Libertad de palabra en el penal es una labor que genera grandes satisfacciones. La imagen data de octubre de 2014. (Fotos: Renata Chapa).
Otras voces
Pólvora de ángeles
Renata Chapa
Torreón, 2002. Mi segunda hija había cumplido un año; la primera, sus cinco bien entrados a seis. El aumento de compromisos económicos fue la razón detrás de mi aceptación a impartir dos materias universitarias en aquel verano. En un par de meses ganaría lo mismo que en un semestre. Oferta ineludible de aquella institución educativa privada.
Con la ayuda de una guardería del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y de una beca para cursar preescolar en el Colegio Cervantes, las mañanas de mis hijas estaban resueltas, y las mías serían para atender a los estudiantes que me habían encomendado. Sin embargo, en el día uno frente al grupo y a la media hora de haber iniciado mi exposición, el director del nivel profesional fue al salón a pedirme que suspendiera la clase. “Son muy pocos alumnos inscritos”, dijo. “No es costeable”. Sin más razones, me despachó con cero pesos y cero centavos de ingreso y una lista pendiente de pañales, leche, comida, medicinas y gasolina. Sublimé aquella mezcla de indignación y rabia durante el camino de regreso a casa y, de repente, la transformé en un acto kamikaze, en una “venganza” muy a mi manera: usaría esas mismas horas programadas antes para dar cátedra, para leer placenteramente en la biblioteca del campus. Buscaría algún modo emergente de resolver los gastos de casa y punto. No me iba a dar por vencida.
Al día siguiente, con la ilusión como blindaje antiestrés, llegué a la biblioteca. Y lo que encontré fue una revelación. Todas las mesas tenían alteros gigantescos de libros. Montañas y más montañas. Era la donación póstuma de la biblioteca personal del ex director de Proceso, José Antonio Jáquez Enríquez, oriundo de San Juan de Guadalupe, Durango. Me acerqué al bibliotecario -brillante y estimado amigo- para que me pusiera en contexto. “Tengo que descartar los libros de más de cinco años de antigüedad, también los de hojas amarillentas y los que tienen deterioro en sus pastas o interiores”. En otras palabras y a simple vista, el 90 por ciento del acervo. “¿Te interesa alguno?”, sugirió. No solo recibió un “por supuesto” de inmediato, sino mi disposición para ayudarle a limpiar, clasificar y sacar en cajas, lo más pronto posible, esos textos innecesarios, según los criterios de calidad de aquella biblioteca.
Luego de un par de semanas, dos mil libros estuvieron listos para ser donados de nueva cuenta a algún espacio de vulnerabilidad donde la lectura fuera remanso. Consulté el caso con un matrimonio amigo dedicado a labores voluntarias y me dio dos opciones: o llevarlos a un asilo de ancianos o a la cárcel. Descarté la opción primera. Me encaminé entonces a solicitar cita con el director del Centro de Readaptación Social (Cereso) de Torreón. Como urgía la reubicación bibliográfica, me aventé a dar con aquel sitio que ubicaba de oídas y que jamás había llamado mi atención. Di pronto con el titular del penal y él autorizó con evidente entusiasmo el ingreso del acervo. “Solo le pido, director, que por favor me dé oportunidad de ver el área en donde estarán ubicados los libros, y tomar algunas fotografías”, comenté segura.
Una trabajadora social fue mi guía en la mañana en que ingresamos a la cárcel de Torreón los miles de libros, y yo. Por primera vez “entré al interior” de aquel espacio que me parecía peliculesco. Caminamos por varios pasillos, mientras una cuadrilla de internos iba encaminando, en decenas de vueltas, la donación bibliográfica.
“Aquí te presento a nuestro bibliotecario”. La trabajadora social fue ideal intermediaria entre él y yo. Me sentía apenada por el doble o triple turno que el empleado del Cereso destinaría a esta tarea y supuse una cauda de gestos con fastidio burocrático. Pero sucedió lo contrario: el trabajador, muy cortés y de fluida plática, tenía luces académicas. Habló de sus apetitos lectores y acomodaba sus finos lentes cada vez que sonreía a mis ironías. Era de modales tan formales como su impecable camisa blanca. Quería caerle no tan mal, ya que íbamos a hacer equipo. Mi idea era aligerarle la chamba y asegurar el inventario de los ejemplares. Como el empleado era tan, pero tan parecido a mis alumnos de la universidad, la identificación fue casi instantánea. Al despedirnos, lo noté dispuesto a cumplir con la nueva misión.
De vuelta por uno de los espacios más largos del penal, la trabajadora social tomó la palabra. “No sabes cuánto bien le acabas de traer a este muchacho”. Incrédula, reafirmé mi incomodidad por tener que sumarle tantísimo trabajo extra al bibliotecario estatal. “Pues tendrá que quedarse más de las ocho horas de rigor y llegar tarde a su casa”. Mi guía puso una mano en mi hombro: “¡Ay, no, mija! Bueno fuera. A este chico le acaban de dar una condena de 50 años. Es interno desde el año pasado. Él fue quien se ofreció para atender la biblioteca”. Frené un poco el paso mientras lidiaba con una revuelta de sentimientos. Casi estábamos por llegar a la salida, cuando la trabajadora social me compartió el siguiente relato.
“Él estudiaba en una universidad privada de Torreón. Era un alumno brillante, con excelentes calificaciones. Vivía con sus padres en una colonia residencial, de las más posicionadas de la ciudad. Un día fue invitado a comer a la casa de su exnovia y de la hermana de ella. Acompañadas de su padre, los tres comieron junto con el chico. Al finalizar, el papá salió a arreglar asuntos de trabajo pero cuando regresó, sus dos hijas estaban muertas. Con uno y dos balazos en la cabeza cada jovencita. El muchacho fue aprehendido al día siguiente. Se supo que llevaba escondido entre la ropa un revólver calibre 38, propiedad de su padre. Ni cuando lo aprehendieron ni hasta la fecha ha declarado por qué disparó contra las hermanas; solo repite que no sabe. Fue un caso sonadísimo en la prensa. Pensé que lo ubicarías”. Al terminar de oír los antecedentes de aquel joven, que bien pudo ser cualquiera de mis alumnos, íntimamente me declaré interna del penal e incrementé mi participación en la cárcel.
El bibliotecario fue punta de lanza de mi proyecto “Centro Interactivo Multimedia IMAGO Unidad Cereso Torreón”. Su colaboración fue sobresaliente. Fue una especie de ángel dedicado devotamente a que nuestras metas educativas sí cristalizaran. Yo quería que él, y los que así lo desearan, continuaran sus estudios. Platicábamos sobre literatura, política y filosofía. Tenía excelente humor. Era bilingüe y dibujante asombroso. Dos eran sus otras pasiones, además de la lectura: los videojuegos de inspiración bélica y la música de rock pesado y de nu metal del grupo estadounidense Korn (estilizado como KoЯn).
Un día de clase en el IMAGO unidad Cereso, en Torreón (noviembre de 2009). Sin duda la inclusión de actividades culturales al interior de los reclusorios se constituye en un medio de readaptación social.
Pasaron los años. El ya no tan joven bibliotecario fue trasladado al penal de Monclova, Coahuila. Tengo catorce años sin saber de él pero siempre estuvo y está en mi recuerdo agradecido. También, al pasar el tiempo, nació mi tercera hija y llegó el momento en que las tres compartieron aulas, patios y uniformes del Colegio Cervantes Unidad Bosque. Algunas veces me acompañaron a trabajar en IMAGO y a mis clases en la universidad. En el Cereso jamás fuimos molestadas por la comunidad de internos e internas.
Torreón, 2020. Pocos minutos antes de las nueve de la mañana del viernes 10 de enero, leí un titular en mi muro de Facebook: “Balacera en el Colegio Cervantes Unidad Bosque”. No entendí. No me cuadraba la declaración. Los tiempos duros de La Laguna como corredor geográfico del crimen organizado habían disminuido radicalmente desde agosto de 2014. ¿Cómo que una balacera al inicio de un día de clases. ¡Y en el Colegio Cervantes!
Conforme avanzó la sicosis y las numerosas relatorías de los medios de comunicación locales, nacionales e internacionales, a mí se me aparecían las secuencias de recuerdos de mis tres niñas entrando a ese mismo colegio, que ese día aparecía acordonado, lleno de policías, militares, ambulancias, carrozas funerarias, reporteros, además de los maestros, alumnos, madres y padres de familia en crisis. Hablaban de dos muertos cerca del patio, lugar donde mis tres hijas aprendieron a rendir honores a la bandera y a cantar con imborrable ternura el himno mexicano. Reportaban alumnas y alumnos heridos, y me fue inevitable repasar nombres y rostros de sus compañeros de equipo y de Las mañanitas que celebraban su vida, año tras año, en el salón. Repetían el nombre de la maestra fallecida y decían que uno de educación física estaba lastimado. ¿Se trataba de los profesores de mis niñas? En ese instante, de repente, me ahogué de angustia: “Yo también soy maestra. Yo también soy mamá. Yo también soy amiga de sus directores, Jaime y Toño Méndez Vigatá”.
Para Ivana Muñoz Chapa, el Colegio Cervantes fue su hogar extendido. La niña, que aparece en una imagen de 2014, es hija de la autora de este texto y es también una orgullosa exestudiante de la institución que espera recuperar su normalidad tras los sucesos del 10 de enero, en Torreón.
Luego, más dolor. Un alumno de once años que cursaba el sexto grado de primaria llevaba escondidas dos pistolas que el abuelo tenía en casa. Cuentan que pidió permiso para ir al baño. Dijo que necesitaba cambiarse el pantalón. Tardó. Al salir del sanitario de hombres, no apareció vestido con el uniforme escolar sino con un atuendo similar al de uno de los protagonistas de la masacre escolar en 1999 en Columbine, Colorado. Llevaba una playera blanca, al igual que la de Eric Harris, uno de los tiradores de la Columbine High School, y tenía escrito el nombre de un videojuego de inspiración bélica: Natural Selection. El estudiante le disparó dos veces a una maestra de inglés que, según relatan las declaraciones mediáticas de peritos policiacos, intentó disuadirlo de portar las armas. La profesora perdió la vida por el tiro que dio en su cráneo. El menor, que vivía con sus abuelos, luego de continuar con los disparos y herir a varios compañeros y al maestro de educación física, se suicidó.
Cuando supe que el nombre del niño era José Ángel, mi memoria se fue 18 años atrás. Viajó hasta la biblioteca del penal de Torreón; al “aquí te presento a nuestro bibliotecario” y al relato de las hermanas asesinadas con tiros en las sienes. Llegó hasta la imagen de la calibre 38 que estaba a la mano en casa, propiedad de un padre. Se trasladó hacia las narrativas de los videojuegos bélicos y a las letras violentísimas de Korn. Mi memoria llegó hasta el “¿Por qué lo hiciste?” y el “No sé”, como respuesta que resultó en una condena de 50 años. Arribó hasta el ángel de IMAGO recluido en Monclova que piensa en su liberación, y se posó en el niño José Ángel y en la manera en que decidió liberarse de su reclusión.
renatachapaglz@hotmail.com
27 de enero de 2020.