TUXTLA GUTIÉRREZ. Chiapas ha ganado siempre –deshonor eterno– el primer lugar nacional de analfabetismo. El mayor acento en esta vergüenza está puesto en mujeres, población indígena y pueblos marginados, que son muchísimos, porque las comunidades dispersas son la constante en este territorio.
La justificación de que no haya suficientes carreteras, escuelas, centros de salud… es la orografía. Nuestro estado está lleno de cerros, lomas, montañas. Para los programadores, que miran el mapa, un pueblo está al lado de otro; en realidad, los separa una colina impresionante. Eraclio Zepeda, en Don Chico que vuela, lo dice jugando: “Si no es tanto lo encogido de estas tierras, sino lo arrugado. Montañas y montañas acrecentando las distancias. Si a este estado lo plancharan le ganábamos a Chihuahua”.
También, desde las más oscuras épocas hasta la medianoche de hoy, hemos encabezado nacionalmente los índices de pobreza extrema. Y los indígenas son los más desfavorecidos. Hay trece grupos étnicos en nuestra entidad y ocupamos el primer lugar en monolingüismo (Oaxaca y Guerrero han sido fieles compañeros), que también abona a la exclusión.
El centro y la última frontera
Chiapas ha pertenecido más años a Guatemala que a México. La comida, el habla, las costumbres, la vida cotidiana, es más guatemalteca que mexicana, salvo en pocas cabeceras municipales que, aunque hablan español, ya vendieron su alma a Estados Unidos: el inglés prevalece en los nombres de sus negocios (así sean pollerías o talacheras), en la música que oyen, en las películas que ven.
Con Guatemala tenemos la anchísima frontera que nos conecta a la Centroamérica de la que formamos parte natural; es obvio en la costa chiapaneca y en los muchos pueblos de las múltiples regiones.
Fue Chiapas el último estado en federalizarse a la República Mexicana, el 14 de septiembre de 1824. Como llegó al último fue tratado como el niño tonto de la cuadra: se le impusieron gobernadores desde el centro (incluso uno cubano) hasta el 2000, que ganó las elecciones un político chiapaneco, Pablo Salazar Mendiguchía, quien había vivido su vida aquí, conocía a su gente y su territorio (el dato no es apología de su ejercicio); de allí en fuera, incluyendo al actual, que nos regresó al dedazo, pues fue elegido por el presidente López Obrador y se asume como su obediente soldado, Chiapas ha sido tratado como menor de edad. Hay variadas historias sobre el desconocimiento territorial de los políticos pichichis (pinche chiapaneco chilango), como generalmente les dicen, pues nacieron en Chiapas, pero vivieron en el centro, hasta que los ungieron gobernadores por sus relaciones con el presidente en turno.
Cuatro buenos ejemplos
Ante estas condiciones, ¿cómo se ha hecho, cómo se hace la política cultural en el estado? A la buena de Dios. Por eso, es oportuno señalar cuatro veces que la cultura oficial no ha estado arrinconada, a oscuras. Me refiero a la cultura no en el sentido lato en que la definió Tylor, hace tanto, sino a los hechos y actos con que una comunidad vuelve simbólica su historia, a través de movimientos (danza, teatro) y representaciones (escritos, dibujos, fotografías).
El movimiento que logró sentar las bases para las artes y las ciencias fue el Ateneo, formado por personas no necesariamente nacidas en Chiapas. Lograron hacer que el teatro, las artes plásticas, la literatura, la danza, la investigación llegaran al pueblo. Tenían talento, inteligencia, organización y el apoyo del gobernador militar Francisco J. Grajales (1948-1952). Cuando este cuatrienio terminó, concluyó el tiempo glorioso del Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas.
Con Patrocinio González Garrido nació el Instituto Chiapaneco de Cultura, en 1990. A la cabeza estuvo el doctor en antropología Andrés Fábregas Puig (hijo del pilar del Ateneo, Andrés Fábregas Roca) y éste de nuevo construyó lo destruido por años de abandono. En el Instituto tuvieron cabida, otra vez, las artes en todas sus manifestaciones y, de manera importante, la investigación social.
El Consejo Estatal para la Cultura y las Artes se creó a finales de 1996 y lo encabezó el corredor de arte Mario Uvence Rojas, quien hizo un buen trabajo en la difusión de la cultura, especialmente en las artes plásticas (le tocaron dos o tres gobernadores con quienes lidiar en el molino gubernamental: ha habido alguno de 24 horas y muchos en un sexenio). Este Consejo incluyó de manera institucional a los indígenas, en 1997; creó el CELALI (Centro de Lengua, Arte y Literatura Indígenas), más o menos una respuesta gubernamental al levantamiento armado de 1994.
El otro director del Consejo, que volvió plural su nombre, para que cupieran los pueblos originarios, fue el poeta Óscar Oliva, designado por el gobernador Salazar Mendiguchía (2000-2006). En el Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas se impulsaron diversas actividades dirigidas a los pueblos indígenas y se imprimieron muchos libros (incluso los Acuerdos de San Andrés) traducidos a idiomas de estas culturas, sin descuidar la atención a creadores y artistas mestizos.
Los tres recientes
A Juan Sabines Guerrero lo sacaron de su casa en Ciudad de México, lo trajeron para ser presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez y luego gobernador (2006-2012). Hizo desastres en todos los ámbitos (en su mandato hubo cuatro directores del Consejo para las Culturas… que, evidentemente, no pudieron emprender ninguna acción de largo plazo) y fue premiado con un consulado en Orlando, por el anterior y éste gobierno, donde disfruta sus ganancias.
El siguiente fue Manuel Velasco Coello (2012-2018), quien, como Sabines, ha usufructuado su apellido desde adolescente y ha vivido de los dineros públicos toda su vida. Fue un pésimo gobernador (durante su ejercicio se despidieron a centenares de empleados del Consejo) y es uno de los intocables de la cuatroté.
El actual, Rutilio Escandón Cadenas, fue elegido por López Obrador, en función de su fidelidad. La insuficiencia de recursos, los recortes que siempre recibe la cultura institucional hace que, hasta el momento, el Consejo haga lo que puede con lo que tiene.
Los gobernadores son como virreyes y hacen lo que quieren. No hay continuidad en programas institucionales, no hay contrapesos ante sus decisiones (así sean absurdas o estúpidas), no hay sociedad civil organizada que se les ponga enfrente. Sólo hay algunos momentos en que parecen entender: con los levantamientos y las consecuencias políticas de las matanzas.
Héctor Cortés Mandujano
(1961, Finca El Ciprés, Villaflores, Chiapas) es narrador y dramaturgo. Su obra publicada rebasa los 50 títulos y más de una veintena de sus obras de teatro se han puesto en escena. Sus tres recientes montajes teatrales son: ¿Te sabes una de José Alfredo? (teatrópera, 2018), La divinidad del monstruo (2020) y Trascripción, palimpsesto (2021). Sus publicaciones más recientes son: Mapaches: campos de maíz, campos de guerra (ensayo, 2014), Casa de citas, volumen uno (artículos periodísticos, 2018), Hipogeo en el candil de los antihéroes (cuentos, 2019), La muerte abre los ojos (novela, 2019) y Jirón de niebla, cinco obras de teatro (2020).