte global y hegemónico que funcionara como instrumento de manipulación de los pueblos, un instrumento para el neocolonialismo. Desde entonces hace ya más de setenta años, la guerra no declarada sobre el arte moderno y contemporáneo y la función social del arte se viene instrumentando. Hoy, el arte contemporáneo insiste en alinearse al poder hegemónico dejando fuera cualquier otra forma de representación, de creación, de pensamiento y hasta de construcción que no responda a estos lineamientos, poniendo en jaque uno de los elementos más inherentes a la cultura de los pueblos: su arte.

Estados Unidos necesitaba en aquellos tiempos de la Guerra Fría, dar a conocer e impulsar una supuesta cultura estadounidense al resto del mundo, al final una cultura sustentada en el plagio y exterminio de la cultura de otros pueblos y atraer también a los artistas latinoamericanos que ya habían sido influenciados por las vanguardias europeas y que ahora eran deslumbrados por las cuentas de vidrio y el fiasco del Expresionismo Abstracto norteamericano.

Entre los cómplices de Gómez Sicre estaba la crítica de arte de origen argentino, Martha Traba, quien ya se encontraba en Colombia promoviendo el modernismo. Ambos, acérrimos enemigos de la Escuela Mexicana de Pintura y el Muralismo. Pero más grave aún, ambos enemigos de la importancia y el papel del arte en las sociedades latinoamericanas que habían consolidado un arte netamente originario. Tal es el caso entre otros de México, Argentina, Perú y la misma Colombia. Sin embargo, estos mismos argumentos formaban parte de su propia tesis de que ya no se podía ni debía concebir una arte nacional sino más bien global.

Si bien la creación de estos dos museos tuvieron el acierto de abrir un espacio más para el arte y marcar una ruta para lo que se conoce como “arte latinoamericano” (concepto que algunos artistas e historiadores le atribuyen a Gómez Sicre), lo cierto es que las palabras coinciden con un arte henchido de identidad pero en la realidad el concepto significa todo lo contrario. Si existe un arte latinoamericano es precisamente por los vínculos identitarios entre nuestros pueblos y no por los valores creados por mercenarios al servicio del capitalismo.

 

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