Integrantes del Club Carmen Serdán en Puebla. Este grupo editaba y distribuía semanalmente la hoja Soberanía del pueblo, en la que informaba sobre la actualidad política del país y promovía el voto. (Foto: Adalberto M. Maya / Fototeca Nacional del INAH).
Las mujeres en la Revolución: Lo que nunca nos contaron
Una mañana llegué al departamento de mi tío Guillermo Arriaga, como todos los martes de los dos años que nos dedicamos al ejercicio de la memoria para escribir su biografía. Eran las 11 en punto y ese día teníamos programado hablar de sus giras por Europa y, en especial, de aquella en Bucarest donde se estrenó en 1953 su famosa coreografía: Zapata. Lo encontré emocionado, casi llorando, y cuando encendí la grabadora y le di entrada a nuestro tema, me dijo: “No, hoy quiero hablarte del bisabuelo”.
Me soltó: “Don Ponciano es mi ídolo, de ahí viene mi coreografía Zapata, de ahí vienen un montón de cosas y posturas en mi vida”.
Guillermo descorrió la cortina de la memoria y me habló extensamente de Ponciano Arriaga, de su labor periodística al lado de Guillermo Prieto y de Ignacio Manuel Altamirano, de su periódico El estandarte de los chicanates, de sus ideas liberales, su oposición a Santa Anna, el destierro en Nueva Orleans junto con Benito Juárez. Diputado, senador, gobernador, ministro, magistrado de la Suprema Corte durante el gobierno juarista, fue fundamental su papel en la aplicación de las Leyes de Reforma. Redactor e ideólogo de la Constitución de 1857, defendió el federalismo, la igualdad, el derecho a la educación, al trabajo, a la salubridad, a la justicia, a la tierra. Ese derecho que nunca se cumplió cabalmente y cuyo anhelo retomó, 54 años después, Emiliano Zapata con el lema “Tierra y libertad”, y medio siglo más adelante, en el territorio sagrado de la danza, Guillermo Arriaga con su Zapata.
Enseguida, el coreógrafo abrió otra ventana y me habló de Camilo Arriaga, el sobrino de don Ponciano, que nació en San Luis Potosí, creció en el seno de una familia de liberales militantes y desde muy joven comenzó a leer a Marx, a Engels, a Bakunin y a otros socialistas y anarquistas europeos. Ingeniero de minas, fue diputado local en San Luis Potosí primero y después en el Congreso Nacional. En 1900 viajó a Europa e introdujo en México su famosa biblioteca, que sería fundamental para los simpatizantes del socialismo y el anarquismo. Fundó el Club Liberal “Ponciano Arriaga”, al que se unió Ricardo Flores Magón, quien definió a Camilo como “el alma del actual movimiento político”.
Como dice James D. Cockcroft en Precursores intelectuales de la Revolución Mexicana (Siglo XXI), cuando en agosto de 1900 Camilo Arriaga publicó su manifiesto “Invitación al Partido Liberal” denunciando el resurgimiento del clericalismo bajo el porfiriato, tenía escasas nociones de que iniciaba un proceso de oposición política entre varias clases sociales que culminaría con la caída del dictador en 1911. En respuesta a su convocatoria, en diferentes estados del país se organizaron cincuenta clubs liberales que se multiplicaron rápidamente hasta alcanzar en poco tiempo los 150.
Camilo vende todo: un hotel, una casa y sus tres ranchos para financiar al Partido Liberal Mexicano, al periódico Regeneración y los primeros pasos de la revolución maderista. Por sus manifiestos y sus ideas entra y sale de la cárcel y en 1903 se exilia junto con los Flores Magón y otros periodistas de oposición a San Antonio, Texas, desde donde editan Regeneración…
En esa parte de la historia se entreabre una nueva ventana que permaneció cerrada durante décadas en las que se ha privilegiado el énfasis en las batallas y los héroes guerreros por encima de las ideas. Hoy podemos abrirla gracias a la llave de investigadoras contemporáneas que con sus estudios nos revelan la fuerte participación femenina en el escenario de la Revolución Mexicana. Abrir esa ventana significa el encuentro con una avalancha de mujeres cuyos nombres no aparecen en la historia escrita y menos aún en la oficial. Pero sí en libros como Mujeres en la historia. Historias de mujeres (Salsipuedes Ediciones) de Gracia Molina-Enríquez y Carmen Lugo Hubp, y en Construcciones de género en la historiografía zapatista (1911-1919), de María Herrerías Guerra, entre otros recientes.
Por la ventana se asoma una joven inquieta: Avelina Villarreal, la esposa de Camilo Arriaga desde 1905. Originaria de una familia adinerada del norte del país, optó por la causa social escribiendo para Regeneración y entregando todos sus recursos en apoyo al Partido Liberal Mexicano y a la lucha contra la dictadura. Molina-Enríquez y Lugo Hubp nos cuentan que Avelina y Camilo patrocinaron la sublevación que, con miras a derrocar a Díaz, tendría lugar el 27 de marzo de 1911 en Tacubaya con la participación de maderistas, intelectuales, dirigentes obreros y altos oficiales del ejército federal.
Avelina proporcionó fondos para la compra de materiales de guerra, en especial cartuchos de dinamita, y fabricó personalmente sacos de parque, insignias, vendajes y banderas, así como distintivos que utilizarían los diversos grupos revolucionarios organizados para identificarse. Puso en comunicación a todos los complotistas y les dio indicaciones tanto para su seguridad como para informarles del estado en que se hallaba la conspiración.
Sin embargo, alguien los traiciona y el gobierno de Porfirio Díaz descubre su plan, aprehende a la pareja y la encierra en Lecumberri, donde coinciden con otros presos políticos como los abogados Andrés Molina Enríquez, Matías Chávez, José Inocente Lugo y el ingeniero Alfredo Robles Domínguez.
Desde prisión, Avelina continúa sus trabajos revolucionarios comunicándose clandestinamente por correo con los elementos del complot que habían logrado escapar y con jefes revolucionarios como el general Gabriel Hernández y Felipe Fierro que combatían en Hidalgo y Puebla, y con los hermanos Rodolfo y Gildardo Magaña que luchaban en Morelos. El 21 de mayo de 1911, cuando Madero firma los Tratados de Ciudad Juárez, Camilo y Avelina, junto con los demás, recobran su libertad.
Cuando Huerta usurpa el poder, Camilo y Avelina vuelven al exilio, esta vez en Nueva Orleans. A su regreso en 1920, seguirán ejerciendo el periodismo crítico en El Demófilo y El Heraldo de México. Tienen una hija de nombre María. Y en 1940 la Secretaría de la Defensa Nacional reconoce a Avelina Villarreal de Arriaga como “Veterano de la Revolución”.
Dolores Jiménez y Muro se afilió al Partido Liberal Mexicano, fue editorialista de Regeneración y una de las autoras del Plan de Ayala. Por sus ideas políticas, fue llevada presa a la cárcel de Belén y a Lecumberri. (Foto: Casasola / Fototeca Nacional del INAH).
Para poder exponer su ideario político, Juana Belén Gutiérrez de Mendoza vendió sus cabras y compró una imprenta. En el periódico Vésper promovió el derrocamiento de Porfirio Díaz para convocar a elecciones libres. (Foto: Dominio público).
En otra ventana de la memoria histórica aparece Dolores Jiménez y Muro, una periodista, maestra, escritora y activista que combatió el régimen de Díaz con todos sus recursos. Cuando se funda el Partido Liberal Mexicano con Camilo Arriaga y Ricardo Flores Magón a la cabeza en 1901, Dolores se afilia y contribuye a diseñar el programa político. Su larga vida de lucha en síntesis: dirigió la Revista Potosina y colaboró con Filomeno Mata en el periódico de oposición Diario del Hogar. Se unió a la lucha con Madero y en 1911 León de la Barra la apresó en la cárcel de Belén. Editorialista de Regeneración, fue una de las autoras principales del Plan de Ayala, dirigió el periódico La Voz de Juárez y fundó con otras mujeres una agrupación en contra de Huerta: Las Hijas de Cuauhtémoc. El asesino de Madero la encarceló en Lecumberri durante 13 meses. De aquel grupo algunas apoyaron activamente a Carranza; otras, como Dolores Jiménez, a Emiliano Zapata. Luego se unió como maestra a las misiones educativas de Vasconcelos… Murió en la pobreza y no recibió ni siquiera la pensión que merecía como veterana de la Revolución.
Por esta ventana también vemos a la coronela Juana Belén Gutiérrez de Mendoza. Nos cuentan Molina-Enríquez y Lugo Hubp que desde la adolescencia destacó como activista política y de ahí derivó al periodismo de combate. A los 15 años se casó con un minero a quien enseñó a leer y escribir. Egresada de la Escuela Normal, funda en 1899 el Club Liberal Benito Juárez en Minas Nuevas, Chihuahua. Se afilió al Partido Liberal Mexicano y cuando quiso abrirse una tribuna propia para exponer su ideario político vendió el único capital que tenía: sus cabras, y compró una imprenta. Así salió a la luz el legendario periódico Vésper. Su ideario: derrocar al dictador para convocar a elecciones libres, restituir la vigencia de la Constitución de 1857, abolir los fueros, desmantelar el latifundio, lograr la igualdad de todos los mexicanos, la dignidad de la mujer y del indígena, la educación popular y la no reelección.
Aliada de Arriaga y de la ideología anarcosindicalista, comparte con él, frecuentemente, el encarcelamiento, la persecución y el exilio, durante el cual vuelve a editar Vésper desde San Antonio, Texas.
En 1912 se une a la lucha zapatista, organiza el regimiento Victoria y obtiene el grado militar de coronela. Durante el huertismo funda la revista La Reforma y en 1919 El Desmonte, entre los innumerables medios periodísticos y manifiestos que creó. Hoy, nos dicen Molina-Enríquez y Hubp, todo ese acervo, así como sus cartas, están resguardadas en el CISEN. También se unió a las misiones educativas de Vasconcelos en 1922 y recorrió el país como maestra itinerante.
Su amiga Elisa Acuña tiene una biografía tan importante como la de Juana Belén en el ejercicio político y periodístico, lo mismo Guadalupe Rojo y Silvina Rembao, entre otras cuya trayectoria en el camino de las ideas más avanzadas de su tiempo han recogido las investigadoras para que podamos integrarlas al paisaje histórico de la Revolución Mexicana junto a muchas más como la coronela Amelia Robles, que se unió vestida de guerrillero al movimiento zapatista en Guerrero y en los últimos años de la Revolución decidió cambiar de género para convertirse en Amelio Robles.
Leonor Villegas de Magnón, de Nuevo Laredo, presidió en 1913 la Cruz Blanca Constitucionalista, y un año después la Cruz Blanca Nacional. Era enfermera y publicó sus memorias noveladas con el título de La rebelde. (Foto: Archivo Universidad de Houston).
“Aunque mi sexo no es propio/ para ejercitar las armas,/ cambié por este uniforme/ desde hace tiempo mis faldas;/ y me he jugado con gusto/ la existencia en las campañas”, dice el corrido del coronel Amelio Robles (Los rostros de la rebeldía, Martha Eva Rocha Islas). (Foto: Casasola / Fototeca Nacional del INAH).
Cuando leo sobre ellas me doy cuenta de que a mí la historia no me la contaron completa. Nadie me contó que Leonor Villegas de Magnón, de Tamaulipas, fundó la Cruz Blanca Constitucionalista después de que recibió en su casa a 150 heridos y que dejó un libro titulado La rebelde. No sabíamos que Elena Arizmendi organizó un servicio de socorro médico para los heridos de guerra porque la Cruz Roja no atendía a los rebeldes, que impulsó en Nueva York la formación de la Liga de Mujeres de la Raza y que fue amante de José Vasconcelos, hasta que Gabriela Cano publicó su biografía. Ahora ya sabemos que la primera fotógrafa de la Revolución Mexicana del sur fue Sara Castrejón Reza, una mujer guerrerense que lejos de huir a la capital como las demás jóvenes cuando la violencia llegó al Teloloapan, se quedó a fotografiar el movimiento armado. Había estudiado fotografía en la Ciudad de México, a los 18 años, y no quiso moverse de ahí a pesar de las balas.
Abiertas las ventanas ya no hay quien pueda cerrarlas.
Desde ahí vemos a las soldaderas cuyos nombres empiezan a salir del anonimato. Ya no solo como compañeras solidarias que seguían a sus hombres para darles alimento, medicina y consuelo, sino como personajes con motivaciones propias que se unieron al movimiento revolucionario, no solo por amor a sus compañeros, sino por amor a su país. Ya no solo como víctimas, sino como líderes. Ya no solo como figuras pintorescas, sino como heroínas de carne y hueso.
En su libro, María Herrerías Guerra hace un fascinante y muy revelador recuento del discurso periodístico que se refiere a las luchadoras zapatistas. O son “marimachas”, o motivo de burla, o excepciones que irrumpen en terrenos masculinos, o lindas mujercitas descritas en la prensa más por sus buenos atributos físicos o por la ausencia de ellos, que por su valor o sus convicciones.
La coronela Pepita Neri, feroz en el campo de batalla zapatista en Morelos; María Arias Bernal, apodada María Pistolas; la subteniente villista Encarnación Mares; la capitana Carmen Robles que participó en la toma de Iguala en 1910; Ángela Ramos, mejor conocida como Juana Gallo, y cientos más se sumaron al movimiento armado.
Molina-Enríquez y Lugo Hubp cuentan la historia de la zacatecana Beatriz González Ortega, quien en 1914 organizó un puesto de socorro durante la toma de Zacatecas por Francisco Villa. La maestra normalista salió a las calles con sus alumnas a pedir a los vecinos cobijas y catres, medicinas y alimentos para atender a todos los heridos, fueran del ejército federal o civiles. Los salones de su escuela se habilitaron como hospital. Cuando Villa le exigió la entrega de federales, ella le contestó que revolucionarios, civiles o federales, merecían atención médica. Villa, enfurecido, se le fue encima y ordenó que la azotaran a latigazos y así lo hicieron en el patio de la escuela los capitanes villistas. Uno de ellos le preguntó: “¿Y qué?, ¿ya se acordó quiénes de sus heridos son soldados federales?”, a lo que ella respondió: “Viera que no, los golpes no devuelven la memoria”. Murió años después con su dignidad intacta.
El abanico es enorme, desde Carmen Serdán, Hermila Galindo, Dolores y Piedad Casasola, las intelectuales y periodistas revolucionarias, las soldaderas y las luchadoras sociales, hasta las primeras feministas en 1916 y el movimiento a favor del derecho de la mujer al voto.
Su reconocimiento enriquece el siempre incompleto elenco de los grandes personajes de la historia.
adriana.neneka@gmail.com
25 de noviembre de 2019.
Adriana Malvido
Periodista y escritora. Estudió Comunicación en la UIA. Inició en el diario unomásuno en 1979 y en 1984 fue cofundadora de La Jornada donde se especializó en reportajes de investigación en cultura. Ha colaborado en Proceso, Cuartoscuro, la Revista de la Universidad de México y Milenio. Actualmente publica su columna semanal “Cambio y Fuera” en El Universal y colabora en el suplemento Confabulario. Es autora de nueve libros, entre ellos, Nahui Olin, la mujer del sol; Por la vereda digital; Zapata sin bigote; La Reina Roja; Los náufragos de San Blas; El joven Orozco, cartas de amor a una niña y el más reciente: Intimidades, en coautoría con Christa Cowrie. En 2011 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo, en 2018, el Premio Pen México a la excelencia periodística y en 2019 fue galardonada con el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez en la FIL Guadalajara.