Charles Manson continúa presente en sitios como https://charliesarts.bigcartel.com/, en el que se comercializan productos como esta tarjeta, creada a partir de una de sus pinturas. Otro portal, http://www.mansondirect.com/, se anuncia como el poseedor de su verdad. (Foto: Tomada de https://charliesarts.bigcartel.com/).

Manson: El enigma sin fin

Charles Manson alguna vez pisó tierras mexicanas. Cruzó la frontera en 1960 para huir de una orden de detención emitida en abril por violar la Ley Mann; se le acusaba de un delito federal: transportar mujeres a través de diferentes estados para su prostitución.

En el libro canónico sobre los asesinatos de Tate-LaBianca, Helter Skelter, escrito por Vincent Bugliosi (Contra, 2019), el fiscal que logró la condena a muerte de Manson y sus seguidores —luego conmutada a cadena perpetua—, no se menciona su periplo por el país.

Manson fue expulsado por el gobierno mexicano como “extranjero indeseable” por la frontera de Laredo y entregado al FBI. Una noticia del Laredo Times del 2 de junio de 1960 lo consignó junto con su primera declaración a las autoridades, en la que se decía “un poco confundido” sobre lo ocurrido en las últimas semanas. Al año siguiente, en julio de 1961, fue enviado a la prisión federal de la isla de McNeil, en Washington.

Manson recordó su paso por México en una entrevista con el periodista David López Canales, publicada en mayo de 2011 en la edición española de Vanity Fair: “La hierba mala no muere. Lo aprendí en Ocho Lagos, en México, muchos años atrás. Pero muy poco. Bandidos del otro lado. Se llama jefe con pistola. Muchos muertos hombres”.

Dijo esas palabras en español y no agregó más. ¿Dónde estaba Ocho Lagos? ¿Era ese el nombre real del lugar? ¿Se relacionó en México con delincuentes o fue testigo de asesinatos? Es uno más de los enigmas que rodean a Manson.

Su estancia en México continúa siendo un misterio, reconoce en entrevista Tom O´Neill, autor de Manson. La historia real (Roca Editorial, 2019). “Eso y por qué Roger Smith quería enviarlo allí”.

Smith era el agente de libertad condicional de Manson en San Francisco, a cuyo barrio de Haight Ashbury se trasladó tras cumplir su condena. Ahí vivió desde marzo de 1967 hasta junio de 1968. Un periodo sobre el que Helter Skelter pasa de largo. 

“Llegó allí como exconvicto y salió como un líder sectario de pelo largo y seguro de sí mismo”, escribe O’Neill en su libro. “Fue en Haight donde empezó a consumir LSD. Aprendió a atraer a personas débiles, sensibles, y a servirse de las drogas para dominarlas. Por otro lado, asimiló los métodos psicológicos en virtud de los cuales sus seguidores harían literalmente cualquier cosa por él”.

A mediados de 1967, Smith intentó dos veces que la junta de libertad condicional permitiera a Manson viajar a México: primero, como músico, en una banda que se presentaba en hoteles, y segundo, como agente de una empresa, Perma-Guard Corporation de Phoenix, para explorar nuevos mercados. Ambas peticiones fueron rechazadas.

Uno de los destinos propuestos para Manson era Mazatlán, registra O’Neill, una ciudad que coincidía con los intereses de Smith, quien en ese tiempo había iniciado para el gobierno federal un estudio criminológico sobre el tráfico de drogas en México.

Cuando el periodista lo entrevistó décadas después, Smith lo acusó de buscar en esa coincidencia “material conspiratorio”.

 ‘Soy el demonio’

En marzo de 1999, después de conducir durante años por las noches un coche de caballos en Central Park, O´Neill se había convertido en un entrevistador de celebridades. Era un periodista freelance que vivía en Venice Beach, Los Ángeles, y añoraba Nueva York.

Un día después de cumplir 40 años recibió el encargo de hacer un reportaje para la revista Premiere sobre los asesinatos de Manson. Se conmemoraban 30 años de los crímenes y querían que investigara sus repercusiones en Hollywood.

En Había una vez en Hollywood, la nueva película de Quentin Tarantino, el personaje de Manson —interpretado por Damon Herriman— apenas aparece en pantalla, pero su presencia amenazante se extiende en la trama: en las referencias de los miembros de la Familia —la comuna hippie que formó en el rancho Spahn— y en la mente del espectador.

O’Neill era consciente, como Tarantino, de la sensación ominosa que producía el nombre de Manson. Ni la brutalidad de los crímenes ni la celebridad de las víctimas son suficientes, plantea Bugliosi en Helter Skelter, para justificar la fascinación que todavía despiertan los asesinatos de Tate-LaBianca.

Una posible razón es que se trata, escribe el fiscal, del “caso de asesinato múltiple más estrambótico de los anales del crimen”. A esto se suma el hecho de que el apellido Manson se ha convertido en una metáfora del mal, agrega, y eso ha transformado a su portador en “un ser de proporciones mitológicas”.

La aparente locura de Manson, la esvástica grabada en la frente, el gesto de poseso, forjaron su leyenda, al igual que sus palabras delirantes: “Si habla usted de mí presénteme como un rufián, como el hombre más ruin del mundo: presénteme como el demonio”, le dijo a los periodistas John Gilmore y Ron Kenner, autores de La gente de la basura. Relato de Charles Manson (Extemporáneos, 1972).

En un reciente artículo publicado en The Washington Post, Tom O´Neill recuerda que a Manson nunca se le diagnosticó una enfermedad mental. Un par de especialistas que lo conocieron afirmaron, uno, que era psicópata, y el otro esquizofrénico. (Foto: Tomada del Instagram de @charlesmansonproject).

Después de recibir el encargo de Premiere, O’Neill pensó que en tres meses podría tener listo el reportaje y quizá regresar a Nueva York. Pero cuando empezó a investigar, recibió casi 40 negativas a hablar sobre el caso. “Veinte años después”, escribe, “la crónica no está terminada, la revista ya no existe y yo sigo en Los Ángeles”.

Manson. La historia real es el relato de la obsesión del periodista por hallar la verdad de lo sucedido la noche del 8 de agosto de 1969 en el 10050 de Cielo Drive, cuando Charles Tex Watson, Susan Sadie Atkins, Patricia Katie Krenwinkel y Linda Kasabian irrumpieron en una pacífica velada, vestidos de negro y armados con cuchillos de caza y una pistola calibre 22,  para asesinar a un grupo de personas que ni siquiera conocían: la actriz Sharon Tate, embarazada de ocho meses; el inmigrante polaco y “director de cine en ciernes” Wojciech Voytek Frykowski; su novia Abigail Folger, heredera de una empresa millonaria de café, y un célebre peluquero, Jay Sebring.

“Soy el demonio, y estoy aquí para hacer la tarea del demonio”, le dijo Watson a Frykowski al tiempo que lo encañonaba. Seguían órdenes de Manson; nadie debía quedar vivo. Antes de entrar mataron a un estudiante de 18 años, Steven Parent, que se los encontró cuando salía de la propiedad, tras intentar vender un reloj despertador al conserje que vivía en la casa de invitados.

Una vez concluida la masacre, Atkins escribió en la puerta de la entrada Pig (Cerdo) con la sangre de Tate cuando Watson le pidió anotar algo que “asustara al mundo”.

En la madrugada del 10 de agosto, conducido por Manson, un grupo formado por Watson, Krenwinkel y Leslie van Houten asesinó, en el 3301 de Waverly Drive, al empresario Leno LaBianca y a su esposa Rosemary. Antes de irse, escribieron con sangre en las paredes “Muerte a los cerdos” y “Alzaos”, y en la puerta del refrigerador el título de una canción de los Beatles: Helter Skelter, mal escrito, pues pusieron Healter.

Aunque Manson negó su participación en los crímenes, en el juicio se evidenció el control que ejercía sobre los miembros de la Familia. Su filosofía proclamaba que los seres humanos eran dios y el demonio al mismo tiempo, y cada uno formaba parte de los demás. “Matar personas estaba bien”, escribe O’Neill, “pues la vida humana carecía intrínsecamente de valor. (…) Si acaso, la muerte era algo que había que aceptar de buen grado, pues exponía tu alma a la unicidad del universo”.   

Los integrantes de la Familia, que se calculaban entre dos y tres docenas, habían vivido con Manson solo dos años, tras un viaje desde San Francisco en un autobús que, tras cruzar varios estados, recaló en el rancho Spahn. En ese tiempo, agrega el periodista, “Manson había logrado una sumisión extrema”.

En La gente de la basura, Carl Foster, uno de los miembros de la Familia, asegura que el control de Manson se extendía a sus emociones, a las drogas que consumían y a su actividad sexual. “Las muchachas se arrastraban a sus pies. Tal como suena. Charlie las programaba como lo haríamos con una computadora. Introducía sugerencias en sus cabezas, sin que ellas se dieran realmente cuenta de que lo estaba haciendo”. Les decía, por ejemplo, “necesito dinero”; no les pedía que robaran, pero eso quería que hicieran. Y salían a cumplir sus deseos.

Nadie ha explicado cómo Manson, con una escasa formación académica y media vida pasada en prisión, logró desarrollar esta capacidad de control, escribe O’Neill: “Al margen de si ahí hubo mucho lavado de cerebro o solo una fuerte coacción, los hechos eran inapelables: lo había hecho él. Nadie más que él. Esto sigue siendo el misterio más persistente del caso. El que me desvela por la noche”. 

En su investigación, el periodista dedica un capítulo al periodo de Manson en San Francisco, y su paso por la Clínica Médica Gratuita de Haight Ashbury, donde se hacían estudios sobre el efecto de las drogas financiados por el gobierno, y en la que comenzó a desarrollar delirios por el consumo de LSD.

O’Neill descubrió que en la misma clínica tenía un despacho Louis Jolyon Jolly West, un psiquiatra relacionado con el programa de investigación sobre control mental de la CIA, MKUltra.

La sugestión inducida por el LSD era parecida a la de la hipnosis. MKUltra se proponía implantar recuerdos falsos y suprimir otros verdaderos, y crear “asesinos hiperprogramados”. La CIA había querido conseguir con este programa, escribe O’Neill, lo que había logrado Manson con las mujeres de la Familia.

El periodista plantea una idea inquietante cuando le pregunta al psicólogo forense Alan Scheflin, especialista en el tema, si los asesinatos de Manson podrían ser un experimento de MKUltra que había salido mal. “No —contestó—, de un experimento de MKUltra que había salido bien”.

El periodista en su casa de Venice Beach rodeado del material que acumuló en su investigación, que sumó ciento noventa carpetas con documentos, más de doscientos casetes grabados y trescientos libros con fragmentos subrayados. Desde 2016, trabajó con Dan Piepenbring en la redacción del libro. (Foto: Tomada del Instagram de @chaoscharlesmanson).

Hechos ficticios

Hubo un momento en su investigación en que O’Neill se dio cuenta de que nunca sabría la verdad de lo ocurrido. Decidió entonces publicar solo aquello que pudiera documentar y centrarse en desmontar la verdad oficial defendida por Bugliosi.

En su primera entrevista, el fiscal confiesa a O’Neill que, contrario a lo que escribió en Helter Skelter, la cinta de video que la policía halló en la casa de Cielo Drive no mostraba a Tate haciendo el amor con su esposo, el director de cine Roman Polanski, sino a la actriz teniendo relaciones sexuales con dos hombres. Le había pedido a los agentes dejar la cinta donde la encontraron, para no empañar el recuerdo de Tate ni causar un mayor daño a su viudo. “Roman era un psicópata”, le dijo Bugliosi al periodista. “La obligaba a hacerlo”.

Esta nueva información desató en O’Neill el interés por hallar otras pistas. “Si él había cambiado un detalle del caso, ¿habría podido cambiar otros? Esta pregunta fue recurrente a lo largo de toda la investigación”, escribe en el libro.

De las 500 páginas de Manson. La historia real no surge una revelación, pero queda claro —como apunta O’Neill— que “buena parte de lo que aceptamos como hechos es ficción”.

En el juicio, Bugliosi estableció como el principal móvil de los asesinatos “la obsesión fanática” de Manson por Helter Skelter. En esta canción de los Beatles, dijo al jurado,  creyó escuchar la instrucción de que debía iniciar una guerra racial. Los mensajes escritos con sangre pretendían hacer creer que los negros eran culpables de los asesinatos.

“En su mente retorcida”, expuso Bugliosi, “pensaba que eso iba a empujar a la comunidad blanca a volverse contra la negra, lo cual a la larga llevaría a una guerra civil entre negros y blancos”. Una revolución de la que saldrían triunfantes los negros, según Manson, pero cuando llegaran al poder, se darían cuenta de su inexperiencia y le cederían el mando a los blancos que se salvaron de la hecatombe: Manson y su Familia.

“Los negros se alzaban y aniquilaban a la raza blanca”, escribe Bugliosi, “con la excepción, eso sí, de Charles Manson y los seguidores elegidos, que pensaban escapar del Helter Skelter yendo al desierto a vivir en el pozo del abismo, un lugar que Manson extrajo de  Apocalipsis 9, un capítulo del último libro del Nuevo Testamento”.

Charles Guenther, uno de los detectives del caso, le contó a O´Neill que en la policía nadie se creía el móvil de Helter Skelter. Recordaba que los crímenes se habían desatado después de una llamada que Bobby Beausoleil —acusado del asesinato de Gary Hinman— hizo desde la cárcel al rancho Spahn: “Necesito ayuda. Dejad una señal”.

Manson ordenó matar a Hinman, un profesor de música, diez días antes de los asesinatos de Cielo Drive, después de que tras torturarlo varios días, no encontraron el dinero que pretendían robarle. En la pared de su casa dejaron escrito con sangre Political piggy (Cerdito político).

En 1973, Truman Capote entrevistó a Beausoleil en la cárcel de San Quintín, una charla que aparece en Música para camaleones (Bruguera, 1981). Cuestionado por el escritor, reconoce que los asesinatos de Tate-LaBianca fueron crímenes por imitación con el propósito de exculparlo de la muerte de Hinman. Aunque en el momento la policía no los relacionó, cuando se presentó esta versión en el juicio, fue rechazada.

“Si un miembro de nuestra Familia se encontraba en peligro, no lo abandonábamos”, le dice Beausoleil a Capote.

O’Neill considera que Bugliosi fue el “instrumento de alguien con más poder” que le pidió imponer la tesis de Helter Skelter. Pero si era mentira, ¿por qué Manson no la rechazó?

“Porque sabía que iría a prisión de cualquier manera y no entendía lo que estaba sucediendo”, responde el periodista. “También quería ser representado como un líder del tipo mesías mágico en la prensa y permanecer en prisión, donde siempre quiso estar”.

Manson relata en La gente de la basura que en 1967, cuando lo liberan con 32 años, no quería abandonar la cárcel, que para entonces se había convertido en su hogar. Su cuerpo estaba encerrado, decía, pero su mente era libre. “Yo me di cuenta de que estaba mejor en el presidio porque ¡era libre!”.

Manson. La historia real es también el relato de las dificultades, las dudas, los problemas económicos que enfrenta O’Neill durante su investigación. “Por mucho que hurgara en la historia, no sabría nunca qué había pasado realmente. De hecho, las principales partes de mi investigación solían contradecirse entre sí”, escribe, y expresa su temor de convertirse en un nuevo teórico de la conspiración.

La pregunta recurrente que le hacían, la que más detestaba, era precisamente esa: ¿qué sucedió verdaderamente? “La respuesta pura y simple es que no lo sé. Me preocupa que, en cuanto especulo, desautorizo el trabajo que he realizado”, confiesa en su libro.

En el camino encontró pruebas que podían apuntar en diversas direcciones: un trapicheo de drogas que salió mal —Sebring y Frykowski tenían relación con narcotraficantes—, una operación relacionada con el papel de Manson como posible confidente de programas de inteligencia como Cointelpro de la CIA o Chaos del FBI, lo que de ser cierto explicaría por qué, a pesar de sus múltiples infracciones, nunca fue arrestado ni le fue revocada la libertad condicional entre 1967 y 1969.

O´Neill entrevistó a Manson en 2000. Piensa que pudo haberle hablado en clave. Le dijo que tras los asesinatos había “un montón de dinero” y que la “Armada de Estados Unidos” manejaba los hilos. Los otros miembros de la Familia que permanecen en prisión se negaron a hablar con el periodista.

Manson falleció en 2017, escribe, convertido en un inofensivo icono de la crónica negra. La plena dimensión del mal que representa, agrega, no está en lo que se conoce. “Está en lo que no sabemos”.

Después de 20 años, en los que muchas veces pensó en abandonar la investigación, O’Neill adelanta que habrá un segundo libro con sus hallazgos. “La perseverancia vale la pena”, concluye, “y el periodismo de investigación apenas existe en los Estados Unidos”.

28 de agosto de 2019.

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