Mariana y Angol, en 1998-1999, en la casa de Villa de Cortés. (Imágenes proporcionadas por el autor).

 

Así es, después de 15 años te sigo llorando, Angol. La brutal imagen de nuestra última mirada, no deja de regresar con fiereza. Es un golpe que va y viene en el permanente duelo.

Llegar a ti involucró un largo peregrinar. El puerto de arranque fue la barriga de Balín, el portentoso bóxer que me abrió las entendederas al tramado emocional que se crea con un perro, con la mascota de la casa, con ese ser incondicional en que se convierte. El recuerdo que conservo revela la comunión, el hito fundacional de una aspiración.

El sitial de Balín permanece tras seis décadas: noble, obediente, carismático. Su sola mención entre los hermanos que quedamos vivos, invoca su andar juguetón en el patio de la casa, con cinco varones bajo el mando de Luz María y Manuel Humberto.

En efecto, ellos edificaron las condiciones para que, con los años, nuestro hogar contara casi de manera permanentemente con ese hermano perruno, el perrhijo infaltable a pesar de los pesares que causaba cada fallecimiento.

Vino entonces el Badedas, un personaje irreverente y de incontrolable vejiga. Tengo la estampa de mis padres ante una orinada más en las cortinas del comedor. El penetrante olor que generaba, tan difícil de erradicar con una lavada, pues al haber alfombras en uno y otro piso, épocas sin croquetas y sin detergentes fabulosos, carajo, qué friega.

Con toda la pena, mi padre le encontró refugio con algún cliente en cierta morada provista de espacios abiertos. Así el Badedas siguió regando de pipí la tierra, sin mayores consecuencias sanitarias y sociales, hasta el último día de su vida.

Cuando llegó el dálmata bautizado como Júpiter, era yo un adolescente, bien recordarás que te referí, querido Angol. El arribo fue genuinamente apadrinado por nuestro hermano Fernando, quien murió en 2015, cuyo desbordante amor día a día, sentó un proceder inolvidable.

 

Los hermanos Fernando (izquierda) y Jorge, de 3 y 6 años, en Chapultepec, con Balín.

 

A pesar de que nuestro hermano Carlos cursaba para médico veterinario, nunca se optó por adiestradores caninos. La letra, la palabra, la enseñanza, a gritos, periodicazos y acciones milagrosas entraba para dar forma a la obediencia. En una de esas pruebas a las que hay que atreverse, Júpiter terminó su corta vida atropellado.

Ahí Fernando con el cadáver de su perro entre los brazos, de nuestro Júpiter. Muchos años después, diré en rápido agregado, Bruno -combinación de dálmata y pointer- colmó los amores del hermano. Bruno quedó huérfano al morir su figura señera, mostrando hasta el día de hoy una entereza increíble, decidido a partir sin necesidad de empujarlo a su conversión en cenizas.

Costumbres, rituales, aventuras

El drama vivido encontró su salvoconducto, el cauce, en muy corto plazo, con la aparición de otro dálmata, el genial Pecas. Su limpia, sanadora y vivaz compañía se truncó por un mal cardiaco siendo de mediana edad. Y lo vuelvo a decir sin exageración, Angol: de las poquísimas ocasiones que vi a mi padre llorar, fue cuando Pecas dejó de vivir, rodeado por todos los suyos en la sala de la casa. No en vano se le enterró en el jardín del frente.

Lagrimear, soltar el dolor, resistirse a los paliativos. “¿Qué hace esta mugre aquí?” solté, furioso, al ver una perrita pequinés en el patio. Aunque habían corrido meses, me resultó intolerable la sustitución que esa presencia sugería.

Doña Margarita, la nana de tantos años, justificó el rescate de la perrita callejera, me mandó por un tubo, se alió con mi madre, metieron en control a mi padre y el resto de la parvada dio entrada triunfal a quien por más de dos lustros construyó un enorme prestigio: la mugre.

Lo pequeña favoreció lo que antes era imposible por el empaque de los antecesores. La mugre se instaló en la cama de mis padres en todo momento y a la hora de pasar las noches. Por supuesto, no en pocas ocasiones se acomodó conmigo; en invierno, debajo de las cobijas.

El reinado pudo llegar al más largo trecho lleno de honores y la mugre mereció su morada eterna en el jardín de la casa de Cuernavaca, ubicada en el condominio Los Zanates.

 

Una institución canina llamada mugre, con su familia. De izquierda a derecha, Humberto, Manuel Humberto, Fernando y Luz María.

 

Le pregunto entonces a mis hermanos Humberto y Carlos, que tanto te admiran, Angol (como también lo hizo Jorge, que murió en 2020, y por supuesto Fernando) que me ayuden a aclarar las alegrías que nos dieron otros perros que, sin ser nuestros, nos acompañaron en ciertas residencias que, de chicos, tuvimos en la ciudad del cuerno de la vaca.

Un tal Solovino, un mestizo, me dice Carlos (los canes mal llamados “corrientes”), en la casa de Tabachín, pero ante todo tengo en la memoria las fiestas que nos hacían dos de esa especie, el Telele y el Juat, cada visita a la casa “de la carretera”, por estar ubicada a unos kilómetros de la entrada de Buenavista, cerca de Santa María, en la carretera “vieja”. Los mestizos pertenecían al cuidador, pero fueron tan de nosotros también.

He mencionado a Jorge, añorado Angol. Con él vivimos una experiencia límite. No alcanzamos a precisar la fecha del acontecimiento. Resulta que el hermano se conmovió al ver una perra callejera, con el detalle de estar preñada.

Claro, se le adoptó con todas las de la ley. Y vino la desgracia días después: la perrita, faltaba más, de nombre Reina, falleció tras dar aliento a la camada de ocho cachorros.

No nos doblamos: los Cruz Vázquez, con otras ayudas solidarias, nos dimos a la tarea de alimentarlos. Salieron adelante y se dejaron en buenas manos. Cierto, no tengo la respuesta: no se quedó ninguno de ellos.

Ir y venir en la vida

Volvamos al hilo central, Angol. Si mi padre lloró la pérdida del Pecas, mi madre no se quedó atrás y del serial de compañías perrunas, la muerte que le pegó durísimo fue la de la mugre. Por ello, sus nietas Tita y Luz Aurora, hijas de Humberto, se dieron a la tarea de buscar un digno sustituto.

Y fue digna, una nueva chamaquilla, una popular salchicha, negra y por alegrona, se quedó así denominada: la negrita. La chica estuvo a punto de no aposentarse, pues en un titubeo de esos del orden emocional a la hora de valorar conveniencias, de pronto fue a dar a otra casa, a la cual se le pidió la devolución del obsequio, cuando los dioses dijeron “venga la negrita”.

 

La historia familiar de una leyenda llamada Angol. Vista al certificado.

 

Su sello imperecedero vino por ser la leal -literalmente como en amplitud de alcances- de mamá y papá. La negrita se convirtió en custodia de su vejez y en obsesión, sobre todo, de mi madre, al quedar viuda en 2004.

Entre su fisonomía, su naturaleza, el sedentarismo y la abundante como inadecuada alimentación, la negrita se fue extinguiendo. También es cierto que por la avanzada edad de mamá, su muerte se enfrentó ante todo con la resignación propia del anciano.

Vaya que te quisieron Luz María y Manuel Humberto, Angol. Por ello, quienes leen esto, sepan lo siguiente.

Entramos a la residencia de la Embajada de los Estados Unidos en Chile, en algún momento del segundo trimestre de 1996, recién llegados a Santiago. Al lado de Rocío, fuimos a conocer a una amiga de mi hermano Humberto, Alicia Rodríguez Almada, esposa del entonces embajador Gabriel Guerra-Mondragón.

No solo iniciábamos matrimonio, también arrancaba mi labor como agregado cultural en la Embajada de México. Son también los meses del embarazo que, después de cuidados extremos, nos dio a nuestra hija, Mariana de los Ángeles, el 17 de marzo de 1997.

En una de las visitas a Alicia, de pronto mis ojos se toparon con el gallardo paso de Lorenza. Una perra labrador retriever negra, sencillamente imponente, bellísima. Mi reacción tuvo una respuesta inesperada: “En unos meses tendrá su camada ¿quieres uno?”.

Una cosa es el perro de la familia y otra el que elijes en un momento determinado. Ni le consulté a Rocío. El impulso fue contundente. En principio pensé en el color de Lorenza; los que así nacieran, me dijo Alicia, ya estaban apalabrados. Entonces, respondí, que sea un rubio.

 

Angol y Eduardo en Bogotá, 2004.

 

Con partera, veterinario de cabecera y en la habitación dispuesta especialmente para la madre, vino a mi vida Angol. Su nombre, un homenaje a nuestra estancia en Chile, al ser el de una ciudad del país. Angol de San Luis, dice el registro, por la denominación de formalidad relativa al criadero, quedó registrado en el Kennel Club de Chile, el 8 de agosto de 1997.

Apenas alcancé a ver su pequeñez la tarde en que lo señalé. Alicia lo traería a México meses después, ya que entre el tiempo necesario para su amamantamiento y en virtud de nuestro regreso al entonces Distrito Federal, hizo imposible verle tomar forma en esas primeras semanas de vida.

Con cuatro generaciones de respaldo, según el registro internacional del club, Angol arribó a su nuevo país con tres meses de nacido. Así es, al lado de mi padre fuimos a recogerlo a Bosques de Las Lomas, a la casa de los padres de Alicia.

Recién instalados en Rinconada Coapa, Mariana y Angol crecieron mano a pata, los separaban unos meses. Las historias compartidas se nutrieron. No hay más: pronto supe que estaba ante un perro que haría leyenda en el entorno.

Al fin perrhijo. Los cuatro hicimos un conjunto armonioso. Pero como era natural, Angol y yo alimentamos la profunda complicidad. Si bien no logré que adquiriera un adiestramiento de campeonato, se pudo asentar en los principios básicos de la convivencia (eso sí, no exento de algún periodicazo o regaño brusco).

Su singular belleza, su siempre buen ánimo, su suavidad, la coquetería, su fortaleza, le convirtieron en un símbolo vecinal. Lamentablemente nunca fue dócil en su socialización con los otros de su especie, lo cual me generó problemas y un encontronazo, en el cual, por separarlo de la pelea, me tocó una mordida del oponente.

Durante sus diez años de vida, Angol cursó, como nosotros, con variadas intensidades y sufrimientos. Su salud pronto le dio lata. Achaques que a la larga se convirtieron en problemas insalvables.

 

Angol de San Luis, en la casa de Rinconada Coapa, en 2006.

 

A sus tres años, volvió a tomar un avión, ahora rumbo a Bogotá. Llegó antes que Rocío y Mariana. Fue la etapa de una nueva labor como agregado cultural. En el edificio Verona, en el barrio de Rosales, al norte de la ciudad, el noble Angol maduró sus andares y aventuras: sin duda, todo un diplomático.

Ya en México habíamos intentado adelantarle pareja al chileno-norteamericano. No hubo suerte. En Bogotá, tras mucha búsqueda, pudo cruzar amores con una labradora colombiana. Tristemente la perrita falleció poco después del nacimiento de sus críos y varios de ellos también murieron, dejándonos sin posibilidades de acceder a uno de sus descendientes.

Una mañana, Rocío me llamó la atención sobre el estado de ánimo de Angol. Su lugar era un recodo del departamento, al lado del comedor. Sentado, como que miraba un fantasma. Su postura revelaba un estado de conmoción.

Pasaron los días, Rocío supuso la presencia de alguna alma en pena en el departamento. No fue así: era el dolor.

El diagnóstico fue letal: Angol padecía un proceso degenerativo en su columna y cadera, sin mayores remedios que garantizarle lo más posible la mejor calidad de vida. Rondaba el año 2004.

Volvimos a la Ciudad de México en agosto de 2005. Se hizo cargo de su situación el doctor Guillermo Cotera. Memo es hermano de mi querida Liset, compartimos de niños en la colonia Villa de Cortés. Angol continuó su tratamiento.

A inicios de 2007, con muchas calamidades a cuestas, tomé la decisión de aceptar una oferta de trabajo en Tuxtla Gutiérrez. Las condiciones no eran propicias para llevarme a Angol, por lo cual, al quedarse, sufrió un rompimiento fatal. Además, otros males y situaciones se presentaron: todo ello lo puso en el punto de quiebre.

Es el día en que no puedo sacudirme el sentimiento de culpa por haberte dejado, Angol. Te fallé. No hice lo suficiente para tenerte conmigo en Chiapas: lo repito, lo siento muchísimo, te insisto: no puedo asumir el perdón.

Postrado en sus dolores, la mañana del 15 de junio de 2007, Memo se llevó a Angol de San Luis para la eutanasia. No tuve el valor de estar presente.

Esa tristísima mañana, después de dejar a la hija, entonces de 10 años, en el Liceo Francés de Coyoacán, me detuve en el estacionamiento de un banco a llorar a raudales. No pude contenerme.

Y luego lloramos más, al explicarle a Mariana no solo lo ocurrido clínicamente, también para que asumiera, por primera vez en su vida, el sentido de la muerte. Fueron muchas semanas de duelo familiar.

Como es natural, Rocío y Mariana superaron con un poco más de solvencia la pérdida. En mi caso, Angol, aquí estoy llorándote.

Desde ese junio de 2007, tus cenizas están a mi lado, varios de tus retratos, también. Todos los días conversamos, bien sabes, y al mirar tu sonrisa mi perro-niño, te digo que cada día es uno menos para que nos entierren juntos, en la tumba que tenemos lista en el panteón de San Cristóbal de Las Casas.

Somos, como es en este transcurrir, una hermosa como dolida historia, honramos así nuestro paso por esta tierra.

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