HERMOSILLO. Los afanes por persistir de una colectividad que naufraga le hace advertir en una red el recurso que le permitiría sobrevivir, asirse a su embarcación y remontar ante el oleaje bárbaro, compartiendo tal tejido en consideración incluso por encima de la colapsada materialidad de la nave, y de la accidentada jerarquía de la tripulación. Una vez en tierra, los forasteros se encuentran con pobladores oriundos que por su condición discordante con sus cánones se les mira desafiantes, se les amedrenta a unos, y se les ofrece abrigo a otros; mediante un perverso cobijo se les convierte en súbditos, y deben asimilar, aprender y reproducir lo que se les dicta como conducente y apropiado, es decir, como cultural. La ríspida frazada es aquella misma red de la salvación. Desde la Tierra del Fuego hasta el desierto más septentrional, la creencia, tras varios siglos del llamado encuentro entre dos mundos, es aún que la civilización llegó en barco a Nuestramérica.
La edificación de las repúblicas implicó armazones económicos y políticos sustentados en supuestos de la cultura concordantes tanto entre élites económico-políticas, como entre aquellos grupos que obtendrían un beneficio determinado ante la imposición también de un modelo cultural –no sólo complementario de tales columnas–, mecanismo ideológico que podemos nombrar poder identitario.
En el contexto nacional, la construcción de la identidad cultural procuró en su dinámica demográfica un efecto de crisol, que en el arte tuvo fastuosos despliegues escénicos. Las regiones periféricas tuvieron dinámicas diferenciadas respecto al centro dominante. En el noroeste, se distinguen dos procesos: un acotado mestizaje y una apabullante segregación. Desde la segunda mitad del siglo XX, élites y sectores poblacionales dominantes han promovido un concepto particular de la cultura mestiza que resulta excluyente de la diversidad propia de la entidad. Los planteamientos de la próxima administración estatal, al frente de ella Alfonso Durazo Montaño, prefiguran en el mismo sentido el anterior modelo[1].
Sonora es, en primera instancia, tierra de siete pueblos originarios: kuapak o cucapá, tohono o’odham o pápago, o’b o pima, comcáac o seri, yoeme o yaqui, yoreme o mayo y makurawe o guarijío. Acrecientan la pluralidad del estado: un grupo kikapú avecindado a principios del siglo XX; alrededor de sesenta sectores étnicos con más de tres décadas de asentamiento, destacando triquis, mixtecos y zapotecos; así como una amplia población foránea, tanto mestiza nacional como extranjera, de decenas de miles de personas.
La alianza basada en la colusión tácita, factor propio de la intersubjetividad, tiene tal trascendencia que ha minado no sólo el rubro de la gobernanza cultural, sino incluso a la esencia social del estado. La operación de los programas culturales exhibe tal giro: proyectos artísticos individuales o de grupos conformados por una cantidad mínima de personas han llegado a ejercer financiamientos equivalentes o mayores hasta en dos o tres veces al presupuesto operativo anual de organismos de labor comunitaria, a través de programas como el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS), el de Estímulo Fiscal para la Cultura y las Artes de Sonora (EFICAS)[2], o a partir de programas federales como el FONCA, el Programa de Fomento y Desarrollo de las Culturas Indígenas (PROFODECI) de la CDI, actualmente INPI, o del desaparecido “México, Cultura para la Armonía”, entre otros. En esa lógica, un determinado pueblo originario puede quedar plasmado en una serie de óleos gracias a un proyecto de cientos de miles de pesos, mientras la misma población carece de agua potable.
Para dilucidar el panorama actual de la cultura en Sonora, es necesario cuestionarnos acerca de los procesos históricos y de sus efectos en el presente, así como definir los rasgos de la realidad emergente, concatenada con aquellos antecedentes, pero caracterizada también por una sinergia contemporánea.
Del poder regional
El autonombramiento “sonorenses” proviene de hechos histórico-políticos plenamente identificables: la escisión entre Sinaloa y “Sonora”, la lucha interna de grupos de poder que debatieron entre nombrar al estado resultante “Sonora” u “Ostimuri”, y la oficialización simbólica en 1828 en el congreso local de la denominación “sonorenses”[3].
Un hecho determinante en la conformación de la “cultura sonorense” contemporánea fue la transformación económica del estado a partir de la década de 1930, que implicó un tránsito poblacional de la porción regional de la Sierra Madre Occidental hacia la costa. Con la crisis del capitalismo mundial, la minería cedió coyunturalmente su primacía a la agricultura, y posteriormente al sector terciario[4]. Flujos migratorios incidieron en la territorialidad de municipios que vieron aparecer asentamientos como Cd. Obregón, y engrandecerse localidades semi-urbanas como Guaymas, Navojoa y Hermosillo.
Desde la década de 1980, y hasta la actualidad, por parte de los grupos económicos, políticos y culturales dominantes no se reconoce tal proceso. Se asume una identidad cultural monolítica, basada en una estigmatización de la región como rural y con una predominante vocación agrícola, sustentada también en un estereotipo de la persona sonorense como caucasoide, hispanohablante, campirana, de vestimenta “norteña”, un carácter que equipara descortesía con gallardía y de género masculino.
Lo cierto es que Sonora hasta la época posrevolucionaria contaba con una sociedad cosmopolita, caracterizada por un urbanismo incipiente pero vanguardista, entorno en el que la población podía acceder a la formación artística y a una oferta cultural que aunque intermitente se encontraba sincronizada con las corrientes mundiales; correspondiendo con el gusto, se contaba con agrupaciones artísticas de disciplinas como danza y música; en la capital, Hermosillo, se contaba con un teatro (derribado en 1968) de una superioridad técnica a los existentes en la actualidad.
Cultura moderna y rurbanidad
No obstante la efectiva modernidad de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, desde la matriz del Sonora rurbano fue que se crearon las instituciones culturales locales, cuya base se gestó durante la gubernatura de Samuel Ocaña García (1979-1985): Casa de la Cultura de Sonora (obra iniciada durante el anterior periodo gubernamental de Alejandro Carrillo Marcor), Banda de Música del Estado, El Colegio de Sonora, una copiosa labor editorial, entre otras instituciones y acciones. La colaboración estatal con el gobierno federal se reflejó en la creación del Museo Regional de Sonora y sede del INAH. Además, a partir de 1983 se creó un sistema de centros de cultura indígena impulsado por la Dirección General de Culturas Populares, enmarcada entonces en la SEP, en las regiones yaqui, mayo, comcáac y makurawe. Mediante vinculación con el ámbito civil, se conformaron el Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD, A.C.), y la Sociedad Sonorense de Historia, A.C.
Hacia 1989 se creó el Instituto Sonorense de Cultura, que aglutinó entidades pre-existentes y creó nuevos espacios. A partir de la década de 1990, en el nivel local y en el campo cultural, en la mayoría de los municipios se crearon dependencias del rubro, a las que en ciertos casos se les confirió además la responsabilidad del deporte o el turismo, o que se les demarcó su naturaleza política: “acción cívica y cultural”. Con todo lo anterior, se consolidó la estrategia de acción gubernamental que redujo la diversidad cultural de la región a la estampa campirana de una población serrana que, realmente, jamás existió.
[1] Aldaco, Beatriz, “Sonora: una nueva visión incluyente y diversa de la cultura” (2020), en Bracamonte Sierra, Álvaro (Ed.), Sonora 2021. Propuestas para su transformación. Tomo II, Hermosillo.
[2] http://isc.gob.mx/devel/eficas/
[3] Núñez Noriega, Guillermo (1995), “La invención de Sonora: región, regionalismo y formación del estado en el México postcolonial del siglo XIX”, Revista de El Colegio de Sonora, año VI, núm. 9.
[4] Ramírez, José Carlos (1991), Hipótesis sobre la historia económica y demográfica de Sonora en la era contemporánea del capital (1930-1990), Serie Cuadernos de trabajo, El Colegio de Sonora, Hermosillo.
Tonatiuh Castro Silva
Sociólogo, maestro en ciencias sociales, promotor cultural, con estudios de doctorado en derechos humanos. Se desempeña como investigador en la Dirección General de Culturas Populares de la Secretaría de Cultura, y como director de Mancomún Agencia de conocimiento. Se ha dedicado a la investigación social por casi tres décadas en El Colegio de Sonora, INAH y en el sector privado. Ha sido docente en los niveles superior y posgrado. Ha fungido como asesor de grupos civiles, instituciones y comunidades, en proyectos financiados por instancias como Fundación Ford, Fondo para la Cultura MEX/USA y PACMYC. Ha sido dictaminador en programas de diversos organismos, entre ellos, INI/CDI e Instituto Sonorense de Cultura. Ha publicado libros, artículos académicos y periodísticos, así como cuento, desde 1987.