
(Fotografías cortesía del autor).
Conocí a Manuel Felguérez (1928-2020) a principios de los ochentas. Llegaban él y Meche a reuniones de amigos que éramos todos varias décadas más jóvenes que él. Y Manuel, se convertía en uno de nuestra generación al cabo de las primeras frases, mutaba en el surtidor de historias y reflexiones no sobre arte, ni de la grilla cultural, sino de la vida. Sus recuerdos pronto nos ilustraban las andanzas de las que venía. Sus anécdotas nos hacían descubrir, como si fueran las cámaras ocultas en un escenario, las perspectivas distintas de los acontecimientos que más nos importaban.
Su voz era delgada y su mirada era directa. Tenía los ojos azules y cuando se dirigía a ti los ponía sobre los tuyos para asegurarse que ese contacto era total y que era a ti a quien estaba dirigiéndose. Imposible escapar de esa frontalidad que se acompañaba de frases, historias, reflexiones.
Jóvenes como éramos, nos parecía un privilegio que esa pareja entrañable pasara horas escuchando nuestros devaneos, oyendo nuestra música, disfrutando a Nina Simone en las espléndidas bocinas que tenía Gabriel Macotela en su casa; nos gustaban esas horas con nosotros y las sabíamos compartidas con una sociedad que estaba afuera de las casas llenas de humo y ruido en las que nos reuníamos. Ese “afuera” se acercaba a él para replicarlo en los periódicos, hacerse fotos que alimentaban las páginas de las secciones de sociales. Saberle más de nuestro de lado que de los políticos, socialités y estrellas del momento que le usaban para prestigiarse, era una suerte de secreto privilegio.
Con los años los encuentros se replicaron con abundancia. En un lugar o en otro, nos veíamos con la complicidad de esas largas reuniones de años atrás en las que nos había tenido la paciencia para estar con nosotros siempre de manera gozosa y ligera. Nos llevaba varias décadas, es verdad, pero nunca existió esa sensación de distancia generacional. Era ya un maestro, sí, pero no lanzaba por delante sus éxitos ni reconocimientos.

Rica herencia
A la par de su obra, cuantiosa y esforzada, se encuentra uno de los mayores empeños de su vida que fue el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez, en la ciudad de Zacatecas, su estado natal. En ese espacio de privilegio museístico se muestran grandes series de su autoría, pero a la vez documenta lo que pasaba en su generación.
Aunque su obra es la que mayormente habita ese espacio, quizá el corazón se ese recinto sean los murales de Osaka que, por fin después de tantos años, fueron reunidos bajo el mismo techo como se quiso hacer en los años sesentas de manera infructuosa. Debido al error de cálculo de un arquitecto emergente quien tomó el proyecto en esa ciudad japonesa, los murales apenas pudieron recargarse en las paredes al aumentar unos cuantos centímetros la altura del piso del pabellón, lo que impidió que entraran las piezas que debían exhibirse en los muros ocupando su exacta dimensión de piso a techo.
Arnaldo Coen, Francisco Icaza, Vicente Rojo, Brian Nissen, Roger von Gunten, Vlady, Gilberto Aceves Navarro entre otros están ahí presentes con esas piezas de dimensiones enormes y a las que hubo que construirles un espacio ad-hoc para que pudieran ser exhibidas. Actualmente, se trata de uno de los raros espacios pensados y construidos para obra específica en el conglomerado museístico de México.
Tanto era el celo de Manuel Felguérez por esas obras, que cuando tuve el gusto de hacer la exposición Me quiero ir al mar con obra de Francisco Icaza en el Museo del Palacio de Bellas Artes, no logramos el préstamo de la pieza Computadoras represivas de Icaza por más gestiones y conversaciones que tuvimos con él. No sirvieron llamadas, peticiones, solicitudes del más alto nivel ni argumentos estéticos que abundaban sobre la importancia de contar con esa obra en la individual retrospectiva de Icaza en el Palacio de Bellas Artes.
Las razones fueron muy simples: “No, porque se desacompleta el discurso museográfico de esa sala. De ahí no sale ninguna pieza”. Apoyado y secundado por Meche Oteyza, su compañera de vida, me pareció irrebatible su postura en tanto que lo que hay que cuidar en los espacios expositivos es justamente eso, que conserven una cordura interna, que el guion curatorial y museográfico no se altere por actividades efímeras y de momento y que permanezca como está.
Nos perdimos de tener esa pieza en Bellas Artes. Se decidió hacer un video de ella y documentarla de esa manera virtual en una de las salas de la muestra. Y las razones de Felguérez, aunque nos incomodaron en un primer momento, las entendimos y apoyamos al ver en él al riguroso custodio de los acervos, de las salas de exposición y del espíritu y vocación de un museo que, a todas estas, lleva su nombre. Una lección de integridad y coherencia.
Vayan estas líneas para no olvidar al enorme creador visual que fue Manuel Felguérez. Le recordaremos siempre como el hombre curioso, afable, generoso en las mejores causas. Queda su legado. Nos toca abrirle un espacio en nuestro imaginario colectivo e integrarlo al patrimonio de lo que nos ha dado cuerpo culturalmente en México.