La historia como política cultural ( y 2)

Quizá el campeonato de los héroes nacionales, en toda la historia, se lo lleven los niños que dicen lucharon en el Castillo de Chapultepec. Sin duda, son todo terreno. (Imagen tomada de lajiribilla.com.mx).

 

Al seguir mi relato de la entrega anterior ¿cómo ha afectado a la política cultural la omnipresencia del enfoque histórico del actual gobierno? Cabrían considerarse tres implicaciones iniciales.

La primera se relaciona con la planeación, lo que propiamente llamamos políticas públicas de cultura, pues ocurre un desplazamiento en el orden de prioridades entre lo que tiene que ver entre el cumplimiento de los objetivos públicos en el campo de la cultura caracterizados por su autonomía y libertad creativa y el ordenamiento simbólico fundado en una concepción de la historia y la memoria. El régimen se siente incómodo con lo que no puede conducir y si lo deja en libertad lo hace también sin apoyo o compromiso. En cambio, el manejo de los símbolos es un terreno en el que el presidente se siente a gusto y se empeña en su conducción. No en balde el mandatario ha alcanzado cierta pericia en ese terreno fruto de años de lectura y conversación con especialistas en la historia de México.

No se puede decir que la cultura, incluso el arte -que rara vez menciona en sus discursos-, no le interesen al presidente, pero sí que mueve más su atención el Fondo de Cultura Económica o la Coordinación de la Memoria Histórica y Cultural cuya actividad puede conducir con más claridad.

Como se ha visto a lo largo de los casi tres años de su gobierno, la Secretaría de Cultura muy ocasionalmente es mencionada en sus informes, si es que lo es, y su titular ha sido de las que menos veces ha asistido a las conferencias de prensa diarias del presidente (ocho veces hasta el 15 de marzo de este año según SPIN Comunicación Política). En cambio, a veces únicamente son mencionados en los apartados sobre cultura del FCE o la Coordinación.

Por otra parte, el interés por la historia no es precisamente hacia la historia académica. De hecho, las instituciones de investigación en donde laboran historiadores de amplio prestigio nacional o internacional han sido poco favorecidas por el ímpetu del discurso oficial, ni se han promovido importantes encuentros académicos que analicen en profundidad los procesos impuestos por las efemérides, posiblemente porque el juicio sobre estos ya está dado y lo que procede, en todo caso, es su difusión a través discursos, celebraciones o actos escénicos.

 

El gran pendiente de los historiadores cuaroteistas es determinar si la Estela de Luz o popularmente llamada Suavicrema, debería ser destruida o quizá ser objeto de una intervención para cambiar su fisonomía. (Imagen tomada de animalpolitico.com).

 

Decidiendo las rupturas

La segunda consecuencia la podemos observar en otro rostro de la política cultural, la cual refiere a la reelaboración simbólica de la acción pública. Todos los jefes de Estado han tenido opiniones sobre la historia y han realizado actividades conmemorativas obligados por las efemérides nacionales -como fue el caso del bicentenario del grito de Dolores-, pero el papel que han jugado estas en la construcción de la gobernabilidad del país había sido menor hasta ahora. En ocasión del bicentenario en 2010 se realizaron, en efecto, muchas actividades académicas y de estudio sobre el país en tantos campos como fue posible, además del levantamiento de la funesta Estela de Luz del bicentenario, pero fue poco lo que se hizo para reinterpretar el grito de Dolores o por reorientar la enseñanza pública sobre el acontecimiento.

Por esto el modo de actuar del gobierno de López Obrador es notablemente diferente, sin duda más interesado en hacer de las conmemoraciones una oportunidad para orientar, como diría García Canclini, el desarrollo simbólico de la sociedad, interés claro de la cuarta transformación. Para ello ha echado mano de dos o tres oposiciones fundantes: liberales-conservadores, neoliberalismo-antineoliberalismo, soberanismo-intervencionismo… Sin embargo, tal vez el basamento más relevante de la disposición simbólica del régimen siga siendo la oposición abajo-arriba, ricos-pobres, indígenas-mestizos, etcétera, es decir oposiciones clasistas que se justifican en contradicciones morales de buenos-malos, espirituales-materiales, sencillos-aspiracionistas. La celebración del quinto centenario de la caída de Tenochtitlan se presta favorablemente a encarnar estas contradicciones al oponer las culturas indígenas con los europeos y al ensalzar los que se supone que son los valores propios de las sociedades indígenas: armonía, respeto a la naturaleza, vida colectiva, tradiciones compartidas…

La conmemoración del quinto centenario de la caída de Tenochtitlan ha sido entonces una oportunidad muy preparada tanto en los festejos como en el discurso moral que la orienta: reconocimiento de los agravios, perdón, reconciliación. Tiene además un efecto legitimador, al menos entre una parte de los ciudadanos. Si bien ha estado presente desde hace mucho tiempo el resentimiento antiespañol por la catástrofe que representó la conquista a los habitantes y a la organización social y cultural de los pueblos indígenas de ese momento, pocas veces ese sentimiento había sido enarbolado por el máximo dirigente del país.

El gesto de solicitar el pedimento de perdón al Jefe del Estado Español y a la Iglesia católica es algo novedoso y más la expresión en un amplio cuerpo de instituciones que abarcan desde las relaciones internacionales hasta la impartición de la asignatura de historia en las escuelas primarias del país. El presidente, en efecto, ha logrado diferenciarse en este terreno de los gobiernos anteriores cuya acusación de complicidad, entreguismo o simple tibieza queda vigente y fortalecida.

Pero es aquí donde se apelmazan sin pudor historia, ideología y perdón. Por ejemplo, el acto de Petición de Perdón por Agravios al Pueblo Maya, Fin de la Guerra de Castas, si se lee el comunicado oficial en la página del Gobierno de México, se trató de una mixtura de los agravios de la época anterior a 1821 con los hechos de responsabilidad del Estado mexicano. Y lo más relevante es que el mismo solicitante de perdón, es decir, el Jefe del Estado, mezcló la denuncia con la contrición produciendo un evento confuso entre festivo por el elogio de la cultura maya y político en cuanto a la denuncia de un pasado del que se posiciona como ajeno el actual régimen.

 

Ni tan taquilleras. Los diferentes largometrajes que abordan la gesta de Independencia o algunos de sus héroes, no han resultado tan exitosos. En la imagen, Demián Bichir interpretando a Miguel Hidalgo y Costilla en la película “Hidalgo: La historia jamás contada” de Antonio Serrano. Cosas de la historia… (Imagen tomada de filminasenmovimiento.com).

 

López Obrador indicó al mismo tiempo cuál era el sentido que debiera tener el acontecimiento: “El perdón significa la recuperación de nuestra memoria histórica, hacer todo lo posible para que todos los mexicanos sepan lo que pasó aquí y lo que sufrieron nuestros antepasados. Significa reescribir y resignificar nuestra historia nacional, en la que se nos reconozca como sujeto colectivo, cuna de una civilización milenaria”. Tal vez sea por este énfasis en la recuperación de la memoria y en el reconocimiento de esa cultura milenaria por lo que no aparece en esta petición de perdón acciones precisas de reparación a las comunidad maya afectada más allá de la promesa de un plan de desarrollo.

Estas acciones, por otra parte, dejan vivo otro debate sobre la legitimidad del Estado mexicano para solicitar y ofrecer estos actos de perdón. En el caso de las peticiones en este sentido a España y el Vaticano la cuestión es, según la escritora Yásnaya Aguilar, si la autoridad mexicana es la que debe solicitar los pedimentos de perdón supliendo así a los propios grupos originarios. Esta ambigüedad puesta de manifiesto una y otra vez por intelectuales que hablan desde la perspectiva de los pueblos originarios como menciona Aguilar Gil, parte de la tesis de que el Estado constituido a partir de 1821 es para los pueblos indígenas el continuador del régimen de opresión colonial que funcionó en los tres siglos previos y que aún continúa. Por esto la suplantación de los pueblos originarios por la voz del Jefe del Estado mexicano “perpetúa el silencio al que han sido confinadas las historias complejas y diversas de las naciones indígenas” (A Gil “‘Japom’. A 500 años de la Conquista: futuros posibles” El País, 06-08-2021). Otro tanto podría decirse de la petición de perdón a los pueblos maya o yaqui en tanto que más parece ser una acción decidida y guiada por el gobierno que arrastra tras de sí a las comunidades de referencia.

Llegada la conmemoración de la caída de Tenochtitlan, el discurso de ese 13 de agosto permite reflexionar sobre otras líneas de la historia como matriz de las políticas públicas. Me concentro en el tono apologético del discurso en su primera parte: La negación de las sociedades indígenas como bárbaras, algo que afirmó que era ocioso discutir, fue uno de los primeros temas que trató. Y en efecto, es una discusión secundaria en la medida en que ese debate en la actualidad no tiene presencia.

Más aún, en la misma Europa del siglo XVI, en relación con el canibalismo, Montaigne escribió que era posible “reconocer la barbarie y el horror que supone el comerse al enemigo, mas sí me sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras”. Como bien dijo el presidente, es ocioso empeñarse en señalar que las sociedades mesoamericanas eran bárbaras, pues en verdad encontramos rasgos de barbarie en todas las sociedades de ese tiempo (y tal vez de ahora).

En el mismo discurso continúa el presidente en un plan correctivo: Tenochtitlan fue tomada por Cortés y sus aliados, pero no fueron 110 naciones las se aliaron con los españoles, como dice “un escritor promonárquico de nuestro continente” (Marcelo Gullo); los aliados de Cortés se sumaron a él por “sentirse libres y no por vivir como esclavos”; el canibalismo es “una típica inventiva de cualquier colonizador, una vulgaridad por lo general nunca comprobada” aunque la verdadera cuestión, considero yo, es que si eventualmente fuera comprobado, ¿qué importaría? ¿Es tan importante negarlo?

 

Si algo acompaña el trayecto de líder social del tabasqueño Andrés Manuel López Obrador, son las numerosas expresiones del héroe puesta en murales, estampas, caricaturas, etc. Esto que se ve ocurrió en la alcaldía de Culiacán en este 2021. (Fotografía de Jesús Verdugo, El Sol de Sinaloa, tomada de elsoldemexico.com.mx).

 

Finalmente, el presidente enuncia un raro argumento sobre el triunfo de Hernán Cortés: “que [es cierto que] en otros tiempos la hegemonía mexica se haya impuesto mediante la fuerza en todo Mesoamérica, pero a la llegada de los españoles era evidente la decadencia del poderío de Moctezuma y de sus aliados”, es decir, que el triunfo de los conquistadores no hubiera sido posible si la invasión hubiera ocurrido en la época del máximo poder mexica.

Difícilmente un historiador discordaría de la idea de que el motor principal por el que aquellos españoles que arriesgaron la vida cruzando el mar y enfrentando enfermedades, peligros y batallas, lo hicieron por el afán material de enriquecerse. Luego entonces sí puede ser cuestionada la idea de que el objetivo de la conquista o conquistas y la posterior colonización era la civilización de los pueblos de estas tierras, sobre todo porque el uso independiente del concepto civilización o civilizar no ocurriría en español sino hasta muchos años después (no aparecen estas voces en el Diccionario de la Lengua Castellana de la RAE de 1726-1739; en lo que toca a la lengua inglesa, civilización empezó a usarse a mediados del siglo XVIII según R. Williams “Culture” en Keywords. A vocabulary of culture and society, Fontana/Croom Helm).

Al preguntarse y preguntar a su auditorio “si ¿las matanzas de miles de indígenas de Cholula, en el Templo Mayor, en la toma y masacre de Tenochtitlan, y los asesinatos de Moctezuma, Xicoténcatl y Cuauhtémoc, y otras autoridades indígenas, trajeron civilización a la tierra que Cortés bautizó como la Nueva España?” López Obrador no hace sino aplicar un criterio extemporáneo a un suceso que estaba ajeno a ese marco conceptual.

Por ello la pregunta resulta vacía para un historiador pues no fueron esas las justificaciones que dieron los soldados en tales acciones sino una idea que ahora nos hacemos ante esos brutales hechos. En realidad, la llegada de los europeos estuvo cargada de objetivos diversos: evangelización, dominio, fortuna, exploración, investigación, liberación, fuga y tantos más. Por eso la afirmación de que la conquista es un fracaso no es sino una expresión retórica que posiblemente ningún historiador se haga a la distancia de quinientos años. Entonces ¿acaso fue un éxito la marcha de Alejandro hasta las puertas de la India o la construcción de una muralla para defender al reino de China de las invasiones mongolas que finalmente fue ineficaz? O más cercano a nosotros, ¿cabe la pregunta de si la revolución soviética fue un éxito? En este terreno el papel del político desplaza al del historiador y sólo cabe decir que estas preguntas se contestan desde una posición de poder que va más allá de los hechos.

Más aún esta celebración le permite al presidente jugar con una impostura. Como ha señalado Yásnaya Aguilar, Tenochtitlan se convierte en México y el presidente en el representante de los pueblos originarios a pesar de que la primera representa sólo un pueblo de Mesoamérica y, el presidente, según Aguilar Gil, es en realidad la cabeza del Estado que continuó con el dominio colonial sobre los pueblos indígenas.

Cosa de partidos

La tercera consecuencia de la preeminencia de la historia en el ejercicio de gobierno tiene que ver con el papel del Estado en la toma parcial de la historia a favor de un discurso.

Es ingenuo y hasta antidemocrático el considerar que un gobierno no exprese su concepción del pasado y del devenir actual. La historia es la política en el tiempo y eso no puede ser coartado ni limitado, pero hay aspectos en el que el Estado debe contenerse. En cuanto al arte, por ejemplo, los estados han aprendido a la mala que los sujetos privilegiados y únicos de la conducción del proceso artístico son los ciudadanos. Muchas décadas de lucha contra el dirigismo cultural han dejado claro que el proceso creativo reclama autonomía y que el papel del estado es garantizarla y fomentarla en la medida en que es un derecho.

 

En las ciudades norteamericanas con comunidades de origen mexicano, los símbolos patrios, los héroes prehispánicos, de la Independencia, la Reforma y la Revolución, ocupan un lugar preponderante en ciertos espacios públicos. Aquí una vista del Chicano Park, en San Diego. (Imagen tomada de coronadotimes.com).

Pero ¿cuál es el papel del Estado frente a la interpretación de la historia? Al menos dos temas se han vuelto relevantes en este terreno: el del respeto a la formas tradicionales y populares de entender las herencias del pasado a pesar de las imprecisiones o lagunas históricas. Lo anterior pudieran ser la serie de “mitos” con la que los mexicanos nos hemos hecho ciudadanos: el Pípila, Narciso Mendoza, los Niños Héroes, pueden tener o no veracidad histórica pero han sido importantes en construir nuestra visión sobre la Independencia o la Intervención norteamericana y se han incrustado en la cultura popular. Por eso es explicable el rechazo a cambiar la nomenclatura urbana o al retiro de monumentos que forman parte del espacio urbano pues modifican un entorno reconocible por los ciudadanos. Así nos podemos preguntar ¿qué tan trascendente es cambiar el nombre a la calle Puente de Alvarado por Calzada México-Tenochtitlan o el relevamiento de la Noche Triste por la Noche Victoriosa o el cambio de CDMX por México Tenochtitlan? Puede ser que los cambios se lleguen a justificar histórica o políticamente, pero no que las decisiones se tomen suplantando el debate ciudadano.

Estas cuestiones llevan a problematizar cuáles son los límites y el papel del Estado en el fomento y recuperación de la memoria del pasado. Con frecuencia las autoridades justifican sus decisiones como parte del derecho a la memoria histórica. Es el caso de la maqueta del Templo Mayor erigida para la conmemoración de la caída de Tenochtitlan ya que “permiten garantizar el Derecho a la Memoria…, el Derecho a la Memoria de forma monumental” (entrevista a J. A. Suarez del Real y V. Bohorquez 11-08-2012).

Pero ¿de quién es ese derecho? Al asumir un papel de educadores o conductores del proceso de la memoria histórica hay una usurpación de lo que los ciudadanos deben o quieren hacer. Debemos aceptar que las autoridades tienen el derecho y el deber de conmemorar las fechas cívicas que la sociedad ha acordado realizar, pero usar el concepto memoria histórica puede resultar abusivo pues no se puede imponer una visión general de ella pues es siempre parcial.

El citado Tony Judt, al reflexionar sobre la relación entre memoria e historia usa la metáfora ya mencionada en otra parte de este alegato de que las hermanastras, memoria e historia, no se llevan muy bien. La primera, siguiendo la metáfora, es “más joven y más atractiva, mucho más predispuesta a seducir y ser seducida”; la historia es algo “adusta, poco atractiva y seria, más dada a retirarse que a participar en la charla ociosa”. La memoria es, si se quiere, más particular, y por ello hay que actuar ante ella con cuidado pues se basa en aquellos fragmentos que le resultan útiles y que pueden ser más míticos que reales, como la fundación lunar de la ciudad de México.

Por eso las palabras de Judt son muy útiles:

Pero yo creo profundamente en la diferencia entre la historia y la memoria; permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras que la historia adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia (Judt Tony Pensar el Siglo XX Taurus. Madrid, 266-7).

Jean Meyer lo expresa más directamente aplicado a nuestro entorno: “Los historiadores mexicanos… sabemos demasiado los usos y abusos que el juego político hace con la historia nacional y por eso preferimos que nuestra disciplina, nuestro oficio, se mantenga a un lado del foro y del circo conmemorativo” y al citar a su maestro Luis González se une al grito de éste: “¡Señores, no hay más remedio que ir a remover supervivencias, encarcelar residuos y enterrar mártires” (“¿Qué hacer con el pasado?” Nexos, 01.09-2009).

La centralidad de este régimen en la memoria carga entonces con riesgos importantes, pero el mayor es el abuso de construir las políticas culturales, educativas, comunicacionales sobre la parcialidad de la memoria de un grupo que asume la impostura de representar a la nación.

 

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