Tratar de enseñar a una persona cómo ver las cosas es como intentar decirle, paso por paso, cómo enamorarse o cómo disfrutar de su vino favorito. “O lo hace o no lo hace, no hay más que hablar”, sentenció, al respecto de la capacidad de observación, el escritor, pensador y naturalista estadounidense John Burroughs (1837-1921) en su hermoso ensayo El arte de ver las cosas, publicado hace más de siglo y medio.
Los secretos del buen observador están escondidos en una mecánica bastante simple —no fácil– y que no puede transmitirse mediante normas y preceptos. Es más bien, explica Burroughs, “un componente esencial en el ojo y el oído, es decir, de la mente y el alma, de los que éstos son sus órganos”. El arte de observar no puede enseñarse, no está en un manual, no existe un instructivo para adquirirlo. Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar que la mayor parte de la gente carezca de esta sensibilidad, herramienta que, por otro lado, quizá tenga alguna utilidad, pero casi nadie echa de menos.
Es así como me he topado con diversas curiosidades que viven en la ciudad, al paso siempre presuroso de las personas, pero que casi nadie considera que tengan algún valor más allá de lo anecdótico. Para muchos, esas curiosidades forman parte del paisaje desde siempre. Y si un día ya no están, ¿a poco estaban ahí?
Pongamos un ejemplo para abrir este espacio de naturaleza fisgona: hace unos meses circulaba en taxi por la avenida Pantitlán, en Ciudad Nezahualcóyotl, ese municipio mexiquense de larga tradición popular y uno de los más poblados del país. En el cruce con avenida Cuauhtémoc, a la altura de la colonia Volcanes, existe un peculiar y desvencijado anuncio en el segundo piso de un edificio comercial de tres pisos. El letrero dice con mayúsculas: FOTOS DE DIFUNTO URGENTES EN 24 HORAS. La frase se encuentra entre dos fotografías retocadas en las que aparecen, con su aura lumínica artificial, dos personas ya fallecidas, una por lado: un señor de unos 45 años con gesto impertérrito que tiene a su izquierda a un apacible Jesús de Nazareth y una dulce anciana de cabello plateado, acompañada por la figura de San Francisco de Asís. Así es como los retocadores trabajan: ponen a los muertitos al lado de una imagen celestial. Para los deudos, supongo, esa foto burdamente truqueada es una especie de garantía de que el alma de su familiar no baila sobre la lumbre del infierno, sino encima de una angelical, mullida y blanquísima nube.
En fin que, debido a la impresión que me causó el anuncio de marras, le tomé una foto con mi teléfono celular. Ya con la imagen guardada me pregunté varias cosas: ¿el negocio seguirá funcionando, quién acude a él? ¿Cuándo apareció en México esta modalidad de retocar difuntos? ¿Con qué equipo se lleva a cabo el retoque? Y sobre todo: ¿Quién a su paso por esa transitada vialidad levanta la vista y observa el letrero? Si hay personas que lo han visto, ¿cuántas de ellas considera acudir al local a pedir el servicio? ¿Cuántas lo echaran de menos cuando un nuevo propietario lo arranque tras tantos años de servicio?
Yo, personalmente, tenía una referencia sobre este tipo de necrológico oficio luego de leer Arenas movedizas, la autobiografía del célebre narrador sueco Henning Mankell (1948-2015). En un pasaje del libro publicado un año antes de su muerte, Mankell hace referencia a un retrato al óleo que Jonas Durch pintó en 1770. En el cuadro aparece una familia completa, pero lo sobrecogedor de la pintura es que en ella aparecen no sólo las personas vivas, sino también los niños que para el momento de la creación del cuadro estaban muertos. Todos los niños –los que respiran y los difuntos– están reunidos alrededor del padre y de la madre. Varones por un lado, mujeres por el otro. Los vivos, describe Mankell, “dirigen la mirada al espectador. Hay varios que sonríen con reserva, quizá con timidez. Pero los niños muertos están retratados con la vista apartada a medias o con la cara parcialmente oculta tras la espalda de los vivos. De uno de los niños muertos sólo vemos el pelo y un ojo. Es como si se esforzara desesperadamente por estar con los demás”.
Estos ritos fúnebres para preservar la memoria familiar a través de una imagen retocada me parecen añejos y solemnes, pero también francamente aterradores. Y ustedes, amables lectores, ¿tienen fotos o retratos de difunto en casa?