Claves simbólicas del Primer Informe de Gobierno

En Andrés Manuel López Obrador prevalece un discurso enraizado en la justicia, la moral y la soberanía política. (Foto: Instagram del @gobmexico).

Claves simbólicas del Primer Informe de Gobierno

Un discurso político es un discurso cultural. Esta es una afirmación de Perogrullo y, desde este punto de vista, lo que presenciamos el pasado primero de septiembre en el Palacio Nacional fue una acción de política cultural dado que el político —el presidente de la república— pretendió, como todos sus antecesores, conferir a sus decisiones un halo de trascendencia simbólica, porque los presidentes, en sus discursos más importantes, no hablan a los ciudadanos, sino a la historia. En los tiempos antiguos, la religión podía otorgar ese manto. En una sociedad secularizada hay que bregar más para investir las decisiones políticas de un sentido alejado del mecanicismo de la democracia deliberativa y, en cambio, revestirlas de una superioridad moral que las pueda hacer irrebatibles. El largo viacrucis de López Obrador en su afán por lograr la presidencia de la república purificó su larga lucha. La sobriedad de su estilo de vida, su habilidad comunicativa y el orden que ha dado a sus valores —prioridad de los pobres, honestidad, verdad, austeridad…— son elementos clave de su política en la que la eficacia, por lo pronto, no es lo importante, sino el giro dado a las decisiones públicas y a la forma de comunicarlas. Su legitimidad se basa en el carisma y en su manejo mesiánico, lo que vuelve su palabra en algo que es juzgado básicamente por su procedencia, su persona misma, y no por su contenido.

¿Cuál es el encaje simbólico de la forma del gobierno de López Obrador? Hay bastante tela de donde cortar y por eso esta pregunta se puede responder de diversos modos. Yo encuentro tres características principales. La primera es la centralidad en su persona, es decir, el carisma que le ha dado su compromiso político, su sencillez, su fácil identificación con los pobres. Es difícil dudar de su buena fe, de su sincero empeño por hacer un buen gobierno, de su incombustible capacidad de trabajo. Una decisión de López Obrador es para muchos mexicanos una buena decisión solo porque él la tomó, independientemente de que no concuerde claramente con las reglas, ni mucho menos con el sentido, de una democracia participativa.

Otra característica es la búsqueda de hacer encajar sus decisiones en una tradición histórica que más que nacionalista es soberanista. No me refiero a la defensa de la soberanía de la nación, sino a la soberanía del gobernante frente a la adversidad o “la reacción”. Tal vez podríamos encontrar en los siglos XX y XXI presidentes más nacionalistas o tan nacionalistas como López Obrador. Lo que difícilmente encontraríamos es un gobernante que apele a la toma de decisiones como consecuencia de la soberanía de quien ejerce el poder en condiciones de asedio. Tal vez esto quiere significar el nuevo régimen que está tratando de construir. Un régimen en el que se ha separado el poder económico del poder político y por tanto las decisiones que se toman son ahora plenamente soberanas. Es interesante que López Obrador se queje menos de las presiones externas o imperialistas que del asedio de los conservadores, de la prensa fifí, de los intelectuales soberbios o de los expertos interesados, todos ellos mexicanos. Su soberanía no se finca en su persona, sino en la patria o en México, una entidad abstracta que él encarna o procura, dando lugar a la clásica impostura del líder o el dirigente que tiene la capacidad de interpretar el sentir de todos. Juárez no es el prototipo del prócer nacionalista, como lo fue Venustiano Carranza al enfrentar a los americanos o Cárdenas al nacionalizar el petróleo, sino el de un gobernante que ante la adversidad personificó la dignidad de la soberanía del poder frente a los enemigos internos, aunque muchas de sus decisiones puedan ser cuestionables.

Quizá el rasgo más visible y combativo del discurso político de López Obrador no es su apelación a la ley, como lo haría un político moderno, sino a la moral. El cierre de su informe del pasado día primero es muy claro en eso, con lo cuestionable y subjetivo que es. Nos dijo que los conservadores, esto es, los “que se oponen a cualquier cambio verdadero y están nerviosos o incluso fuera de quicio”, han sido derrotados moralmente. Ya Juárez lo había dicho: “El triunfo de la reacción es moralmente imposible”. Su derrota proviene de su incapacidad para equiparar al nuevo gobierno con los del periodo neoliberal caracterizado “por la prostitución y el oprobio”. Además, su derrota es contundente, infinita, parece anunciarnos, aunque sea difícil en estos tiempos de los Berlusconi, los Trump o los Bolsonaro, pensar que la derrota moral de la reacción sea un designio eterno. Solo se puede hacer cuando lo esencial en la política es mostrar la superioridad moral de un actor más que su eficacia en el arte de gobernar.

La magnitud simbólica del gobierno de López Obrador hace verdaderamente insignificantes las políticas públicas. Ya lo había mostrado cuando decidió suplir un verdadero Plan Nacional de Desarrollo por un documento político-ideológico en el que las metas y los medios resultaban menos relevantes que el contenido político del programa. Los objetivos mensurables son poco importantes cuando no están integrados en un discurso de la justicia, de la moral y la soberanía política.

En general, el discurso presidencial habló poco de políticas públicas de cultura y cuando lo hizo no se refería a acciones de la Secretaría de Cultura, sino de la Secretaría de Educación Pública, a través del Fondo de Cultura Económica, y de la estrategia para el rescate de la memoria histórica que depende de la Presidencia de la República. Hay que entrar al documento entregado al Congreso para leer lo que se ha hecho en materia de “Cultura para la paz, para el bienestar y para todos”. El análisis de esa información remite a un trabajo de comparación con informes anteriores que en este comentario no es posible hacer, pero sí es destacable el orden de prioridades que representa: atención a los grupos históricamente excluidos, trabajo con auténtica perspectiva de derechos humanos, esfuerzo por conseguir mayor cobertura territorial. Son las manifestaciones antes periféricas de las comunidades las que están en el centro y, por los datos presentados, parece que, en efecto, es así. Es una opción política relevante y válida, y ojalá que el esfuerzo sea continuado en los siguientes periodos. Preocupa en todo caso la atención a los otros sectores culturales agobiados por una austeridad que puede ser paralizante.

nivon.bolan@gmail.com

8 de septiembre de 2019.

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