BOGOTÁ. Al leer los primeros poemas de la antología La casa, de la colombiana Sandra Uribe Pérez (Bogotá, 1972), publicada como parte de la colección Un Libro por Centavos (Universidad Externado), vino a mi cabeza la plasticidad de metáforas tan poderosas como las de Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Como botón de la muestra, basta el primero de los poemas:
Hipótesis tardías
Si mi casa estuviera hecha con palabras
no me calcinaría el silencio,
la humedad y las grietas
no serían más que metáforas del frío
que se alimenta con mis huesos.
Si mi morada fuera un poema
tendría una fuente en la mitad del patio
y las monedas oxidadas
por la memoria de tantos deseos perdidos
no hablarían en los bolsillos del hambre.
Si la argamasa de los muros
estuviera hecha de aliento incontenible,
si las vocales llenaran las horas
con ese humo que no asfixia,
sería difícil desprenderse del fuego,
alejarse cuando el crepitar se hace canto
y la luz sube por la garganta:
no mediarían en la atmósfera
los vocablos de la muerte,
no podría, como ahora,
olvidar la manera de respirar.
En el universo rulfiano de Pedro Páramo, una de las metáforas que recuerdo con más agrado dice:
“Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; (el grito) pudo haber sido en la calle; pero yo lo oí aquí, untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio”.
Plasticidad de la palabra construida a partir del silencio.
Y este grato descubrimiento me llevó a querer saber más de la autora, quien en entrevista nos cuenta más sobre sus tempranos inicios en la poesía, sus principales influencias y sus propias búsquedas por la contundencia de las imágenes, la cadencia y la musicalidad.
“Desde entonces, siempre he querido provocar asombro y generar un golpe o un estallido en el lector, ya que ese efecto de resonancia que se produce es esencial en mi obra”, dice.
¿A qué edad empezaste escribir?
A los 12 años, a partir de una tarea para la asignatura de español. Mi primer poema tenía rima y estaba inspirado en “El dulce milagro”, de Juana de Ibarbourou.
¿Desde un comienzo apostaste por la potencia de metáforas e imágenes, o eso lo fuiste encontrando en el camino?
En realidad, cuando empecé a escribir no pensaba en los recursos literarios que iba a utilizar sino más bien en lo que quería expresar, pero para ese entonces ya había leído por montones y a numerosos autores tanto en poesía como en narrativa, así que supongo que eso fue incorporándose en mí paulatinamente. Fui consciente de ello en los talleres literarios que tomé, gracias a que pude cruzarme con lecturas reveladoras que me ayudaron a depurar el lenguaje y me encaminaron hacia la búsqueda de la contundencia en las imágenes, pero también a su cadencia y musicalidad. Desde entonces, siempre he querido provocar asombro y generar un golpe o un estallido en el lector, ya que ese efecto de resonancia que se produce es esencial en mi obra.
¿Hay algunos referentes de la literatura colombiana o universal que te hayan marcado una senda que tú también quisiste transitar en la forma de escribir?
Creo que siempre se dialoga con la tradición y se vuelve a aquellos autores que han trazado un camino importante en la literatura. En mi caso, he seguido de cerca las voces de los colombianos Aurelio Arturo y José Manuel Arango, entre muchos otros; y más allá de las fronteras, mis guías esenciales en este tránsito han sido Alejandra Pizarnik y Emily Dickinson (desde su brevedad y contundencia), César Vallejo (por su forma de convertir el dolor en algo tan humano y universal), Octavio Paz (porque con él pude ahondar en todos los asuntos relacionados con el silencio y el lenguaje), Jorge Luis Borges (de quien he recibido mucho de su interés por los espejos y los laberintos), Vicente Huidobro (por su “arte del sugerimiento” y su búsqueda de “dejar temblando el alma”), Federico García Lorca (por la potencia de sus imágenes y su musicalidad, y porque me acompaña desde la infancia), Julio Cortázar (por sus maravillosos juegos de palabras y su humor) y Constantino Cavafis (por su hondura y sus simbologías), entre otros. Y últimamente, he experimentado una gran empatía hacia la escritura de Roberto Juarroz.
¿Qué tanta afinidad sientes por Pedro Páramo, de Juan Rulfo?
Sin duda, hay demasiada afinidad teniendo en cuenta que es un libro que leí por primera vez cuando tenía 15 años y que me produjo un gran asombro, sobre todo por las atmósferas e imágenes que logra generar. Creo que Rulfo también es un escritor que ha dejado una huella importante en mi quehacer (es más, ahora que me preguntas por él, creo debería ponerlo en la lista de mis influencias más fuertes), principalmente en cuanto a la eficacia, el uso y la economía del lenguaje, su precisión y brevedad, y la forma en que el silencio y la fuerza expresiva de la poesía atraviesan su obra.
También hay mucho de humor e ironía en tu obra, ¿qué tan en serio te tomas el tema de cada poema o por el contrario qué tanto juegas con él?
Sí, tienes razón. Mi poesía está emparentada con el humor, la ironía y la ambigüedad, y esto tiene que ver con la perspectiva de encarar el mundo intentando hacerle el quite a la dureza de algunas circunstancias que me ha correspondido vivir. No suelo ser solemne, pero sí me tomo demasiado en serio la escritura, incluso si en los textos se perfilan los juegos de palabras y los trueques de sentido. Así, mientras hay algunos asuntos en los que no cabe la ironía, hay otros que me invitan a despojarlos de sus máscaras y a dejarlos salir de las márgenes. Yo siempre estoy dispuesta a jugar y a experimentar. Al final, es durante el proceso de reflexión sobre la obra y depuración que se define si el poema está en su punto, si necesita madurar más o si, definitivamente, no me convence.
¿A qué atribuyes que pese a la gran calidad de tu obra no sea tan conocida, qué tanto tiene que ver que en Colombia las grandes editoriales casi siempre publican y difunden a los mismos con las mismas?
Quizá haría falta contar con la figura de un agente literario, ya que personalmente no acostumbro a “hacer lobby” para publicar o para mostrarme en eventos, y me mantengo un tanto aislada de los circuitos de circulación de obras literarias, dado que prefiero dedicarme a escribir y a pulir la obra, a la manera de Aurelio Arturo. También hay que tener en cuenta que las grandes editoriales casi nunca tienen entre sus prioridades a la poesía.
En todo caso, creo que justo en este momento mi obra se está empezando a conocer y a valorar, gracias a antologías de gran resonancia como Pájaros de sombra: diecisiete poetas colombianas (1989-1964) de Andrea Cote Botero, editada por Vaso Roto; a la publicación de La casa en la colección Un Libro por Centavos de la Universidad Externado de Colombia, libro del cual salieron 8.000 ejemplares; o a las traducciones publicadas en diferentes medios, como la antología bilingüe Contemporary Colombian Poetry, de Valparaíso USA, entre otras.
¿Qué tanto tiene que ver también la mezquindad de muchos autores de más larga trayectoria que no ayudan a visibilizar a jóvenes talentos?
En mi caso, creo que no me he cruzado con esa “mezquindad” que mencionas. Desde que inicié mi carrera literaria, los maestros que he tenido y los autores de mayor reconocimiento que me han acompañado, han ido abriendo caminos y han aportado para que se conozca mi trabajo.
Algo de lo que peca con frecuencia el creador colombiano, llámese poeta, narrador, cineasta o pintor, es que no logra trascender la violencia circundante, no propone nada nuevo a la realidad del día a día. ¿A qué atribuyes que unos sí logran trascenderla, sublimar la realidad con gran belleza, como en tu caso, y muchos otros no?
Creo que, en su afán por sobresalir o aparecer en las listas, algunos se quedan simplemente en los moldes que suelen tener éxito, porque constituyen lo que la gente quiere ver o leer, lo que más vende, lo que más se adecúa al mercado. Pero el verdadero arte (en este caso, la verdadera literatura) no puede supeditarse a estar en consonancia con las tendencias; así, el poder trascender o sublimar la realidad requiere una búsqueda auténtica, tanto de conocimiento de uno mismo, como de lectura de los otros y del mundo desde múltiples ángulos para poder encontrar la belleza y lo esencial. Esto implica aprender a contemplar y afinar muchísimo la percepción y la observación, de modo que se tenga la capacidad de captar las señales del entorno, pero también tomar distancia de la emoción y aventurarse a cruzar a la otra la orilla, e incluso despersonalizarse, para ir más allá de aquello que se nos presenta como “lo real”.
En sus Seis propuestas para el próximo milenio (levedad), Italo Calvino reelabora el mito de Perseo y la Medusa como una ayuda para crear belleza, ¿conoces ese aporte?
Conocí este texto de Calvino cuando estudiaba arquitectura en la Universidad Nacional de Colombia y me dio muchas luces para el quehacer con relación al espacio pero también con la poesía. Creo que a lo largo de mi vida literaria he intentado llevar a la práctica cada una de sus propuestas (levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad). Al intentar responder tu pregunta, viene a mi cabeza la idea de que, siendo arquitecta, una profesión en la que es clave la materialidad y su peso, en definitiva volqué mi interés por lo leve y lo preciso, en aras de alejarme de la pesadez. Y en cuanto al mito, me llaman la atención las estrategias de Perseo, como la visión indirecta a través del espejo y cómo logra apoyarse en elementos leves de la naturaleza para evitar la petrificación. De ahí que la belleza también entre en ese juego de tensiones y contradicciones para generar equilibrio y armonía.
¿Algo importante que quieras agregar que se nos esté quedando en el tintero en esta entrevista?
Quizá sería bueno agregar que he sido obsesiva con el tema del silencio y su relación con el lenguaje, aunque también he abordado el paso del tiempo, el cuerpo, el hambre, la carencia, el abandono y la muerte. En todo caso, sabiendo que el lenguaje es incompleto, todo termina por decantarse en el silencio, pero es justamente a partir de este que se revela la verdadera poesía.
Octavio Pineda
J. Octavio Pineda (Ciudad de México, 1972) es periodista, escritor y traductor, sus tres principales y más gozosos oficios. Formado como ingeniero industrial, muy pronto se dejó seducir por el canto de sirenas de la literatura, que lo mantiene embelesado.
Ejerce el periodismo desde 1998. Desde 2002 reside en Bogotá, Colombia, donde se ha desempeñado como corresponsal o colaborador de medios mexicanos como el diario Reforma o la revista cultural y literaria Letras Libres, además de escribir también para algunos medios o blogs colombianos, sobre todo en temas ambientales y de desarrollo sostenible.
Ha publicado cuatro libros de cuentos: Corte de cuentas, 2009; Ay amor, ya no me quieras tanto, 2016; La tercera raíz y otros cuentos, 2017, y El libro de los viejos oficios, 2018, así como el poemario Animal SOS Animal en 2020.
Y el canto de las sirenas de la literatura, para su propio regocijo, sigue sin soltarlo. (octaviopineda.com)