Cultura y gobierno del pueblo (democracia)

El engranaje social se mueve al ritmo de la cultura; no hay cultura sin sociedad y no hay sociedad sin cultura. Educación, política, gobierno, comercio, legislación, vida cotidiana; todo, absolutamente todo lo que concierne a la vida diaria de una persona, está íntimamente ligado al desarrollo cultural local (comunidad, ciudad, región, país).

En el artículo anterior hicimos una breve reflexión en torno al papel que juega la cultura en los nacientes estados-nación; sobre la cultura como libertad de expresión, pero también como herramienta al servicio de los intereses del Estado.

¿Qué espera un Estado democrático de la cultura? ¿Qué espera la cultura —específicamente los agentes culturales— de un Estado democrático? Ante todo, un Estado democrático es un estado de derecho basado en un acuerdo social cuyo primer mandato se encuentra, al menos en nuestro caso, en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Por tanto, ante la pregunta realizada, la respuesta sería que ambas partes deben regirse en torno a derechos y obligaciones.

En su obra Nación, patrimonio cultural y legislación: los debates parlamentarios y la construcción del marco jurídico federal sobre monumentos en México, siglo XX, Bolfy Cottom hace un interesante análisis en torno a la idea de nación. Para los fines de este artículo citaré lo siguiente: “el Estado, partiendo de su naturaleza cultural e histórica como resultado de la voluntad de un pueblo y no solo con imposición de los caudillos y grupos, se caracteriza principalmente por el ejercicio del poder supremo e independiente sobre la población de un territorio determinado y, en consecuencia, se integra por cuatro elementos que son; el pueblo, el territorio, el gobierno y la soberanía”.

Más adelante el autor menciona: “Creo que la idea que se ha planteado, en el sentido de que el Estado crea e impone una visión de nación o cultura, siempre es relativa, pues la sociedad constantemente está refuncionalizando elementos culturales que le permitan mantenerse y es ella quien puede condicionar las construcciones estatales”.

Cultura, legislación, nación, estado de derecho, soberanía. Los entramados se vuelven complejos y se disparan las emergencias en un mundo convulsionado y aceleradamente cambiante como el nuestro. Se dice en demasía en los discursos que la cultura, además de la introyección de valores en los ciudadanos, puede prevenir la violencia y generar cohesión social.

Sin embargo, para que eso ocurra debe estar sustentado en una serie de condiciones como presupuestos suficientes, políticas claras y planeación adecuada. Por ello cabe preguntar: ¿Existe un diagnóstico pertinente y amplio que nos arroje información real sobre las necesidades culturales de nuestro país y sus localidades? ¿Contamos con los mecanismos adecuados para la democratización de la cultura y el desarrollo de la democracia cultural? La opinión general, el consenso amplio en el sector, parece indicar que no hemos alcanzado todavía las respuestas favorables a tales preguntas.

La democracia (el poder en manos de la ciudadanía) requiere de elementos básicos como el bienestar, el conocimiento y la libertad en la población, además de mecanismos adecuados de participación. Y estamos aún lejos de cumplirlos a cabalidad.

En la imagen, invitación lanzada en redes sociales por la Asamblea por las Culturas de la Ciudad de México para asistir al Parlamento Abierto realizado el 15 de febrero pasado en el Museo de la Ciudad de México.

Ante el contexto actual se antoja pertinente citar una vez más al especialista Cottom: “¿Es verdad que estamos ante lo que sería el fin del concepto de nación? Si no lo aceptamos, ¿hay alternativas para seguir pensando la existencia de la nación?”.

En un supuesto teórico e incluso axiológico, el fin de la acción política, social y por tanto cultural es generar el mayor bienestar y desarrollo en una población determinada. También es cierto que en México el mayor interés de los gobiernos ha sido acrecentar su número de adeptos y simpatizantes; sobre todo aquello que se vea reflejado en votos, y por tanto en la permanencia del manejo del poder. Y en este contexto la acción cultural no se salva de los coqueteos políticos que la tratan más como un coto de poder que como un elemento poderoso de transformación social.

Dispensas de dinero y poder son sin duda una interesante y atractiva combinación que puede distraer de los fines genuinos y profundos que pretende la producción cultural y artística. Además, ante el desempleo y la falta de recursos actuales, los creadores y promotores deben ajustarse tanto a los requisitos incongruentes y caprichosos de las convocatorias como a las reglas veleidosas del mercado, diluyendo así los procesos y los elementos de un cambio y una real transformación social y orillando todo al boceto de un lindo pero inoperante discurso y a un gasto excesivo del aparato burocrático cultural, también ineficaz y disfuncional.

 

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