El legendario acordeón que llegó a Colombia por el mar Caribe y se afianzó al lado de la guacharaca y la caja para crear una música espectacular. (Foto: valledupar_una_nota_ en Instagram).
¿Por qué no fue Celso Piña a Valledupar?
Esta es otra historia. Como agregado cultural de la Embajada de México en Colombia, entre 2001 y 2005, acudí al Festival de la Leyenda Vallenata en Valledupar, la capital del departamento del Cesar, en 2003. ¿Por qué no ha venido Celso Piña? En esa ocasión fue imposible encontrar la respuesta. Un año después pude comenzar a desentrañarla, al estar en la mesa de la sede de la fundación responsable de tan valioso patrimonio cultural colombiano, nada menos que acompañado por uno de los grandes del vallenato, Rafael Escalona (fallecido en 2009) de frente a uno de los hijos (no recuerdo cuál) de Consuelo Araujonoguera La Cacica, la creadora de la celebración.
Del torrente de información generada por el fallecimiento del músico neolonés, no he leído donde se repare en la figura crucial de La Cacica, quien fuera Ministra de Cultura del Presidente Andrés Pastrana. Viajó a Monterrey en 1999 y tuvo contacto con Celso Piña, pieza central para la validación simbólica del fervor norteño por el vallenato. Es evidente que la relación no fue significativa como para que el acordeonista viajara no una, sino muchas veces a la cuna de un género que cultivó con esmero y que se afianzó en la capital industrial de México. Por cierto, para abonar en ese destino compartido entre el norte bronco y los dominios de Macondo, el único municipio fronterizo de Nuevo León se llama Colombia y fue adoptado en el siglo XIX por decisión del congreso local.
Otro escenario de esta historia. Unos meses después de que llegué a Bogotá, en septiembre de 2001, la figura de Consuelo Araujonoguera se apagó. Tras ser secuestrada por un frente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), fue asesinada. Su genio y dominio de la escena cultural en el departamento del Cesar bien le valieron el apodo. El enorme legado de la Pilonera Mayor es materia de culto. Su sobrina, María Consuelo Araujo, La Conchis, fue también ministra de Cultura y luego de Relaciones Exteriores con el presidente Álvaro Uribe. La familia cuenta con un largo y polémico historial en la política del país.
El Festival de la Leyenda Vallenata es una celebración que congrega a toda la sociedad de Valledupar durante cinco días. (Foto tomada de festivalvallenato.com).
Campus abierto y cerrado
Si bien el vallenato es un fenómeno de ciertos alcances globales, el festival tiene fronteras delimitadas con firmeza. Es un evento múltiple para el arraigo, la recreación y la expansión de una de las naturalezas del ser colombiano. Sin duda reciben visitas de promotores y artistas del género de otras naciones. Pero es imposible concursar para ser Rey Vallenato en cualquiera de las modalidades que año con año se disputan o ser programado durante la fiesta (dura cinco días) o en la velada final. En aquella reunión con el propósito de lograr una excepción con Celso Piña, prevaleció la resistencia. Digamos que no fue una reunión amable. Sin embargo algo se vislumbró al llegar al tema del financiamiento. Se ofreció intentar cubrir todo lo necesario entre la cancillería mexicana y algunas de las empresas de nuestro país con negocios en Colombia. Lamentablemente no lo logramos. Aquel 2004, debido a la renuncia de Jorge G. Castañeda a la Secretaría de Relaciones Exteriores, el flujo de recursos se cortó drásticamente. Sin posibilidades de alcanzar el fondeo necesario, pedí las disculpas del caso al representante de Piña y al director del festival.
Quizá el soñarse como figura central de la leyenda explique que la primera visita de Celso a Colombia fuera hasta 2010. Fue a Barranquilla, al Carnaval de las Artes liderado por Heriberto Fiorillo. Lo recordó la reportera Liliana Martínez Polo, del periódico El Tiempo, el pasado 22 de agosto en su nota “Celso Piña, rebelde del acordeón de un mundo vallenato paralelo”. Escribe: “La vallenatología, a los mexicanos, incluso los intérpretes, les quedaba más lejos. El público imaginaba a Valledupar y su entorno como una tierra prometida. El mismo Celso Piña llevaba décadas haciendo música colombiana –con su estilo y sentimiento propio– sin haber puesto pie en el país hasta esos días del 2010. Así que lo primero que pidió al aterrizar en Barranquilla en enero de ese año fue conocer el río Magdalena y en entrevista afirmó: ‘Después de conocerlo, ya me puedo morir tranquilo’ ”.
El regiomontano regresó a Colombia en 2015 pero al también legendario festival Rock al Parque que se celebra en Bogotá. En la misma nota, Liliana Martínez Polo refiere así las palabras de Piña: “Me gustaría venir (a Valledupar) para participar con temas míos, canciones que han nacido en mis noches de insomnio. Concursar no con el fin de ganar sino para que la gente vea lo que viene desde Monterrey a Valledupar. Quiero tocar en la plaza Alfonso López, y ya estando allá, como dijo Juancho Polo: ‘Donde quiera que uno muera, todas las tierras son benditas’ ”.
Heriberto Fiorillo, promotor que llevó por primera vez a Celso Piña a Colombia. Fotografía cortesía de Carlos Duque, tomada en 2004 y que forma parte del libro Mi selección Colombia.
Pocas palabras
“La Fundación Festival de la Leyenda Vallenata lamenta el sensible fallecimiento del músico Celso Piña, quien se identificó por mezclar o fusionar sonidos tropicales conjugando varios géneros como por ejemplo, el vallenato, para llevarlos a todos los rincones de México, su país natal. Condolencias para sus familiares y amigos”.
Tras este tuit, le escribí un correo a Rodolfo Molina Araujo, el director del festival e hijo de La Cacica. Pero quince años son muchos para apelar a una cita de trabajo. Le pedí información sobre otros intentos por programar a Celso Piña en el festival, así como saber una opinión más personal sobre nuestro “rebelde del acordeón”. Tan lacónico como el tuit y sin conceder un ápice, respondió: “Nunca estuvo presente en el Festival de la Leyenda Vallenata a pesar de algunos contactos que se hicieron. Desde la fundación siempre hemos destacado el aporte que ha hecho Monterrey a la música vallenata que la hizo como suya, y más del acordeonero y cantante. Con él siempre viviremos agradecidos por su amor por el vallenato que lo difundió grandemente”.
Así que como parte de la mitología de don Celso Piña quedará no haber pisado Valledupar. El domingo 25 de agosto, en las páginas de la revista R, de Reforma, con el título “¿Por quién dobla La Campana?”, el periodista Roberto Zamarripa termina así su nota: “Celso Piña Arvizu, famoso por tocar lo de otros, pero por hacerlo distinto y con una alegre manera de compartirlo, es ya una leyenda de la música popular. Siendo original, sin serlo; siendo auténtico montado en los remakes. Siendo sencillo y poco pretencioso sobre una simple filosofía que repetía en cada concierto: la música es música. Y nada más”.
¿Y de qué tanto se perdió el de la tierra del cabrito?
En 2011 apareció mi libro Colombia tiene nombre de mujer, una coedición de la Universidad Autónoma de Nuevo León y Ediciones Sin Nombre. Se trata de una ficción articulada a partir de un amplio reporteo de aquellos años de estancia. Casi al final de la obra, a través de uno de los personajes femeninos, dedico unas páginas a mi encuentro con ese universo que genera el Festival de la Leyenda Vallenata.
La historia se estructura a partir de una serie de correos electrónicos, con toda la intencionalidad de ser un conjunto epistolar, cuya destinataria es Esmeralda (la piedra preciosa que da sello a Colombia). Al narrador le acompaña en diversos momentos Janis, la bella: una licencia sobre el personaje Rebeca la bella, de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
A continuación lo transcribimos con ligeros ajustes propios de leerlo después de mucho tiempo.
Celso Piña lo intentó pero por cosas extrañas de la vida no pudo llegar a la cuna del Vallenato, que en 2015 fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. (Foto: fesvallenato en Instagram).
Colombia tiene nombre de mujer (fragmento)
Janis, la bella se adentra en el Parque del Helado de Valledupar y se enfila hacia uno de los quioscos. Lleva una manta wayuú estampada por la humedad, insinuadora de tatuajes. Todos sudamos “a la lata”, pues hay 40 grados de calor. Óscar, como de 16 años, acepta sin amedrentarse el reto y digita en su acordeón Hohner Corona III (en el cual escribió “no se presta”) un “solo” de puya, el aire veloz y complejo de los cuatro en que se expresa el vallenato.
La guacharaca y la caja se suman después para escuchar la interpretación de Óscar de un aire de merengue. La destreza del que quizá algún día sea Rey Vallenato, los adultos la acompañan de aguardientico y whisky Old Parr. El Helado, pegadito al río Guatapurí, es una suerte de Conservatorio del Festival de la Leyenda Vallenata. En este enorme parque que preserva el fuselaje de un avión de la Fuerza Aérea de Estados Unidos en el cual los niños se entretienen y nos deleitamos con las eliminatorias del concurso de acordeoneros infantiles, juveniles y aficionados.
En otro punto del parque nos detenemos ante el pequeño Dyonnel, de 8 años. Ejecuta piezas de los otros dos aires vallenatos, el son y el paseo, con obras clásicas como Samuelito y La mujer y la primavera, las cuales dice haber aprendido de oído y, por ello, poco sabrá por ahora de solfeos y partituras. Dyonnel quiere ganar, enorgullecer a sus padres y seguir la ruta año tras año hasta coronarse entre los grandes para ganar fama y dinero.
El parque del Helado o el Conservatorio de Francisco el Hombre, que es el alias del legendario cantautor Francisco Moscote Daza, me dice Janis, la bella. “Venga que debemos meter los pies al río y evocar a la sirena que por aquí nada para mantener a raya al diablo que, para hacer posible lo que aquí se escucha, derrotaron los franciscos”.
Janis levita.
En el coliseo de Ferias Ganaderas se celebra el concurso de piquerías. Bajo la sombra de árboles gigantescos nos hacemos de una cerveza Águila para alegrarnos con el mano a mano entre verseadores.
Se convoca al duelo inspirado en la leyenda, la cual dice que fue sostenido por Francisco el Hombre y el diablo en Macondo. El concurso se sucede con la rivalidad entre parejas, hombres de todas las edades que son acompañados por los tres músicos de un conjunto vallenato tradicional. Se improvisan décimas y con ellas, cuartetos. Los ganadores son aquellos que despliegan mayor ingenio y habilidad al hilar los versos. Pero ¿y de dónde le sale tanta canija rima? Lo cierto es que un buen aire vallenato lo es con poeta a cuestas; se trata de música como de literatura popular que, nos dice un aficionado, se emparenta con el corrido mexicano. Vaya uno a saber. Las figuras del oficio poético pueblan la geografía colombiana: Colacho Mendoza, Leandro Díaz, Rafael Escalona o Alejo Durán quienes tienen incluso un lugar en la Academia Colombiana de la Lengua.
El festival paraliza a Valledupar por cinco días, jornadas en las que tiene lugar un concurso de acordeoneros profesionales en pos del trono del Rey así como otro certamen de compositores de canción original. Se organizan conferencias, se enaltecen las típicas parrandas vallenatas en círculos familiares y se ofrecen multitudinarios conciertos en el Coliseo Cacique Upar, ubicado en el Parque de la Leyenda Vallenata “Consuelo Araujonoguera”, con capacidad para 25 mil espectadores.
Ese vallenatódromo enaltece a quien la elevó a categoría de patrimonio nacional e internacionalizó una música hecha para escucharse antes que para bailarse. En este departamento, el Cesar, con amplia presencia paramilitar, murió La Cacica Araujonoguera, la Pilonera Mayor, la visionaria, la madre del gobernador al momento de fallecer a manos de las FARC, la esposa del entonces procurador de la Nación, la madrina de los más célebres reyes del acordeón.
La misma que viajó a Monterrey en 1999 y al lado de Celso Piña abonó para siempre el vallenato entre amplios sectores populares. Lo hizo quizá no muy consciente de que la pequeña y única ciudad fronteriza del estado lleva por nombre Colombia.
Tras indagar el por qué se llama así el municipio, supimos que fue una decisión del congreso neolonés de finales del siglo XIX en homenaje a la hermandad entre ambas naciones. Sin embargo, al conversarlo con Orlando Sánchez, dueño del restaurante de mariscos El Chamaco, así bautizado por él debido a su pasión por México, me dijo “¡Papito, si yo digo que somos bien mexicanos!”.
Y mientras disfrutábamos de un sancocho de pescado, acompañado de patacones con su suero costeño y una cerveza Club Colombia, don Orlando nos expuso tres tesis de su pensamiento.
Primera: que los indígenas arhuacos algo tienen de indígenas mexicanos.
Segunda: que los cantantes de vallenatos aprendieron a gritar gracias a las rancheras.
Tercera: que el dulce de arequipe es una fórmula azteca, es decir, cajeta.
De tal suerte que Orlando, oriundo del Tolima, el hombre que sufrió la violencia partidista de los años 50 y que por ello fue un huérfano a punto de perder la vida, nos promete escribir un libro sobre México y Colombia, “el más apoteósico de la humanidad”.
El entusiasmo del dueño de El Chamaco por servirnos más cerveza se topó con la autoridad de Janis, la bella, pues nos esperaba aun el desfile de las piloneras. Por las calles quemantes de Valledupar y a lo largo de cuatro horas, desfilaron unas cien agrupaciones integradas por niños, adultos y personas de la tercera edad, contingentes que muestran las variedades del traje típico de la pilonera al tiempo de que los músicos que les acompañan interpretan la música propia de esa tradición.
El pilón es un tronco hueco con el que se muele el maíz. Su representación es el centro de una coreografía que repiten una y otra vez al paso de las agrupaciones. Por cierto, al frente de uno de estos representativos apareció un tipo disfrazado de Cantinflas.
El gobierno de Estados Unidos donó un avión en desuso y es desde hace años el deleite de los niños que acuden al Parque del Helado (vaya nombre en una región ardiente por el calor). (Foto: valledupar_una_nota_ en Instagram)
Pero en Valledupar saben que cada año, al puro estilo del altiplano, llueve de la nada y de manera torrencial por las noches. Así, todos se mojan de lo lindo. Esa ocasión en el Coliseo Cacique Upar, nos empapamos escuchando el Himno Nacional de Colombia a siete acordeones; pusimos atención a los discursos del alcalde, el gobernador y del presidente Álvaro Uribe, quien abandonó su promesa con un habrá paz “a las buenas o malas”. Así lo dijo, Esmeralda.
En un momento de lluvia intensa llegaron al escenario las figuras del “aire” no reconocido por los eruditos (o puristas) del vallenato, pero que es un sonido clave en la internacionalización de la música: el llamado vallenato pop rock (también hay quien toca “ranchenatos”). Me refiero a los híbridos de Maité Montero, Adriana Tono, Maía, Yolanda Rayo, Santiago Cruz, Fonseca, Juan Carlos Coronel, Andrés Cepeda y Carlos Vives, entre otros, que bien acorazados por una espléndida orquesta sacudieron las aguas de los miles de espectadores.
Hacia las tres horas del nuevo día vino el desfile de agrupaciones más tradicionales, de aquellas que ya han grabado discos y cultivado cierta fama aunque no sean del todo puras en su estructura musical. Ni modo, dicen, el vallenato se va aclimatando a las necesidades del mercado.
He de lamentar, Esmeralda, no darle pormenores de todo lo que implica la coronación del Rey Vallenato como tampoco del mar de evocaciones que concentra en Valledupar esa música que es una suerte de segundo himno nacional de Colombia. Atados al tiempo por cumplir, nos preparamos para la última escala en la búsqueda de las riquezas de El Dorado.
Antes de dejar el inmenso valle del Cesar, Janis, la bella, dispuso de otra manta wayuú sobre su cuerpo. De tan amplia, nos abrazó a los dos. Rodamos entonces en las aguas del mar caribe de Riohacha, en la Guajira, ante la mirada sorprendida de algunos pobladores de ese pedazo de desierto al que arribó hace muchísimos años el pirata Francis Drake.
30 de agosto de 2019.
Eduardo Cruz Vázquez
Eduardo Cruz Vázquez periodista, gestor cultural, ex diplomático cultural, formador de emprendedores culturales y ante todo arqueólogo del sector cultural. Estudió Comunicación en la UAM Xochimilco, cuenta con una diversidad de obras publicadas entre las que destacan, bajo su coordinación, Diplomacia y cooperación cultural de México. Una aproximación (UANL/Unicach, 2007), Los silencios de la democracia (Planeta, 2008), Sector cultural. Claves de acceso (Editarte/UANL, 2016), ¡Es la reforma cultural, Presidente! Propuestas para el sexenio 2018-2024 (Editarte, 2017), Antología de la gestión cultural. Episodios de vida (UANL, 2019) y Diplomacia cultural, la vida (UANL, 2020). En 2017 elaboró el estudio Retablo de empresas culturales. Un acercamiento a la realidad empresarial del sector cultural de México.