Portada del libro Días terminales, de Alejandro Ordorica.
Días terminales. La vida sin ornamentos
Mauricio Carrera
Decía Paul Valéry con respecto a la literatura: no hay obras terminadas, solo abandonadas. Las publicamos para olvidarnos de ellas y pasar a otra cosa. Si nos empeñáramos en lograr que resultaran perfectas, estaríamos enfrascados en una eterna corrección y reescritura. Lo paradójico es, incluso si nos dedicáramos a mucho corregir y reescribir, a corregir y reescribir, que el resultado tampoco garantizaría que llegáramos a lograr una obra maestra. Así sucede con la vida. No hay existencias terminadas, solo vidas que se abandonan o para decirlo de manera más evidente, vidas truncas. Somos borradores. Tendemos a la perfección pero es la imperfección la que nos persigue, nos avasalla. Pienso lo anterior tras leer el libro Días terminales (Lectorum, 2019), de Alejandro Ordorica.
Sus personajes son imperfectos. No me refiero a lo que hace Ordorica al dibujarlos, porque al crearlos lo hace con buen oficio, sino a los rasgos en común que poseen en tanto espejos literarios que son de la condición humana. Todos ellos son personajes límite. Lo son por encontrarse al término de sus vidas, en un ámbito por completo terminal.
La imperfección de la que hablo, ya con ejemplos concretos, consiste en el reconocimiento del tedio, ese rey pálido como lo llamó David Foster Wallace, en que han vivido los protagonistas de “Todo incluido”, uno de los cuentos de este volumen. O el desencanto terminal ante el romántico amasijo de alcohol y mujeres de Fernando Montero en “Final de serenata”. O los drogadictos que no aceptan el cielo pasajero o el suplicio de los infiernos en “Año viejo”. O el padre en apariencia perfecto y homófobo de “Baúl”. O la fe que han perdido los habitantes del año 2050 en “Y Dios cerró los ojos”. O también la vida trunca de quien muere entre pesadas losas y varillas retorcidas en un terremoto ocurrido, de nuevo la coincidencia, un 19 de septiembre de 2050, el año en el futuro que Ordorica ha elegido para situar muchas de sus historias.
El reconocimiento de esta imperfección deliberada en Días terminales, se pone aún más en evidencia porque en casi todas las historias se atestigua el fin de la vida de sus protagonistas. Nótese que no he dicho “la muerte” de sus protagonistas. No. En Días terminales es la vida, imperfecta o no, lo que importa, no la muerte. Todos ellos y ellas se hallan en situaciones terminales pero lo que interesa a Ordorica es la vida que han vivido, no la muerte que les espera. Decía Wittgenstein que “la muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive”.
Así, a pesar de tratarse de personajes que viven sus días terminales, Ordorica se empeña en mostrarnos los matices de la vida, no la unidimensionalidad de la muerte. A través de estas páginas parece decirnos: “vidas hay muchas, muerte solo una”. Porque los buenos narradores escriben para mostrar las riquezas y miserias de la vida, sus luces y sus sombras, sus relámpagos y su escoria, no la quietud, lo plano y la nada de la tumba.
A Ordorica le interesan esos últimos momentos que definen lo que pudimos o no hacer con la existencia que nos tocó, y cómo la usamos o no usamos, la gastamos o malgastamos. Lo terminal expresado en términos filosóficos, religiosos, médicos y por supuesto literarios. Aquí hay dilemas de la fe, de la vejez, de la prolongación de la vida, de la fiesta taurina, y actitudes vengadoras ante la maldad que nos rodea; el término del paraíso celestial y también terrenal como en su cuento “El último día de Adán”. Leemos frases como “una serenata terminal”, “un pacto si no suicida a fin de cuentas terminal” o “una bala que cruzó terminalmente por la cabeza de Peredo”.
Lo terminal. Hablemos de esa palabra que es contundente y de resonancias de verdugo. Lo terminal –que nos remite a muchas enfermedades, pero sobre todo al cáncer, que es la gran emperatriz de todas ellas- se refiere al desahucio, cuando alguien tiene una dolencia que inevitablemente, en poco tiempo, lo conducirá a morir sin que la ciencia médica, el inmaculado amor o las plegarias religiosas, puedan evitarlo.
Los días terminales del título nos enfrentan a ese dilema, el de nuestra finitud. La vida se nos va con rapidez, se nos acaba pronto, como si se tratara de ese conteo de diez segundos tan propio del box, como en su cuento “Ring out”. Me gusta que Ordorica lo plantee no desde las lágrimas, el drama o la conmiseración sino desde el relato literario que muestra, no juzga; que narra, no pontifica.
Presentación el 11 de septiembre pasado, en el Centro Cultural Borda de Cuernavaca, del volumen de cuentos de Ordorica Saavedra. En la imagen, de izquierda a derecha: Helena González, directora de Museos y Exposiciones de la Secretaría de Turismo y Cultura del estado de Morelos; la pintora Martha Chapa; el autor del libro y los escritores Andrés Ordorica y Mauricio Carrera. (Foto: Cortesía morelos.gob.mx)
Un ejemplo lo tenemos en “Morgue”, título tenebroso y afortunado al ser un acrónimo de un movimiento que pugna por ejercer la eutanasia y bien podríamos definir como la muerte digna cuando la vida se convierte en indigna. Es un cuento que me gusta y que me hizo recordar a Camus. El Camus que afirma, con la contundencia de una gran verdad: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena que se la viva, es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. El suicidio o la eutanasia responden a esa pregunta, que es, como diría Sartre, la última y quizá la más importante libertad del ser humano: la libertad de ejercer la muerte sobre su propia vida, el libre albedrío más terminal.
En su libro muestra esos confines de la vida, el terreno último donde la vida se nos acaba, se nos escapa. Ahondemos más en este vocablo. Lo terminal es, por supuesto, una palabra moderna, introducida a nuestro lenguaje, sobre todo médico, en el siglo XX. Hablamos de enfermedad terminal, de etapa terminal, para referirnos al desenlace pronto e inevitable. Proviene de terminar, que es finiquitar algo, acabarlo. Remontémonos más en el tiempo, porque este vocablo tiene su origen en una divinidad de nombre Términus, un dios muy popular y adorado por los romanos en el siglo 7 antes de Cristo. Este Términus era particularmente festejado el 23 de marzo. Se celebraban fiestas llamadas terminalias que se hacían en los linderos o los límites de la ciudad, es decir donde acababa Roma. Lo anterior no era casual. Respondía al hecho de que Términus era el dios de la propiedad privada sobre la tierra. Bajo sus designios se marcaba el fin de un terreno con otro. Al principio se usaban piedras para delimitar la extensión y luego estacas. Así, Términus era el dios de los confines, de las fronteras. De ahí que haya derivado en un vocablo como término, sinónimo de lo que termina o acaba; indeterminado, en el sentido de algo sin límites precisos, o exterminio, cuando se termina de manera total con algo. Términus empezó como una palabra que denotaba poner límites a un terreno, hasta convertirse en su actual significado: algo que acaba o se interrumpe.
Alejandro Ordorica utiliza la palabra terminal en este sentido, el de una enfermedad sin curación que en un corto plazo terminará con la vida de alguien. Por supuesto, hay quien pudiera contemplar una visión pesimista, en ocasiones apocalíptica, sin remedio, en este libro. Y sí, hay ese tono tal vez sombrío pero no es en realidad una visión tenebrosa, terrible, desesperanzada. Su pesimismo no es el del desahuciado sino el de quien sabe que la vida es así, y como además es un escritor, sabe que la vida, aunque termine imperfecta, abruptamente, inacabada, hay que contarla, narrarla, hacerla literatura.
Por eso insisto que sus cuentos, aunque terminales, hablan de la vida con todas sus imperfecciones y metidas de pata, y no en verdad de la muerte. Al hacerlo su escritura no está exenta de humor, lo que se agradece. Además, admiro su escritura pulcra, sin tropiezos, fluida. Leer este libro me hizo recordar una frase del arquitecto austriaco Alfred Loos: “El ornamento es delito”. Sí, hay que quitarle lo superficial a las palabras, lo barroco superfluo, los adornos que solo entorpecen, y lograr la economía del lenguaje, la difícil sencillez de lo que se lee y escribe, cosa que sin duda logra Alejandro Ordorica con Dias terminales.
Me gustó este libro de cuentos porque coincido con su visión. Siempre he creído que la vida, al terminar, es como un crimen sin motivo. Y que se nos escapa de las manos. Y que el tiempo nos cobra factura. Y que, como nos sentimos inmortales, vamos desaprovechando la existencia, procrastinamos y postergamos lo mejor para un después que no llega. Lo terminal nos rodea. Ese estado del ser cuando se halla próximo a su fin ontológico, como dirían los filósofos.
El libro de Alejandro Ordorica nos otorga no solo una buena lectura sino además una noción de vida ante lo terminal. Es cierto que tenemos vidas truncas, que la muerte se entromete ante nuestros malos pasos o nuestras equivocaciones. Pero también está el carpe diem, ese aprovechar la vida para, llegado el momento, estar satisfecho de ella y aunque nos pese dejar la existencia tener un bien morir. Wittgenstein, a quien ya mencionamos líneas atrás, en su lecho de muerte afirmó: “Digan a mis amigos que mi vida fue maravillosa”. Digamos lo mismo. Y, al hacerlo, recordar, con un volumen de cuentos como Días terminales, lo que decía Marguerite Yourcenar: “Leer es una de las formas de amar la vida”.
20 de octubre de 2019.