Francisco Toledo nació en 1940, “por accidente”, en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México, pero creció entre Minatitlán y Juchitán. (Foto: Eunice Chao, abril de 1998).
Francisco Toledo, ese rehilete
Huidizo. Extranjero en todas partes, como el Adriano de Marguerite Yourcenar. Generoso. Exigente. De humor ácido y malora. Con insatisfacción permanente. Tomador de distancia frente a cualquier poder, sobre todo el político y el religioso. Apasionado de los libros y la lectura, de la imagen y sus maravillas. Pintor de zoologías fantásticas y acoplamientos nunca del todo improbables. Oficioso grabador de temperamento nervioso e impaciente. Editor con un ojo fino y educado, exigente al extremo. Ceramista generador de duelos. Promotor de entusiasmos para fabricar papeles manualmente, confeccionar libros para invidentes y volar papalotes.
Ayer murió Francisco Toledo y escribir sobre él es una tarea compleja porque fue un artista abarcador de muchos mundos. No solo el de su arte personal e íntimo, con el cual creó universos llenos de homenajes a sus amores: de Alberto Durero a Rufino Tamayo, de Jean Siméon Chardin y de los mosaicos bizantinos al arte aborigen australiano, por mencionar unas cuantas pasiones. También Toledo fue artífice de lo público a través de los proyectos que dieron nacimiento en la ciudad de Oaxaca a museos de arte, bibliotecas, centros de fotografía, cines, fábricas de papel y centros de formación artística. Una lista resumida abarca: el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO), el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, la Cinemateca El Pochote, la Fábrica de Papel de San Agustín, el Centro de las Artes de San Agustín (CASA) en Etla.
Francisco Benjamín López Toledo nació el 17 de julio de 1940 en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México —así lo consigna su acta de nacimiento—, pero creció entre dos escenarios que formarían su imaginario de infancia y adolescencia: Minatitlán y Juchitán. “Nací en México por accidente. Nunca tuve una liga con ese lugar. Uno es de donde se siente”, confesó a esta reportera en el marco de la larga serie de entrevistas que constituyen el libro Se busca un alma, retrato biográfico de Francisco Toledo (Plaza y Janés, 2001). Por eso, él siempre fue juchiteco. Y de esos parajes surgieron las historias que le contaban sus abuelos y que sin duda adicionó con una imaginación plena en las primeras series de gouaches, tintas y acuarelas de las décadas de los 60 y 70 con autorretratos, mujeres, pájaros y tortugas en continuo escarceo erótico.
De las narraciones orales del pueblo juchiteco de San Vicente con su Río de los Perros, o a partir de los oficios de sus abuelos que mataban cochinos y eran zapateros, Toledo recreó en papeles y telas el anecdotario que en la lejanía de su estancia europea se maximizaba en detalles, nostalgia e invención. Porque si algo marcó la mitad de la vida del artista fue no solo la imaginación profunda sino la movilidad que le provocó “no calentar lugar” con una familia nómada entre Juchitán, Ixtaltepec, Arriaga, Ixtepec, Minatitlán y Oaxaca. Así que el pequeño fue parte de un periplo que se asentó un poco en Minatitlán, pero a los once años ya estaba en la capital de Oaxaca, a los 17 en la Ciudad de México y a los 20 viajó a Europa.
Su primera exhibición sucedió en la Galería de Antonio Souza en 1959. Las 24 acuarelas que le sugirió Roberto Doniz llevar ante el galerista se lograron vender en 125 pesos cada una y el éxito de la exhibición le facilitó el dinero para viajar a Roma y París, con una estancia de cinco años. Antes de marcharse, fue precisamente Souza el que otorgó al artista autodidacta su “nombre artístico”. Suprimió el segundo nombre de pila y el apellido paterno y, a partir de entonces, Francisco Toledo empezaría su carrera que con el tiempo alcanzó visos de internacionalización.
El artista experimentó desde su juventud con el género del autorretrato. En 2017 presentó en el IAGO la exposición Naa Pia’ / Yo mismo. (Fotos: Instagram del @iago_mx).
La etapa europea resultó fundamental en su formación, pues dedicaba todo su tiempo a dos acciones: pintar y visitar el Museo del Hombre en París, donde abrevó la pintura primitiva que se convirtió en una influencia nodal porque, además de la estética formal en las creaciones australianas en los glifos de las cavernas, permeó en su interior el espíritu colectivo ante la intervención de muchas manos en cada pieza artística.
Aquella etapa en París fue también relevante con la presencia de dos piedras tutelares en la trayectoria de Toledo: Rufino Tamayo y Octavio Paz. El primero le regaló sus instrumentos de trabajo cuando dejó la capital francesa: pinzas para estirar las telas, tachuelas y otros objetos. “¿Se da cuenta de que Tamayo le está entregando la estafeta?”, recordaba con cierta ternura Toledo aquellas palabras de Paz. El futuro Nobel mexicano —entonces agregado en la Embajada de México en Francia— también le sería un apoyo indispensable ya que le consiguió espacio para vivir en la Casa de México en París y dedicarse de lleno a pintar.
Si bien Toledo nunca asumió etapas creativas a la manera cronológica, sí lo hizo por las temáticas que abordó con más o menos claridad en el tiempo. A fines de los años 70, sus intereses fueron diversificándose en personajes y soportes: (anti)homenajes a Benito Juárez, insectos, su Manual de zoología fantástica al lado de los textos de Jorge Luis Borges; sus cerámicas que eran vasijas pero también murales efímeros; bicicletas, máquinas de coser, planos y mapas juchitecos, entre muchos asideros en los que destacó muy recientemente la serie de autorretratos.
Quizás su etapa creativa más conocida y monetariamente más cotizada es la de los años 70 y 80, con una pintura con la carga anecdótica de las raíces juchitecas y la fantasía erótica. Sin embargo, si algo ha caracterizado a Toledo ha sido su constante experimentación con materiales como las micas, los fieltros y la cerámica en las ejecuciones que en los últimos cinco años han ocupado recintos privados y públicos como la Galería Juan Martín con sus autorretratos y el Museo de Arte Moderno con la célebre exposición de cerámica denominada Duelo, junto con sus incursiones en el diseño y el arte popular hecho junto con artesanos, en la actual exhibición Toledo ve, en el Museo Nacional de Culturas Populares.
Así mismo, la pericia gráfica ha sido marca de identidad toledana. De hecho, el grabado fue su primera incursión creativa, cuando inició horadando el linóleo en la Escuela de Bellas Artes de Oaxaca, con Rina Lazo y Arturo García Bustos como maestros allá por 1956. Un año más tarde iría a la Ciudad de México para estudiar en la Escuela de Diseño y Artesanías del Instituto Nacional de Bellas Artes, donde hizo su primer grabado con lápiz litográfico y después aplicaría sus ejercicios en las técnicas del aguafuerte y el buril.
Su pasión por la gráfica se afianzaría con los años durante su estancia europea en el taller Clot, Bramsen et Georges y la cercanía con personajes de la talla de Pierre Alechinsky, Asger Jorn y Karel Appel. A partir de entonces trabajó en talleres de Nueva York, Barcelona y México (con Mario Reyes, Andrew Vlady, Juan Alcázar, Fernando Sandoval y Mark Silverberg).
Toledo permaneció activo hasta el final de su vida. Aquí, en febrero de 2018, preparando la muestra Diseño, Toledo / CaSa, en el IAGO.
Maestro de las manualidades, Toledo siempre se mostró reacio a hacer murales. Rechazó invitaciones para ocupar espacios en muchos recintos, incluso en el Palacio de Bellas Artes. Comentaba por un lado que no se sentía “a la altura” de compartir los prodigios de José Clemente Orozco y, sobre todo, de Manuel Rodríguez Lozano con su Piedad sublime en el palacio de mármol. Pero sobre todo rechazaba esa faena porque decía que “la dimensión perfecta de la pintura es la de la mano” (citando al alemán Otto Wols) y que “lo demás puede llegar a ser gimnasia”.
A pesar de no haber realizado murales en Bellas Artes, Toledo sí pintó algunos muros de cal. En 1983 lo hizo en la que era su casa y luego se convertiría en el notable IAGO. En cuatro paredes de la casa de Alcalá 507 nacieron caballos y tortugas, sapos y conejos que poblaron en ocre y otras derivaciones color tierra los escenarios donde no hubo distingo entre animales, objetos y humanos, como en Alicia en el país de las maravillas, pero acá en una cópula permanente entre garzas, cocodrilos, calacas y liebres. Ese paraíso o infierno pintado en cal y arena no tuvo una larga vida. Dos años después, Toledo rayó muros, despintó los azules, amarillos y grises y destruyó aquel imaginario. Solo unas cuantas personas tuvieron el privilegio de ver aquel maridaje y solo varias fotografías de Carlos Alcázar resguardadas en el archivo del galerista Ramón López Quiroga, han dado testimonio de aquel prodigio.
Para concluir, el permanente insatisfecho con su obra fue siempre un amante de los libros y la lectura. Formó desde 1988 una de las mejores bibliotecas de arte de Latinoamérica en el IAGO, que después transfirió en 2015 al INBA al “donársela” por un peso. Un recinto que alberga veinte mil piezas de arte y cien mil libros de arte, poesía, arquitectura, diseño y literatura en general que ha sido también refugio de estudiantes y artistas oaxaqueños y de todo el mundo que recorren las calles de la Verde Antequera.
Además, el pintor fue artífice de Ediciones Toledo, que tuvo el tino de publicar a poetas como Seamus Heaney cuando al Nobel de Literatura muy pocos lo conocían, y animó la vida de revistas como Guchachi’reza para difundir la lengua zapoteca y las investigaciones en torno del patrimonio y la cultura oaxaqueña como lo hizo más recientemente al lado de su hija, la poeta Natalia Toledo, con quien publicó varios libros de cuentos para niños en zapoteco-español.
Concluimos este apretado recuento de Toledo con su invaluable labor como activista social, sin querer serlo. Desde la sociedad civil oaxaqueña constituyó organismos independientes como Pro-Oax para emprender acciones en favor del patrimonio natural y cultural de su estado. La no instalación de un McDonald’s en el centro de Oaxaca, la defensa del maíz contra los transgénicos y la exigencia de justicia para los estudiantes asesinados de Ayotzinapa fueron algunas de las luchas que tomó como suyas con un total sentido de responsabilidad y también de juego.
Porque para muchos la eterna mancuerna de autoridad artística y autoridad moral de Toledo será tan permanente como su imagen para siempre: corriendo con un papalote como bandera de esperanza (con el rostro en el volantín de uno de los 43 de Ayotzinapa).
Toledo en el vuelo y en la risa. Toledo como papalote. Toledo, ese rehilete.
6 de septiembre de 2019.
Angélica Abelleyra
Periodista cultural especializada en artes visuales y literatura tanto en medios impresos como digitales y en televisión. Es licenciada en Comunicación por la UAM Xochimilco y es autora entre otros libros de Se busca un alma. Retrato biográfico de Francisco Toledo (Plaza & Janés, 2001) y Mujeres Insumisas (UANL, 2007). Hizo la coordinación editorial y la curaduría de la retrospectiva en el Centro Cultural Tlatelolco/UNAM, Rogelio Naranjo, Vivir en la raya (Ed. Turner, UNAM, 2013). Es coautora de los libros Héctor Xavier, el trazo de la línea y los silencios (junto a Dabi Xavier, UV, IVEC, 2016) y De arte y memoria. Bela Gold, una propuesta visual desde los archivos desclasificados de Auschwitz (UAM). Integra el consejo consultivo del Museo de Mujeres Artistas, MUMA.