Los comederos callejeros de Los Agachados en el México de inicios del siglo XX. (Imágenes proporcionadas por el autor).

 

A mi estimada chef Sylvia Kurczyn,

por su amor y dedicación a la comida mexicana.

 

A comer pancita,

con los agachados,

que vengo bien crudo ¡ay¡

-De todo tengo siñor…

la tiene suave y bien calientita,

con su callito sabroso y gordito…

Tin Tan y Marcelo

 

CIUDAD VICTORIA. Mi primer contacto con Los Agachados, sucedió en los años preparatorianos a principios de la década de los setenta, gracias a las historietas del caricaturista Eduardo del Río Rius. Después me enteré sobre la aplicación de esa palabra a determinadas fondas, puestos de tacos, guisanderas y expendios ambulantes de cualquier variedad de comida popular, donde se congregaban léperos, pordioseros, prostitutas y desempleados.

El panorama se amplió cuando leí el libro Memorias de mis tiempos (1828-1849) de Guillermo Prieto, quien dedica varias líneas al Callejón de Los Agachados, pordioseros y  populacho vil de malos modales que asistía cotidianamente a pulquerías y fondas por el rumbo a las calles de Balvanera y Portacoeli: “… allí gente sucia y medio desnuda, en cuclillas o de plano, hervía alrededor de cazuelones profundos con piélagos de moles, arvejones, habas, frijoles y carnes anónimas e indescriptibles, no para recordarlas por los racionales”. Algunos comercios, tenían bancas donde los clientes se acomodaban a disfrutar el contenido de aquellas grandes ollas tiznadas por su exposición a las brasas.

La inquietud acerca del asunto trascendió aún más al encontrar en la hemeroteca un diario de 1845 que describe la existencia de comedores al aire libre cerca de la Catedral Metropolitana: “Los callejones de este Colegio Seminario son tan inmundos y apestosos a orines que el que anda por ellos, no echa menos el Callejón de los Tabaqueros o por otro nombre de Los Agachados…”.

Acerca de su nomenclatura, vale decir que existe otra referencia consignada en El Monitor Republicano -marzo de 1851-, relacionada con las fondas de los agachados en la Ciudad de los Palacios, como calificó Humboldt años atrás la ciudad de México. La fama de estos sitos, trascendió al Callejón de los Mecateros y Mercado del Volador donde la gente concurría a ingerir a ras de suelo, los no muy sagrados alimentos surgidos de los fogones. Dicha comida de bajo costo se ofrecía “… a la parte más infeliz y más miserable de nuestro pueblo”.

A decir de la noticia, en ese lugar era necesario la presencia de una policía sanitaria, para evitar la venta de alimentos putrefactos. No resulta difícil imaginar el variado menú a disposición de los comensales, quienes animadamente inclinaban el torso alucinados por las tortas compuestas, enchiladas, tacos de tripa gorda, chimole, caldos, frijoles, mole de panza, chicharrones, barbacoa, pancita, tamales, migas con venas de chile, vísceras y cualquier antojito sofisticado salido de los anafres callejeros, capaz de curar una cruda a cambio de una indigestión.

Demasiado célebre debieron de ser estos lugares, que su nombre aún permanece en la memoria de los mexicanos. Sobre todo, cuando asistimos a las taquerías que operan alrededor de los mercados y plazas de bajos fondos. Gracias a las crónicas urbanas y vena humorística del Caballero Amberes colaborador del periódico El Nacional, es posible imaginarnos los comestibles y bebestibles del México real a principios del siglo XX. En sus escritos, Los Agachados ocupan un espacio importante: “… desde antes que se conociera la democracia, el sufragio efectivo y la no reelección, desde los tiempos de la crinolina y del augusto señor de la Barba Florida, existía en México alegres y dicharacheros lugares que el vulgo con su ingenio acostumbrado bautizó felizmente con el remoquete de Los Agachados”.

 

Comer variado, a muy bajo costo y lo que fuera bueno…

 

“¿A dónde vas a comer ahora? -Es todo un conflicto, pero siempre leal a mi bolsillo, iré a Los Agachados. Te invito”. El hambre y jodencia aniquilan la vergüenza y el orgullo, por ese centro del buen comer de platillos exóticos. En este callejón sin salida donde también operaban tabernas y pulquerías, desfilaron para saciar su apetito estudiantes pobres, periodistas “explotados por Rafael Reyes Spíndola” director de El Imparcial, oficinistas, poetas, escritores, soldados, toreros, cómicos y aprendices de políticos.

Las fondas de los agachados, no fueron exclusivas de la capital del país. Roldán Peniche Barrera afirma en su libro Yucatán insólito (2003) que en 1845 existía cerca de la plaza principal y el mercado de Mérida, un lugar donde asistía la gente de escasos recursos económicos. Más todavía, a principios del siglo XX, funcionaban este tipo de comederos en el Mercado de San Juan de Dios de Guadalajara.

Vale decir que a través del tiempo, el concepto de estos establecimientos se ha modificado. Actualmente no representan aquellos escenarios de un decreto de 1867 donde las fondas y cafés se clasificaban con fines arancelarios: “… bajo iguales reglas, y con las mismas cuotas exceptuándose los figones que sólo pagarán un peso mensual. Se entiende por figones, las pequeñas fondas situadas en una sola pieza exterior o interior y en que sólo se venden alimentos para las personas pobres”. En ese tiempo en la Fonda del Comercio de la calle Tacuba, una comida de seis platillo, pulque, cerveza o copa “al estilo del país y extranjero” costaba tres reales.

Ya ven que el hambre es canijo/Pero más el que lo aguante

“Ya ven que el hambre es canijo/Pero más el que lo aguante”, dice la canción La mesera de Los Alegres de Terán. Ha transcurrido casi dos siglos de aquella crónica escrita por Guillermo Prieto, mientras el término los agachados continúa vigente gracias a la ingesta de alimentos que venden en lugares al aire libre. Después de todo, resulta difícil sustraerse a las delicias de los antojitos mexicanos, nuestra auténtica comida rápida.

 

“En una fonda chiquita que parecía restaurante…”, cantan para hacer honores a Los Agachados. (Imagen tomada de sanborns.com.mx).

 

La alcancía de Pali

(Ilustración de Pali: Víctor Sulser).

 

 

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