Fotografía: Alejandro Ordorica.

 

Como si se tratara de una orden intempestiva y castrante del Big Brother, se impuso el claustro colectivo.

Encerrona involuntaria, que para algunos de nosotros, no ancló en el suelo de la depresión ni en el serpenteo de ociosa desesperación. Quizá un repliegue de eso que llamamos tiempo o movimiento, confabulados para avivar la potencia gregaria a la hora del reencuentro en vivo. Pareció incluso abrirse a la vez, un escenario luminoso donde el yo creativo y amoroso resaltó junto a aquellas convivencias olvidadas que exigieron su restauración.

Pero también, para otros de nosotros, la tensión o violencia que desde dentro rebotaba en el hogar, frente al espejo negro y sus reflejos fatales en las afueras de la calle.

Alguien diría, y al igual lo pienso yo, que es la vida misma con sus consabidos saldos ambivalentes en la riña de los signos contrarios, que trae sus agridulces de siempre, aunque ahora me parezca que predominan los amargos.

Y le endilgo, por asociación de ideas, sentimientos, experiencias o emociones, un amasijo de palabras: remisión, convento, música, remanso, libros, arbolesnubes, truculencia, mentira, dormitorio, conversación, salud, crisis, enfermedad, pesadilla, limbo, incógnitas…

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