La utopía populista colapsa en una paradoja, que ya señalaba Bourdieu[1]: se le concede al pueblo el poder, en un discurso que en realidad oculta el privilegio de unos cuantos que deciden por todos; de la misma manera en que disponen de los recursos materiales de subsistencia (presupuesto) y también de los del arte y la cultura. Pero el más apetecible fruto para el populista es la libertad; someter toda forma de libertad. El arte y la cultura constituyen los campos floridos de la libertad. Cuando el populista somete a la libertad creativa, se uniforma la diversidad y conduce a toda la expresión estética al carril unidireccional de la propaganda.
No es desconocida el uso del odio y la polarización en tiempos del populismo. En México, en Estados Unidos, en Brasil, en Alemania o el Reino Unido, el disangelio -la mala nueva- del populismo se impone con la discordia y desde el enfrentamiento y la polarización construye y ejerce su hegemonía. Por eso, en su obcecada lucha por el poder, no encuentra nada más extraño y opuesto que el mundo de la autonomía irreductible: la cultura y la institución imaginaria de la creación cultural. El populismo opone una forma pervertida de la institución imaginaria de la cultura en la imposición programática de la propaganda.
Así como la perversión del amor al pueblo justifica los privilegios de la élite en el poder; la cultura se convierte en la moneda de cambio, en el espejo pervertido de la propaganda. El arte renuncia a su poder transgresor y transformador del imaginario social para convertirse en la verdad ideológica de la élite en el poder. En la propagada desnuda el populismo su verdadera raíz ideológica en la ultraderecha. Los regímenes totalitarios: stalinistas y fascistas, compartieron la misma abyección por la cultura y su adicción al espejo de la propaganda.
El populista aspira al poder absoluto, para lograrlo tiene diferentes alternativas que no pasan por la cultura y que encuentran en los derechos fundamentales, los derechos culturales un territorio de confrontación, de pugna, que ha llegado a niveles de guerra no declarada. Mientras que el ámbito propio de la cultura y el arte son la libre creación, la reproducción aproximativa, deformante, imposibles de corporativizar y de someter; el populista adopta su papel y se oculta bajo la máscara de El Pueblo. Desde el púlpito del poder exige el sometimiento de la cultura, de toda forma de autonomía e impone sus propias formas de vasallaje. No es extraño que termine rodeado por los diez intelectuales que le confirman todos los días el credo de Yo, el Supremo.
Desde el arte y la cultura se debate y crea la institución imaginaria de la sociedad; desde el poder hegemónico, totalitario se ciernen las descalificaciones, las censuras y cancelaciones al arte y la cultura “que no le hablan al pueblo”. Aunque sea el verdadero pueblo el que se expresa en el arte y la cultura y que el mismo artista sea una expresión auténtica de la organización y el conflicto sociales. El populista se impone mediante la propaganda como el espejo del pueblo, no es sino su imagen distorsionada y pervertida:
La institución de la sociedad es institución de las significaciones imaginarias sociales y, por principio, debe dar sentido a todo lo que pueda presentarse, tanto “en” la sociedad como “fuera” de ella.[2]
Contra toda previsión, incluso las de Walter Benjamin[3], el arte ha prevalecido sobre todas las fuentes mecánicas de reproducción y las plataformas materiales y digitales de expresión. La cultura tiene funciones ambivalentes es apropiación social y privada; es institución imaginaria social y espacio de conflicto; encuentro de los imaginarios sociales; es también fuente de legitimación, pero siempre sin perderse en las formas pervertidas de la propaganda. Es distinción y pertenencia; es industria y artesanía; es representación universal y falsación de la naturaleza[4]. En ese complejo ámbito se desarrollan la cultura y el arte en nuestros tiempos. Las aplicaciones, los formatos digitales no son meras modalidades de expresión, son también nichos de mercado, fuentes de desarrollo económico, medios autónomos de expresión.
El salto a la sociedad de servicios es vertiginoso, dinámico, complejo. Desde las últimas décadas del siglo XX se han desarrollado una gran diversidad de estudios que muestran las contradicciones y el enorme potencial que subyace a la transformación de las sociedades industriales a las sociedades de servicios. En México, el país que tiene el más grande patrimonio cultural del Continente Americano, vive presa de los discursos autoritarios de los setentas del siglo XX y tiene estigmatizadas amplias áreas de desarrollo cultural.
Aunque existen convenciones internacionales, estudios y documentos elaborados por la UNESCO, en los que se establecen los compromisos de los países que firmaron y ratificaron dichas convenciones, documentos y declaraciones, entre los que se encuentra México, palabras como mercado, capital cultural, valor, se han estigmatizado desde un discurso que parte de un universo cultural fundado en el sindicato-nación. El patrimonio está resguardado porque el sindicato es el único custodio, por tanto, el único beneficiario, el único con potestades amplias. Es impensable que las comunidades colindantes con los monumentos o zonas culturales se beneficien del patrimonio, incluso, que los propietarios de inmuebles tengan derechos, pero sí se les impone cumplir con obligaciones.
Estas discusiones las hemos tenido en diferentes momentos clave en el desarrollo de las propuestas legislativas y del debate sobre presupuestos y políticas culturales. Cuando se abrió el debate sobre la reforma constitucional del Derecho a la Cultura, los Derechos Culturales y la libertad Creativa, el debate es si debía haber alguna ley más de cultura, cuando ya todo estaba previsto en la Ley Federal sobre Monumentos. Ahora regresarán los debates y las tentativas de desaparecer la Ley General de Cultura y Derechos Culturales, así como arrojar al sector cultura a la Secretaría del Bienestar. El sector terminará en un mero apéndice del asistencialismo populista.
El conflicto es evidente: la lucha por el respeto y ejercicio de los derechos fundamentales contra el asistencialismo; la defensa de un incipiente Estado de cultura contra la discrecionalidad presidencial. Cualquier proyecto de dictablanda o dictadura pasa por la cancelación de la cultura y por la imposición de un sistema discrecional, un sistema de dádivas que convierte a toda persona no en sujeto de derecho, sino en menesteroso dependiente del gobierno.
La austeridad no es un mejor y eficiente uso de los recursos, es la imposición de miseria, lo que se ha denominado la precarización del trabajo cultural; el pago por becas de 4 mil a 6 mil pesos, no por plazas, honorarios, o contratos establecidos en apego a los derechos laborales y culturales de trabajadores, especialistas y artistas. El objetivo es de nuevo el sometimiento y de nuevo la dependencia de un gobierno que se concibe como pantocrátor y que de su mano dimana el bienestar, la gloria, la utopía posible (sic).
Tendremos que levantarnos y oponernos a la expropiación universal del populismo. La de los recursos públicos es evidente, ya no existe recurso alguno, no sólo para lo necesario, sino para lo imprescindible. Siguen todos los recursos materiales y simbólicos, tomados bajo la potestad de un gobierno que se asume como el administrador de la precariedad universal y el único propietario de los recursos, el único portador de la verdad, el velador de la pureza estética del pueblo.
Todos los que hemos participado en la construcción del Estado de cultura debemos mostrar nuestra oposición a un gobierno anticultural, desde la diversidad de estrategias, de instrumentos y de programáticas políticas. No son excepcionales ni aleatorias las acciones de agravio y violencia del Estado populista contra la cultura, está en amor por la sustancialización del Pueblo; pero el odio eficiente y directo por las personas. Debemos aprender las claves freudianas detrás de las declaraciones del amor, del humanismo populista, no hay nada más que un odio violento y destructivo. Como en toda relación violenta y destructiva, está en nuestra mano romper los vínculos de dependencia y hacernos responsables del cambio.
[1] Pierre Bourdieu, Razones prácticas, Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Editorial Anagrama, 1997, pp. 115-125.
[2] Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Editorial Gedisa, 1988, p. 178.
[3] “Otra cosa sucede con la toma en el estudio cinematográfico. Lo aquí reproducido ya no es obra de arte, y la reproducción por su parte lo es tampoco en sí misma como una fotografía de ordinario. En el mejor de los casos, la obra de arte sólo nace aquí en base al montaje. En el cine estriba en un montaje del que cada componente individual reproduce un suceso que ni es en sí una obra de arte ni la produce en la fotografía”. Véase, Walter Benjamin, La obra de arte en la época de la reproductibilidad mecánica, en Obras Libro 1, vol. 2., Madrid, Editorial Abada, 2008, p. 26.
[4] Esto la analiza ampliamente Zygmunt Bauman en: Zygmunt Bauman, Modernidad, ambivalencia y fluidez social, en: AAA. Las Contradicciones culturales de la modernidad, Barcelona, Anthropos, 2007, pp. 404-452.
Arturo Saucedo
Desde 1989 hasta 2021 ha trabajado y colaborado con instituciones culturales como el IMER, asesor en Nuevas Exrpresiones Culturales, Programa Cultural para Jóvenes, Dirección General de Culturas Populares y como director general de Vinculación Cultural (Conaculta); en el Museo Universitario del Chopo, de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Asesor en las comisiones de Cultura de la Cámara de Diputados, del Senado de la República y de la Asamblea Legislativa de la CDMX, en las que ha redactado tres reformas constitucionales, entre las que se cuenta la del artículo 4º, párrafo 12 y 73 XXIX-Ñ. Formó parte del Consejo Redactor de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales y de la Ley de Cultura para la CDMX. Forma parte del grupo de investigación PAPIIT UNAM “A 500 años de la Conquista: interpretaciones alternativas desde las ideas filosóficas de imperio, política, naturaleza americana e identidad mexicana”. Ha colaborado como curador, investigador y coleccionista en exposiciones del Museo del Palacio de Bellas Artes, Museo Carrillo Gil, Museo Nacional de Arte, Museo Nacional de Antropología e Historia, y en El Estanquillo, Museo Carlos Monsiváis.