(Imagen: Shutterstock).

 

Varias veces he recurrido a una declaración de Paul Tolila que obtuve en una entrevista en 2014.

En ocasión de un Encuentro de Cultura en San Luis Potosí, en los tiempos de Juan Carlos Díaz Medrano como director de Desarrollo Cultural del gobierno estatal, le pregunté al académico francés cuál era la relación entre el Estado y la comunidad cultural. Eran años de la administración de Francois Hollande.

Me dijo: “El problema de los artistas es saber si el Ministerio de Cultura tiene un buen presupuesto, eso es lo que les interesa. Ellos nunca hablan de cultura, hablan de dinero. Cuando vemos un buen presupuesto y a un presidente culto, los artistas están contentos”.

De la posrevolución mexicana al 2018, las comunidades culturales transitaron en un diálogo parecido con el Estado, como garante cultural, y su figura primordial.

Se dio hablando de presupuestos para las instancias culturales, para no pocos negocios con bienes y servicios culturales, con mandatarios cultos, otros pragmáticos y unos más ignorantes, estrechando de los mismos sus manos suaves, como eludiendo sus puños desde el poder político, unos sexenios más contentos que en otros, celebrando avances, acumulando rezagos.

Ese Estado de lo cultural, lo que bien o mal le dio esencia así como le constituyó, tiene final en el régimen lopezobradorista.

Por ello se vive un estado de orfandad que se torna brutal para una tradición de casi un siglo.

Salvo las excepciones que rompen la regla, a nivel nacional se experimenta una lejanía de la figura presidencial con los asuntos más apremiantes del sector, de su diversidad de grupos e interlocutores.

Se sabe que no hay diálogo posible con López Obrador para hacer enmendar decisiones, en ellas las del dinero público dirigido al sector.

Se siente con crudeza no solo la lejanía con los liderazgos de la llamada cultura nacional (en ellos los de la ciencia) también el menosprecio, la burla y no pocas veces, al ser contradictor que la polémica convierte en insulto.

Del pasado que se reconocen tantas malas herencias, al momento que cursa el régimen morenista, resulta incomprensible para una mayoría de los actores de la cultura que en el afán de disminuir la pobreza y de acabar con la corrupción, se genere una gestión de la política cultural pobrísima, encabezada por una suerte de politburó.

Que la ahora clase dirigente del aparato cultural amloista use el poder del presidente para hacer de las suyas, evadir responsabilidades y congratularse de su pobrísima autoridad, de la precariedad de sus acciones, de la marginalidad de sus empeños.

Sin proyecto, sin dinero, sin presidente para dialogar, sin ministerio (secretaría, pues), a las comunidades culturales les reparten las migajas de lo que se destina a megaobras y a los pobres, cuyos merecimientos por tanta injusticia nadie pone en duda.

En esa ruta de nación, donde la cultura es un grito mesiánico de orgullo simbólico antes que factor de desarrollo, hay quienes se sienten felices.

Otros serán pacientes, esperando resultados de la cuota impuesta.

Lamentablemente no pocos se quedarán atascados y perderán las riendas de su destino.

Pero a muchos más les queda la opción de olvidarse del Estado (cultural o no) convirtiendo el ajuste histórico en oportunidad de reinvención.

Cierto, hay quienes miran de soslayo estas situaciones y no detienen su contribución al ser cultural de México.

Share the Post: