El viaje> por Guillermo Arreola

Empieza así: quisiera decir de lo que me gustaría, pero al instante me arrepiento y aparece entonces en mi horizonte visual algo semejante a un paisaje zumbón, un torrente de colores fundiéndose, el contorno de algún objeto, la probabilidad de lo imposible: la aprehensión de una estela de humo, la sombra de una sombra. Surge enseguida la necesidad impostergable de que mis manos viertan sobre una superficie esa especie de teatro embrionario. Esta es la forma en que identifico el principio de pintar. Una vez dentro de la tela o el papel puedo sentir cómo el tiempo, más que disolverse, se atempera y los materiales exigen abandonar su inmovilidad. Todo esto es para mí como zambullirse en un mar embravecido que conforme lo va alojando a uno se va tornando en pura calma, o en un no pensar. Sea como sea, percibo la actividad de pintar como una posibilidad única de reconocerse las manos, de que el ojo recupere su propio ritmo, y así desyerbar el fulgurante éxtasis del color negro que crece en la quietud del color blanco, al que, dicho sea de paso, considero el más oscuro de todos los colores.

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