Thomas Cromwell (1532-1533), óleo sobre tabla pintado por Hans Holbein, el Joven, propiedad de la Colección Frick en Nueva York. El retrato muestra al secretario de Enrique VIII con ropas de invierno, maquiavélico, sin rastro de sonrisa, una imagen que, según escribe Hilary Mantel, lo hizo exclamar: “Parezco un asesino”. Cromwell se convirtió en mecenas de Holbein y lo introdujo como pintor de la corte del rey. (Foto: Colección Frick).

 

¿Qué es un fantasma: un recuerdo, una alucinación, una energía?

Los espectros son almas en pena, muertos que regresan bajo una forma humana, “difuntos sin paz” a causa de una venganza o una deuda pendiente, escribe Eduardo Berti en el prólogo de Fantasmas (AH, 2009). Su tipología es variada. En esta antología aparecen seres que vuelven para remediar el daño que causaron cuando vivían, espectros condenados a “repetir un gesto o un acto por toda la eternidad”, y los llamados “mal muertos”: los insepultos o los que no han sido llorados.

“Espíritus del tsunami”, uno de los capítulos de Misterios sin resolver, la serie de Netflix, se centra en los fantasmas de Ishinomaki. El fenómeno surgió tras el terremoto de 2011 en Japón, que causó en esta ciudad miles de muertos. Los espectros son descritos como seres silenciosos, confundidos, que aún no se recuperan de la conmoción de una muerte repentina. Hombres y mujeres que, según cuentan taxistas de la zona, han abordado sus unidades, pero desaparecen al llegar a su destino.

“¿Existen los fantasmas? Por supuesto que sí”, asegura el psicólogo clínico Frank Tallis en El romántico incurable (Ático de los Libros, 2019): El hecho de que los fantasmas sean un “fenómeno psicológico” no significa que no sean reales.

En La historia de los fantasmas (Siruela, 2016), el periodista Roger Clarke menciona el relato de un soldado —publicado en 1882—, quien tras ver luces en la Capilla Real de San Pedro ad Vincula de la Torre de Londres se asoma a una ventana y descubre en el pasillo una “irradiación espectral”: una ”procesión señorial de damas y caballeros con ropas antiguas” encabezada por una mujer que le recuerda a Ana Bolena, la segunda esposa del rey Enrique VIII, enterrada en esta capilla tras su ejecución en 1536.

“Gran parte de la historia de un fantasma es la propia expectación”, escribe Clarke. Y el espectro de esta reina es uno de los más populares: se le ha oído clamar justicia en el sótano del palacio de Lambeth, lo han visto cruzar en una barca las aguas del Támesis, y son numerosas sus apariciones en mansiones de la campiña inglesa.

El soldado del relato no identifica a los fantasmales acompañantes de Ana Bolena, pero podemos imaginar que eran prisioneros de la Torre que, como ella, fueron ejecutados por órdenes del monarca y enterrados en la capilla: su hermano George Bolena, los mártires católicos Tomás Moro y Juan Fisher, y el secretario y vicario del rey, Thomas Cromwell, el hombre que fraguó su caída.

¿Puedes evitar ver espectros?

En El trueno en el reino (Destino, 2020), la última novela de la trilogía que la escritora británica Hilary Mantel dedica a Cromwell, el personaje se pregunta: “¿Puedes evitar ver fantasmas? ¿No aparecen ellos simplemente y hacen que los veas?”.

En este libro, la presencia de los fantasmas es constante. Si en el primero, En la corte del lobo, Cromwell vislumbra a su esposa Liz, muerta por la enfermedad del sudor, doblando una esquina de su casa de Austin Frears con su gorro blanco, y siente que su hija Grace —fallecida también junto con su hermana Anne— roza sus dedos, en El trueno en el reino conversa con el espectro de su mentor, el cardenal Thomas Wolsey; nota en su hombro la presión de la mano de George Bolena, de cuya ejecución es responsable, y atisba la sombra de Tomás Moro en los muros de la Torre.

Mantel (Hadfield, Derbyshire, 1952) logró con En la corte del lobo (2009) y su continuación, Una reina en el estrado (2012), convertirse en la única escritora galardonada dos veces con el prestigioso Premio Booker —hasta que Margaret Atwood la igualó en 2019—, y críticas como Stephanie Merritt, de The Guardian, confiaban en que El trueno en el reino le permitiría nuevamente hacer historia. “Es una obra maestra”, sentencia. Pero este año el galardón le fue esquivo; correspondió a Douglas Stuart por Shuggie Bain.

La trilogía de Mantel narra un periodo agitado de la historia de Inglaterra que inicia con la destitución de Wolsey como lord canciller en 1529, y termina con la ejecución de Cromwell en 1540. La crítica ha alabado su capacidad para fundirse con la conciencia del protagonista, lo que permite a quienes se aventuran en sus páginas adentrarse en el pensamiento y las acciones del abogado y principal ministro de Enrique VIII.

Mantel nos remite a paisajes y sabores, a la vestimenta y las costumbres de la época, sin abandonar la perspectiva de Cromwell: sentimos su poder, sus escasos remordimientos, su cansancio, y al final también su miedo.

Cromwell reflexiona, intriga y reparte favores, tiene una red de espías que le informa sobre las acciones de sus enemigos, y enviados en Francia y España que le previenen acerca de los planes de los monarcas y su potencial peligro para Inglaterra.

En la corte del lobo se centra en la estrategia de Cromwell para que Enrique VIII consiga anular su matrimonio con Catalina de Aragón, una decisión que convierte al rey en cabeza de la Iglesia de Inglaterra y lo lleva a romper con el papado romano, mientras que en Una reina en el estrado vemos cómo fabrica las acusaciones que permitirán al monarca librarse de su segunda esposa, Ana Bolena, para casarse con Jane Seymour, quien por fin logrará darle su ansiado heredero, Eduardo.

“San Agustín dice que los muertos son invisibles, pero no están ausentes”, señaló Mantel en una conferencia que Merritt cita al destacar su habilidad para lograr que el lector vea el mundo de Cromwell como si fuera un fantasma posado sobre su hombro.

Pero, ¿y si es el espectro de Cromwell el que la escritora trae a la vida literaria para explicarnos las razones de sus actos?

 

En la Capilla Real de San Pedro ad Vincula, de la Torre de Londres, reposan los restos de víctimas de Enrique VIII como sus esposas Ana Bolena y Catherine Howard, el canonizado Tomás Moro, y el secretario del monarca, Thomas Cromwell. A la derecha, un jardín ubicado en lo que fue la gran mansión de Cromwell, Austin Friars, que llegó a tener 50 habitaciones, hoy desaparecida. (Fotos: Samuel Taylor Geer, CC-BY-SA-4.0, Wikimedia Commons, y Shakespearemonkey / Flickr).

 

La transformación del héroe

Mantel no nos engaña sobre el papel que desempeñó Cromwell en la corte del imprevisible y complejo, débil y cruel, Enrique VIII. Tampoco sobre la naturaleza de un personaje que puede ser generoso pero también despiadado, como demuestra su meticulosa construcción, motivada por la venganza contra quienes participaron en la caída de Wolsey, de la causa contra Ana Bolena y sus supuestos amantes, cinco hombres que serán ejecutados junto con la reina.

En una época en donde los puestos de la corte eran desempeñados por nobles, Cromwell fue un político de “sangre vil” —hijo de un herrero y cervecero— que por su inteligencia y su gran capacidad de trabajo se convirtió en la figura más poderosa de Inglaterra después del rey.

El político prudente, capaz de adelantarse a cualquier intriga, de En la corte del lobo y Una reina en el estrado, desata su ambición en El trueno en el reino: anhela que Enrique VIII lo nombre regente y hace alarde de su función —“Soy yo quien le dice (al rey) con quién puede casarse y descasarse y con quién puede casarse a continuación, y a quién y cómo matar”—, al tiempo que desperdicia la oportunidad de acabar con su mayor enemigo, el duque de Norfolk, Thomas Howard: “No quiere a Norfolk muerto. Le quiere vivo y cómodo. Lo quiere agradecido”.

Cromwell parece haber perdido su talento para oler el peligro, confía en que su utilidad para el reino y la confianza, los honores y el afecto recibidos del monarca lo salvarán. Pero como afirma Henry Pole, lord Montague: “El rey nunca hizo un hombre al que no destruyera después”. El hábil político que escribe en su Libro de Enrique: “No puedes prever al rey ni conocerle del todo. Thomas Moro no comprendió esto. Es por eso por lo que yo estoy vivo y él está muerto”, olvida su propia máxima y lo pagará en el patíbulo.

A medida que Cromwell acumula poder, debido también a su labor como responsable de la disolución de los monasterios católicos y el reparto de sus riquezas, aumentan sus enemigos. El disgusto del monarca por su resistencia para lograr la anulación de su desastroso cuarto matrimonio con Anna de Cleves, y su empecinamiento en forjar alianzas con los príncipes protestantes, son aprovechados por el duque de Norfolk y el obispo de Winchester, Stephen Gardiner, para acusarlo de traición y herejía.

“Enrique me ha molido y molido en el molino de sus deseos, y ahora que estoy reducido a polvo y ya no le soy útil, se me espolvorea al viento. Los príncipes odian a aquellos con los que han incurrido en deudas”, reflexiona Cromwell en su celda de la Torre. Después de 48 días en prisión, sin derecho a juicio, cae bajo el hacha del verdugo el mismo día, 28 de julio de 1540, que el rey escoge para desposar a su quinta esposa, Catherine Howard.

En su crítica a El trueno en el reino, publicada en The New York Review of Books, la historiadora cultural Clair Wills lamenta que el Cromwell de En la corte del lobo, una creación que califica de sutil, ambiciosa, ingeniosa y extrañamente misteriosa, se haya convertido en El trueno en el reino en una figura predecible. Ya no es posible engañarse con la idea de que se está leyendo sobre una persona real, “ahora es demasiado obvio que es el personaje de un libro”. Esto se debe, argumenta, a que en el último volumen de la trilogía el pasado de Cromwell se ha convertido en el pasado que aparece en los dos libros anteriores, sus recuerdos vuelven sobre pasajes conocidos por los lectores: “La memoria se ha atado a la trama, mientras que anteriormente tenía que ver con el sentimiento”.

Para el crítico Daniel Mendelsohn, de The New Yorker, la insistencia de la autora en volver sobre los recuerdos de infancia de Cromwell, en un intento por lograr ecos y paralelismos con los libros precedentes, resulta repetitiva. Aunque considera que la novela satisfará a sus lectores, Mendelsohn se pregunta por qué escribir un tercer volumen cuando Mantel ya había logrado con su héroe dejar una “impresión indeleble”, y califica a El trueno en el reino como una obra sobrada, por los numerosos hechos que relata y que, considera, no logra amalgamar, y “solo ocasionalmente fascinante”.

Una de las objeciones al Cromwell de Mantel, recuerda Wills, es que se trata de una creación “anacrónicamente moderna”, alejada de un hombre de su época. Es retratado como un individuo tolerante y sabio, que valora a las mujeres, es amable con los niños, generoso con los pobres y compasivo con los animales.

Una imagen, aclara la crítica, que en realidad no dista mucho del político descrito por G. R. Elton en su obra canónica England Under The Tudors (1955): un trabajador infatigable, un reformador, un político que apoyó la causa del protestantismo sin ser un fanático, un arquitecto de lo que denominó “la revolución Tudor en el gobierno”. “Lo que ha cambiado con el paso de los años no es la evaluación de las cualidades de Cromwell”, concluye Wills, “sino el valor que se les da”.

Hilary Mantel logró con el primer y segundo volúmenes de su trilogía, En la corte del lobo (2009) y Una reina en el estrado (2012), obtener el prestigioso Premio Booker, una hazaña que no logró repetir con El trueno en el reino, aunque quedó finalista. La trilogía es publicada por Ediciones Destino. (Fotos: Instagram de @david_vintiner y @eddestino).

 

Atrapado, hechizado, condenado

En la primera página de sus memorias, Giving up the Ghost, Mantel cuenta cómo vislumbró a su padrastro fallecido en una escalera, una experiencia que no es inusual, aclara, porque está acostumbrada a “ver cosas que no están ahí”, escribe Kate Malby en su crítica para CNN de El trueno en el reino.

Mantel ha contado que su método de trabajo consiste en una documentación exhaustiva para saber dónde y cuándo ocurrieron los hechos históricos que incluirá en su narración. La escritora imagina cómo se desarrolló una escena, pero no cambia lo que sucedió. Si tuviera una máxima, aseguró en una entrevista con The Paris Review, es que no existe ningún conflicto “entre la buena historia y el buen drama”.

La gente del siglo XVI creía en fantasmas, y en El trueno en el reino son tan reales que Cromwell parece haber cruzado a su mundo, escribe Judith Shulevitz en The Atlantic. La crítica lo interpreta como un “deseo de muerte” del personaje, un sufrimiento apropiado debido a las atrocidades que ha cometido.

Pero, ¿y si Cromwell fuera un espectro al que Mantel —tan familiarizada con los fantasmas— da voz y conciencia para que pueda manifestarnos su verdad y, finalmente, expiar sus pecados?

Un fantasma, el de Cromwell, atrapado en una sucesión de recuerdos. El más intenso es el de su padre, Walter, “un matón achaparrado”, un rufián burlón que tiene como lema: “Róbales tu primero”. La trilogía inicia con una escena que la autora recupera también al final: Cromwell con 15 años en su natal Putney, derribado por los golpes de su padre. “Mira lo que he hecho”, vocifera Walter. “Reventar la bota dándote patadas en la cabeza”. Desde ese patio que huele “a cerveza y a sangre”, el muchacho se elevará hasta convertirse, tres décadas después, en el principal político del reino, y luego caerá con la misma fuerza, frente a un verdugo que huele a alcohol y carga una hacha con poco filo: “Pegad sin miedo”, le pide. “No ayudará nada ni a mí ni a vos que vaciléis”.

Un fantasma, también, sujeto al hechizo de Enrique VIII. A la voluntad del rey, Cromwell debe su fortuna, su poder, su vida. Su devoción es absoluta: “Vos, Majestad, sois el único príncipe. El espejo y la luz de otros reyes”, y el monarca parece corresponderle: “Sea lo que sea que oigáis aquí en la corte o fuera de ella, yo deposito mi fe en vos”.

Conoce al rey, lo ha servido sin descanso, al grado de lo indecible: “Hasta en la república de la virtud necesitas a un hombre que recoja la mierda, y en algún lugar está escrito que su nombre es Cromwell”. Sabe también que Enrique VIII es veleidoso, explosivo, vanidoso, lo ha visto dar la espalda a sus dos primeras esposas, lo mismo que a sus hijas. Bess Darrell, amante del poeta Thomas Wyatt, le advierte: “Pero pensadlo bien, milord. Si llamáis traidor a todo el que haya manifestado descontento con el rey o con sus decisiones, ¿quién iba a quedar vivo?”. “Yo, dice él”.

La ley de traición, gestada por Cromwell en 1534, que permite condenar a una persona por sus palabras o sus “malas intenciones” contra el monarca, también lo convertirá en culpable. A Cromwell lo acusarán de haber querido suplantar al rey casándose con su hija María, un rumor del que no es responsable, como de otros que lo tildaban de luterano, mago, judío renegado…

Y finalmente, el Cromwell de Mantel es un fantasma condenado a repetir la historia del cardenal Wolsey, el hombre al que sirvió durante años, de quien presenció su caída, tan fulgurante como la suya. “Wolsey fue derribado”, reflexiona, “no por sus fallos, sino por sus éxitos; no por algún error, sino por agravios acumulados, por haber llegado a hacerse tan grande”.

En su caso, Enrique VIII lo nombra conde de Essex en abril, y ordena su encarcelamiento en junio. Hasta el final confía en que podrá salvarse. El Cromwell ambicioso, que ha llegado a imaginar escenarios de rebeldía ante los deseos del rey, cree que se ha vuelto tan indispensable que no podrá matarlo: “Tres meses y sus asuntos estarán sumidos en un desastre tal que me suplicará que vuelva”.

En su crítica para The New Yorker, Mendelsohn escribe que los fantasmas de Mantel encarnan “las historias que no podemos enterrar”. Cromwell se ha fundido finalmente con los espectros que lo rodean: “Los muertos son más fieles que los vivos. Para bien o para mal, no te abandonan. Aguantan la noche más larga”.

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