Ray Bradbury, el hombre que imaginó la conquista terrestre de Marte, le tenía miedo a las alturas. Un accidente que presenció a los 15 años le hizo también temer a los automóviles; siempre recordó la “conmoción terrible” que le produjo encontrarse con un auto partido por la mitad, en el que la mayoría de sus ocupantes estaban muertos o agonizantes.
Cuando el escritor trabajó con John Huston en el guion de Moby Dick (1956), el director lo acorraló una noche frente a sus invitados. Según el realizador y guionista Richard Brooks, la dureza de Houston era equiparable a su generosidad, y en esa cena hizo llorar a Bradbury frente a Humphrey Bogart y Truman Capote, relata en Backstory 2 (Pat McGilligan, Plot, 2000).
Huston les contó que había invitado al escritor a pasar un fin de semana en París. “Ray me dijo: ‘Yo no viajo en avión, ni siquiera sé conducir, Mr. Huston’. ¿No es verdad, Ray? El tipo que escribe todo eso de los cohetes que van a Marte y a Venus, y a todos los demás planetas, ¡no sabe conducir!”.
Aunque Bradbury solo escribió dos cuentos ambientados en Venus, según su biógrafo Sam Weller: “Todo el verano en un día” y “La larga lluvia”, su relación con Marte se remontaba a la niñez, a sus lecturas de Edgar Rice Burroughs, el creador de Tarzán, autor también de una serie ambientada en el planeta rojo.
Crónicas marcianas ha sido definido como un “ciclo de historias novelizado”. En Zen en el arte de escribir (Minotauro, 1995), Bradbury recuerda que el editor de Doubleday, Walter I. Bradbury —con quien no tenía parentesco—, le propuso en 1949 reunir en un libro los “cuentos marcianos” que había publicado en los últimos años. “¿No hay un hilo común escondido? ¿No podría coserlos, hacer una especie de tapiz, medio primo de una novela?”, le preguntó.
Esa noche, Bradbury trabajó hasta las tres de la mañana en la estructura del libro, para el que creó pasajes que permitieran vincular las historias. En 1950, Doubleday publicó Crónicas marcianas en su colección de ciencia ficción… y ahí comenzó el equívoco.
Según la definición de Bradbury, las obras de ciencia ficción narraban un “futuro posible”. Pero esos marcianos que se comunican por telepatía con los humanos y que, tras ser aniquilados por una epidemia de varicela, reaparecen como espíritus fantasmales con máscaras de plata hasta fundirse con sus invasores son producto de su imaginación, pura fantasía. Pertenecen al “arte de lo imposible”, según Weller. Aun así, su supuesta falta de rigor científico le acarreó muchas críticas, señala Phil Nichols, creador del portal Bradburymedia. A esto se suma el hecho de que los defensores de la hard science fiction, apunta E. J. Rodríguez en Jotdown, “siempre tuvieron reparos hacia la ‘excesiva’ carga de lirismo de sus relatos”. Una prosa que el filósofo Gerald Heard y el escritor Aldous Huxley le celebraron sin reparos: “Es usted un poeta”, le dijeron. “¿De veras?”, respondió Bradbury.
A lo largo de los años, señala Nichols, Crónicas marcianas se ha convertido en un texto un poco “inestable”. Bradbury agregó el capítulo de “El desierto” para incorporar el punto de vista de las mujeres —los personajes femeninos son escasos y no tienen relevancia en la trama, salvo quizás la señora K— y eliminó de posteriores ediciones “Un camino a través del aire”, una historia sobre el éxodo masivo a Marte de los negros de Estados Unidos que se adelanta, considera el especialista, al movimiento de los derechos civiles de la década de los 60, pero que se volvió rápidamente obsoleta, según su autor, por lo que prefirió suprimirla.
El escritor modificó también las fechas de los capítulos, que originalmente transcurrían de enero de 1999 a febrero de 2026, para adelantarlas en el tiempo, de enero de 2030 a octubre de 2057. “Como el libro es una fantasía, Bradbury no sintió la necesidad de actualizar la tecnología”, escribe Nichols, “pero sí quiso mantener la historia para siempre en el futuro, fuera de nuestro alcance”.
‘No pienses’
Bradbury nació en 1920 en Waukegan, Illinois, hijo de un instalador de líneas de la compañía telefónica local que, cuando perdió su trabajo, se vio obligado a mudarse con su familia a Roswell, luego a Tucson, y finalmente a Los Ángeles en 1934.
Fue en Waukegan donde Bradbury se encontró a los 12 años, en una “sórdida feria de mala muerte”, con el Señor Eléctrico, cuyo número consistía en recibir descargas de energía azul y armar caballeros a los niños con los rayos que surgían de su espada. “¡Vive para siempre!”, le gritó este ex pastor presbiteriano que creía en la reencarnación y reconoció en el joven Bradbury a su mejor amigo, muerto en Las Ardenas en 1918. “Ya nos conocemos”, le aseguró. Ese fue el catalizador que lo llevó a la escritura.
Tras graduarse de la escuela secundaria en 1938, y al no tener dinero para ir a la universidad —durante cuatro años vendió periódicos en un quiosco—, se impuso la tarea de escribir un cuento a la semana. “Yo sabía que sin cantidad no podía haber calidad”, escribe en la introducción de Memoria de crímenes (1984). De lunes a viernes escribía sucesivos borradores de su historia, y el sábado enviaba a las revistas la versión final. Una producción que el escritor mantuvo durante décadas: de 18 a 32 páginas por semana.
Estimuló su creatividad con lo que llamaba la “fantasía autobiográfica”, aseguró Weller en una entrevista que transmitió el Festival El Aleph. Bradbury indagó en su mente para recuperar recuerdos, a los que agregó elementos sobrenaturales, explicó su biógrafo.
En Zen en el arte de escribir, el escritor relata que durante años escribió listas de sustantivos como una provocación a su inconsciente, confiando en que detonaran una historia. Varias de esas palabras se transformaron en cuentos que publicó en su primer libro, Dark Carnival (1947): “El lago”, “Esqueleto”, “El enano”, “La multitud”, “La guadaña”… La obra, con 27 historias, no tuvo una segunda edición por decisión de Bradbury, consigna Nichols, que prefirió reescribir algunos cuentos, agregar otros, y publicarlos en un nuevo libro, El país de octubre (1955).
“Bien, si alguno de ustedes es escritor, o espera serlo, listas similares, sacadas de las barrancas del cerebro, lo ayudarán a descubrirse a sí mismo, del mismo modo que yo anduve dando bandazos hasta que al fin me encontré”, escribe el autor.
Otro de sus postulados eran dos palabras que veía todos los días en un letrero frente a su escritorio: “No pienses”. Para Bradbury, la reflexión era enemiga de la creatividad: “En la rapidez está la verdad. Cuanto más pronto se suelte uno, cuanto más deprisa escriba, más sincero será. En la vacilación hay pensamiento”.
“El lago” fue el primero de los cuentos de Bradbury incluido en una antología —Who Knocks?, coordinada por August Derleth en 1945— y, según decía, era lo mejor que había escrito en diez años, “una especie de híbrido, algo al borde de lo nuevo”. Esta historia parte de un recuerdo; tenía 7 años cuando un primo estuvo a punto de ahogarse en el lago Michigan. En su cuento es una amiga de la infancia, una presencia sobrenatural, la que regresa de la muerte.
“Lo que para todos los demás es El Inconsciente, para el escritor se convierte en La Musa”, sostiene Bradbury. Experiencias, impresiones, lecturas, paisajes, visiones, olores, sabores, eran la materia prima de sus historias. Uno de sus cuentos más celebrados, “El pequeño asesino”, en el que un bebé cobra venganza de sus padres por haberlo despojado del cálido útero de su madre para lanzarlo al ruidoso mundo, surgió también de su memoria.
Bradbury era capaz de recordar su propio nacimiento, el escalpelo con el que lo circuncidaron, cómo chupaba el pecho de su madre. “Era un bebé de diez meses. Cuando permaneces ese tiempo en el útero desarrollas tu vista y tu oído”, le dijo a Weller. El biógrafo cuenta en su página que cuando un científico lo rebatió con el argumento de que el cerebro de un recién nacido aún no está desarrollado, el escritor le contestó: “Yo estaba ahí, ¿verdad?”. Weller afirma que, con el tiempo, él mismo se convenció de que los recuerdos de Bradbury eran ciertos: “Su memoria era fotográfica y enciclopédica. También era un genio”. Agrega un detalle curioso: el médico que lo trajo al mundo se apellidaba Leiber, como los padres de “El pequeño asesino”.
‘Vida y muerte en México’
Bradbury había cumplido 25 años cuando viajó a México en un viejo Ford V8 con su amigo Grant Beach, una experiencia que marcó su vida y su literatura. En Becoming Ray Bradbury (University of Illinois Press, 2013), el primer tomo de su trilogía biográfica sobre el escritor, Jonathan R. Eller describe en un capítulo, “Life and death in Mexico”, esos dos meses de vacaciones.
Mucho tiempo después, Bradbury aún se refería sorprendido a la “abundancia de oscuridad en el corazón del pleno sol” que experimentó en un país que, según Eller, exacerbó su “miedo latente” a la muerte.
Zimapán, Veracruz, Cuernavaca, Taxco y Acapulco fueron algunos de los lugares que los dos amigos recorrieron. En la Ciudad de México, Braddbury visitó los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros, y quedó fascinado ante los fieles que se acercaban de rodillas al altar de la antigua Basílica de Guadalupe.
Beach enfermó de faringitis y, aunque podía comunicarse en español, esperaba que fuera Bradbury, que no lo hablaba, quien se encargara de conseguirle tanto doctores como medicinas, además de alojamiento y servicio para el automóvil en cada lugar, escribe Eller. Su mal humor era constante.
Dormían en una residencia de estudiantes ubicada en Río Lerma 76, y cuando Beach intentó evitar que mostrara a sus amigos el ejemplar de Mademoiselle en el que aparecía publicado su cuento “El niño invisible”, Bradbury comenzó a sospechar que su molestia no era solo física. Con el tiempo descubrió que Beach era un “escritor secreto” amargado por su falta de éxito, señala el biógrafo.
Bradbury y Beach viajaron a Pátzcuaro para pasar el Día de Muertos, cruzaron a la isla de Janitzio y ahí conocieron a Man’ha Garreau-Dombasle, escritora y esposa del embajador francés en México, quien les sugirió visitar las momias de Guanajuato, ciudad a la que llegaron el 13 de noviembre, después de visitar Uruapan y el volcán Paricutín.
Recorrer las catacumbas en las que se alineaban un centenar de cuerpos momificados causó en Bradbury tal pavor que no quiso hacer el camino de regreso hasta que Beach lo convenció. “¡Me hizo temer la vida!”, le dijo a Eller, mientras que en sus notas de viaje escribió: “¡Las momias! En la catacumba, Cristo, ¡qué horror! Brrrrrr”.
De esa experiencia surgió uno de sus mejores cuentos: “El siguiente en la fila”. Un relato sobre el progresivo deterioro en la relación de un matrimonio estadounidense que vacaciona en México. Tras visitar las catacumbas y caminar entre “los gritos de los muertos”, la mujer se siente cada vez más enferma y teme que, si fallece, su marido decida dejarla junto a las momias. Bradbury exorcizó también ese momento en “La calavera de azúcar”, una historia en la que un viejo torero intenta matar al “turista yanqui” que sale con la mujer de la que está enamorado. El ambiente terrorífico de las catacumbas resurge además en su novela El árbol de las brujas (1972).
Durante décadas, México estuvo presente en sus cuentos. Aparece en “El zorro y el bosque” y “La carretera” (El hombre ilustrado, 1951); “El día de muertos” y “La obra de Juan Díaz” (Las maquinarias de la alegría, 1964); “Un perro viejo tirado en el polvo” (Conduciendo a ciegas, 1997).
Bradbury experimentó también en México una “tensión intercultural”, señala Eller, una frialdad subyacente que sentía lo mismo en la ciudad que en el campo, y que le resultaba escalofriante porque no obedecía a razones personales. “A lo largo de su carrera, escribiría relatos en respuesta a las tragedias gemelas de la pobreza y los prejuicios raciales”, agrega el director del Center for Ray Bradbury Studies de la Universidad de Indiana – Universidad Purdue de Indianápolis (IUPUI, por sus siglas en inglés).
Su odisea mexicana no tuvo un final feliz. Los dos amigos decidieron pasar un día en Ciudad Juárez antes de cruzar la frontera y, cuando Bradbury sobrellenó accidentalmente el tanque de la gasolina, Beach estalló. Estaba cansado de conducir todos los días, y le reclamó cada uno de sus errores. El escritor aprovechó que su amigo dormía la siesta para reunir algo de equipaje y tomar un autobús de regreso a Los Ángeles; le dejó las cosas que había comprado y su máquina de escribir, la primera que había adquirido, en 1937, por diez dólares.
Beach continuó el viaje en su Ford y, al pasar por un puente, se detuvo para arrojar la máquina de escribir de Bradbury a un río.
‘Conservador acérrimo’
Sus historias de ciencia ficción no buscaban ser predicciones, sino advertencias, decía Bradbury. Aun así, que varios de los cuentos de El hombre ilustrado presagiaran catástrofes le acarreó la falsa etiqueta de que estaba en contra del progreso, afirma Nichols. Lo cierto es que nunca aprendió a usar una computadora, consideraba que el correo electrónico era una pérdida de tiempo y sostenía que los ebooks “no son libros”.
Se ha escrito poco sobre el conservadurismo de Bradbury. En una entrevista de 2009 con la Revista Ñ dejó pasmado a su entrevistador cuando se refirió a la llegada de Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos: “Nunca imaginé que iban a cambiar el nombre de la Casa Blanca por el de La cabaña del tío Tom”, dijo en alusión a la novela de Harriet Beecher Stowe que denuncia la esclavitud.
El escritor no ocultaba sus simpatías por el Partido Republicano. En un artículo publicado en Slate tras su muerte, el 5 de junio de 2012, Jeremy Stahl afirma que fue un “conservador acérrimo” en sus últimos años. Recuerda que en 2010 declaró que Ronald Reagan había sido el mejor presidente de Estados Unidos: “Bajó los impuestos y devolvió el dinero a la gente”. También dijo que consideraba a Bill Clinton un “idiota” y al realizador Michael Moore un “jodido pendejo” por haberle robado el título de su novela para el documental Fahrenheit 9/11, mientras que el presidente George W. Bush le parecía maravillos
En una entrevista con La Nación, realizada en 1997, Bradbury afirmó sobre el futuro de la humanidad: “Vamos a tener éxito, pese a los apocalípticos. En los relatos en que tiendo una mirada agobiante sobre la situación del hombre, también concibo siempre una salida, como en Fahrenheit 451”.
Esta novela logró adelantarse al futuro al mostrar una sociedad con personajes como Mildred, sumergida en la falsa “realidad” que le muestran las grandes pantallas de su sala, narcotizada por las pastillas que consume, y un gobierno que miente a su población y hace de la persecución del supuesto enemigo, Guy Montag, un espectáculo.
Es un mundo donde los libros han sido prohibidos porque se consideran peligrosos, y las bibliotecas son quemadas por un escuadrón de bomberos. Esta situación acarrea en las personas una incapacidad para imaginar y recordar, se sobrevive en una existencia monótona y se ignora lo que es la felicidad, como descubre Montag cuando conversa con Clarisse, un encuentro que acelera su toma de conciencia.
La salida que propone Bradbury es una comunidad de proscritos: “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior”. Cada uno tiene la tarea de memorizar un libro. Cuando la guerra termine, escribe Bradbury, esos libros podrán ser escritos de nuevo: “La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad en la que, quizá, debamos repetir toda la operación”.
En “Fuego brillante”, el prefacio que escribió para la novela, Bradbury rastrea la génesis de la historia en varios cuentos: “Bonfire”, en el que imagina “los pensamientos literarios de un hombre en la noche anterior al fin del mundo”, cuando se lamenta de que los autores que admira vayan a ser arrojados a la hoguera; “Bright Phoenix”, en donde un “fanático incendiario” de bibliotecas descubre que los habitantes de un pueblo esconden los libros memorizándolos; “Usher H”, con incendiarios de libros que se reúnen en una casa de Marte, y “El peatón”, que transcurre en un futuro donde está prohibido caminar.
Bradbury escribió inicialmente una novela corta, El bombero (1951), que le costó vender porque era la época del macartismo, y que según afirma se inspiraba en la quema de libros en la Alemania nazi y en la Rusia de Stalin. Era una historia de 25,000 palabras que un editor, Ian Ballantine, le propuso duplicar para publicarla en un libro. Cuando terminó de escribir Fahrenheit 451, “nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura, futura, presente o futura”. Solo Hugh Hefner se atrevió a publicarla en tres entregas; la primera parte apareció en el número dos de su revista Playboy.
En la edición original, de 1953, Fahrenheit 451 está acompañada por otras dos historias: “The Playground” y “And the Rock Cried Out”, debido a que, para publicarla, era necesario aumentar su extensión, que era de apenas 46,000 palabras, escribe Nichols. Pero en la edición de bolsillo de ese mismo año los dos cuentos fueron eliminados y el libro quedó como se conoce actualmente.
Nichols intuye que Bradbury sabía que se trataba de su obra maestra, pues es el único título que pidió esculpir en su lápida. En su tumba del cementerio Westwood Village Memorial Park de Los Ángeles puede leerse: “Ray Bradbury 1920-2012, autor de Fahrenheit 451”.
Silvia Isabel Gámez
Periodista cultural y editora desde hace 30 años. De origen catalán, vive desde que era adolescente en
México. Trabajó durante más de dos décadas como reportera en la sección Cultura del periódico Reforma,
de la que también fue editora. Ha dado clases en Televisa Digital, ha editado informes para Cimac y el ITAM,
ha colaborado en Nexos y el suplemento Confabulario de El Universal. Coordinadora editorial del memorial
Matar a Nadie de la colectiva Reporteras en Guardia e integrante del Grupo sobre Reflexión y Cultura
(Grecu), forma parte del cuerpo docente de la Maestría en Periodismo y Gestión Cultural de la Escuela de
Periodismo Carlos Septién García. Actualmente es editora del sitio A dónde van los desaparecidos.