“Llegamos aquí a Laredo anoche, hoy pasaremos la frontera. Les escribiré en cuanto lleguemos”. Esta fue la primera correspondencia que mi madre le envío a mi abuela el 31 de diciembre de 1956 al migrar con su familia a un pueblo pequeño del medio oeste estadounidense. Sería la primera de varias decenas que escribiría semanalmente desde su soledad para mantener un diálogo con su mamá y su hermana Guadalupe. En 1984, mi tía puso en mis manos las cartas que daban cuenta de la vida que llevó mi madre en un mundo en el que se sentía como “una extraña”, aislada por la barrera del idioma. Desde las primeras cartas expresaba su deseo de regresar pronto a México.
Las cartas tomaron la forma de un diálogo solitario con una idea de futuro que le daba esperanza. Entre todos los momentos eternamente cotidianos registrados en su crónica semanal, una carta me permitió imaginar el distanciamiento social que debió soportar como ama de casa. Mientras la escribía, cuenta que escuchaba sonar las campanas de la iglesia de Saint Mary´s y con ello tomaba conciencia de la lentitud del tiempo y de lo que faltaba para volver a su tierra. Era una época de lejanía geográfica y de largas esperas obligadas por las semanas que tardaba en recibir respuestas. Paciencia y esperanza eran sus únicos recursos para enfrentar la soledad que se prolongaría 17 años.
Más de treinta años después de volver a México, los papeles se invirtieron. Ahora su hija Maricarmen estaría a miles de kilómetros de distancia; pero esta vez no habría una sola carta. Gracias a Skype, atrás quedaron aquellas conversaciones epistolares. Ya con más de ochenta años, mi madre tenía claro que vivía en una sociedad fuertemente influenciada por la tecnología digital. Le gustaba reflexionar con frecuencia sobre los avances tecnológicos que habían impactado su rutina cotidiana. Sin saber mucho de tecnología, pero muy consciente de que mi trabajo estaba totalmente enfocado al cómputo, un día me preguntó si la alianza que se anunciaba entre Steve Jobs y Bill Gates podría beneficiarme y pidió que le explicara por qué se decía en las noticias que dicha alianza impactaría al mundo.
Entre las cartas que escribió y la posibilidad de ver y escuchar a su hija por Skype, vio cambiar el mundo, pero no sólo por los grandes avances tecnológicos sino también por las incontables tragedias humanas provocadas por las guerras. Desde la perspectiva temporal que le ofreció casi un siglo de vida, mi madre comentaba con frecuencia que no se podía imaginar lo que les tocaría vivir a los niños y jóvenes que tenían toda la vida por delante, no sólo por las promesas de tanta innovación, sino por las amenazas de nuestra violencia primitiva y la destrucción del medio ambiente.
Embate de la inmediatez
Por tantos cambios en el mundo que había presenciado a lo largo de una vida tan longeva, a mi mamá le resultaba muy difícil imaginar el futuro. Al igual que a ella, a muchos nos está resultando difícil visualizar un futuro con alguna certeza reconfortante desde el aislamiento obligado por el Covid‑19. Dicha falta de certeza, combinada con una tecnología digital adictiva que resuelve muchas necesidades al momento, puede incapacitarnos para pensar en función del largo plazo, afectando todas las áreas sociales y en particular al sistema educativo.
El éxito de todo proceso de enseñanza aprendizaje se cultiva a lo largo del tiempo, no al instante de hacer clic en la respuesta correcta. Y si reconocemos que la educación escolarizada ha sido por años nuestro cimiento para edificar el futuro de la sociedad, la pandemia nos puso ante un parteaguas determinante. Ahora más que nunca estamos obligados a concebir un modelo educativo esperanzador que resista el embate de la inmediatez digital y la tentación de solucionar todo solo con la transmisión de contenidos. No puede ser solo un asunto de conectividad en sentido técnico.
En 1995, Neil Postman escribió el libro El fin de la educación. En él plantea la necesidad que tiene la humanidad de contar con uno o varios dioses con minúscula, entendiendo esta figura como sinónimo de narrativa y no necesariamente como la idea sacra del DIOS creador del universo. Postman, quien inició su carrera como docente de educación básica, sostiene que somos una especie hacedora de dioses, capaz de hallar sentido mediante la creación de narrativas para ordenar nuestros emprendimientos, exaltar nuestra historia, dilucidar el presente y dar dirección al futuro. Sin una narrativa, la vida pierde significado. Sin significado, el aprendizaje pierde propósito. Sin propósito las escuelas se vuelven centros de detención, no de atención: simples guarderías. En El fin de la educación los primeros capítulos están dedicados a los dioses fallidos y a la propuesta de narrativas más útiles. Entre estas, propone una que ahora cobra mucho sentido ante la imperante pobreza de lenguaje en los medios de comunicación y las redes sociales: la del ser humano como tejedor de palabras, hacedor de mundos.
Entre las narrativas que Postman señala como fallidas y que vale la pena tomar en cuenta dentro de la discusión actual sobre la educación a distancia, está la del dios de la tecnología. Considerando que millones de niños terminaron la primaria de manera virtual, sin la experiencia emotiva de logro, y que ahora iniciaran la secundaria desde casa, es urgente analizar las ventajas y las desventajas de las plataformas que han proliferado. No hay que olvidar que el país ha invertido más de 40 mil millones de pesos a lo largo de tres sexenios en cómputo educativo, que en el mejor de los casos ha resultado en una experiencia de aprendizaje carísima. En lugar de sólo voltear a la educación a distancia para solucionar los aspectos informativos del aprendizaje, se vuelve indispensable promover experiencias formativas en el hogar, con o sin conectividad.
Un ejemplo: imaginemos un adolescente que haya visto en casa el lanzamiento de la nave SpaceX y pocos días antes también haya visto morir, por un terrible abuso policial, al afroamericano George Floyd. Sin duda esos dos sucesos evidencian lo mejor y lo peor de la humanidad, son un registro histórico contundente de NUESTRA capacidad de construir y destruir. Ambos hechos pueden ser una experiencia de aprendizaje formativa para mostrar que la historia está llena de ejemplos en que lo constructivo convive con lo destructivo. Al enseñar con estas noticias la importancia de lograr un equilibrio entre técnica y ética, sería posible alcanzar grandes lecciones de vida fuera del salón de clases.
Sin embargo, por la fuerza comercial del dios de la tecnología que señala Postman, no entendemos que al pasear por los laberintos digitales nos perdemos en la forma del contenido y evitamos ver el contexto del fondo, con tal de no perder el tiempo. Gracias a la economía de la atención y la ingeniera de la distracción que la impulsa, según postula Timothy Wu en su libro The Attention Merchants, ¿somos conscientes de que estamos perdiendo la tolerancia a toda pausa que demanda algún nivel de contemplación?, ¿estamos conscientes de que se está perdiendo la concentración en tareas educativas esenciales como la comprensión lectora?
¿Dónde estará el infinito?
Lo que puede resultar más grave es el colapso del tiempo que producen los entornos digitales al sustentar su utilidad en la velocidad y la total inmediatez. Ubicados en la lógica consumista de lo instantáneo, no queda lugar en la mente para la esperanza, si consideramos que ésta solo existe cuando podemos abstraer expectativas futuras que nos ilusionen. A manera de hipótesis, podemos aventurarnos a inferir que en el mundo de lo instantáneo la esperanza y cualquier visión de largo plazo se vuelven innecesarias. Por ello es urgente revisar el impacto tecnológico sobre la naturaleza humana e identificar cómo afecta nuestras ideas de futuro, ya que éstas, junto con la esperanza, son el motor de la educación. Solo así podremos plantear un modelo educativo visionario y no quedarnos solo con la transmisión de contenidos desde plataformas de educación a distancia que servirán de muy poco si los aprendizajes son lejanos a la realidad del estudiante, sobre todo en su adolescencia.
Esta década, decisiva para la humanidad por la amenaza del cambio climático, inicia con dos sucesos ocurridos en una misma semana de junio, que juntos simbolizan el mayor reto de la humanidad. Por un lado, el espectacular despegue de una nave espacial como muestra de nuestra capacidad técnica y por otro, la muerte de un ser humano a consecuencia del racismo, hecho que pone al descubierto nuestra incapacidad ética.
En el año 2014, pocos días antes de su muerte, mi madre veía una de tantas noticias violentas en la televisión y se preguntaba ¿dónde está Dios? Para cambiarle el ánimo, decidí ponerle un documental con bellos e imponentes paisajes naturales; entonces se preguntó ¿dónde estará el infinito? No sé si haya encontrado una respuesta, pero al leer sus cartas es claro que le bastó imaginar su regreso a México para vivir con esperanza y tener paciencia durante 17 años. Hoy me cuesta trabajo, al igual que a ella, imaginar lo que les tocará vivir a la niñez y juventud que tienen toda su vida por delante. Solo sé que es urgente crear un modelo educativo que promueva, entre los miembros de la próxima Generación 2020, los aprendizajes formativos que los ayuden a nunca perder la esperanza a pesar de estos tiempos de aislamiento que nos ha impuesto la pandemia.
Juan Manuel López Garduño
Se ha especializado en el diseño conceptual de ecosistemas educativos digitales. Su trabajo pionero en la aplicación de la tecnología digital en la educación y cultura inició hace más de 30 años en el área de museos. Como director general de la empresa Edumundo 360, ha procurado impulsar la investigación y la experimentación para identificar el impacto de la tecnología digital en la sociedad. Su opinión crítica ha sido recogida por varios medios nacionales, entre ellos el periódico Reforma, El Universal y Milenio Diario; de este último ha participado como articulista invitado.