DC Comics covers featuring Green Lantern holding tamales. (Imagen tomada de capradio.org).

Dice el proverbio que “el que nace para tamal, del cielo le caen las hojas”. Visto así, el tamal ha sido un símbolo de abundancia desde las culturas prehispánicas. La base del tamal, el maíz, es el alimento básico de la dieta de los mexicanos y de nuestros ancestros. Gracias a su nobleza y al ingenio acumulado por siglos, el maíz ha sido un producto versátil que ha mostrado la posibildad de multiplicarse en diferentes expresiones culinarias: la tortilla, la más popular, y atrás de ella, el tamal. El maíz se come y se bebe; hay tantas variedades para consumir maíz como atole, tlayudas, totopos, tejate, sopes, gorditas, pozole, champurrado o chalupas, que representan la mundialmente reconocida y apreciada gastronomía mexicana.

La palabra “tamal” proviene del náhuatl tamalli que quiere decir envuelto. Es una preparación altamente sofisticada que muestra el avance cultural que existía entre los pueblos de Mesoamérica. Se trata de un platillo a base de maíz que cobija algún alimento y que es envuelto en hojas de totomoxtle (la propia del maíz), plátano, bijao o maguey. Por su practicidad y método de elaboración relativamente sencilla, una cocción al vapor, era un alimento duradero y fácil de portar; de tal manera lograba contener los suficientes elementos calóricos y nutricionales para soportar las largas jornadas para la caza, la pesca, la recolección o la guerra.

El origen del tamal se remonta a la misma época de la domesticación del maíz (7,000 años a.C.); aunque evidencias más concretas ubican su consumo generalizado en los mexicas y los mayas. Más adelante, el tamal se extendió de Mesoamérica a prácticamente el resto del Continente. En Bolivia y Perú se le conoce como “humita”; en Venezuela “hallaca”; en Brasil “pamonha”; incluso en los Estados Unidos es un platillo muy común conocido como “tamale”. Sólo en México existen más de 500 variedades de esta preparación y aproximadamente 3,000 en el resto de América.

Fue Fray Bernardino de Sahagún quien documentó en su Historia General de las Cosas de la Nueva España, las variedades de tamales que se vendían en los mercados mexicas. De acuerdo con el misionero franciscano, éste se elaboraba con ingredientes elementales como espiga, hongos, gallina y hierba; pero también los había de sabores extravagantes, como ahuautle (huevos de mosca), gusanos blancos o xolotzcuintle.

Las culturas originarias tomaron productos de Occidente y los adoptaron a su propia cocina; fue así que no sólo se incorporó la manteca de cerdo para la elaboración del tamal, sino que se comenzaron a cocinar los de puerco o de res dentro de las vastas preparaciones que las familias mexicanas han hecho de esta manifestación culinaria. Lo cierto es que el tamal es una preparación que puede envolver prácticamente cualquier elemento de la flora o fauna endémica. Por ejemplo, en el Istmo de Tehuantepec son muy comunes los de iguana o armadillo, en Chiapas y Guatemala los de chipilín, en Tabasco los de pejelagarto y los de pescado en las costas. También se pueden encontrar derivados, como en Yucatán el pib y en Michoacán las corundas.

Por su parte, el maíz, base del tamal, fue considerado una deidad en las culturas precolombinas, y como tal se le ha rendido culto. La alimentación de los pueblos originarios dependía de la abundancia en las cosechas de este cereal. De acuerdo con estudios del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la tradición de comer tamales en el día de la Virgen de la Candelaria, no sólo está asociada a la religión Católica, sino a otras fiestas de origen precolonial, como la bendición de las semillas, ritual que forma parte de las celebraciones de apertura del ciclo agrícola, justo en febrero, donde aparecía el tamal como platillo principal, con el fin de honrar a Tláloc, dios de la lluvia.

En el año 2010, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés), inscribió a la cocina tradicional mexicana en la Lista del Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad. Este fue el primer reconocimiento dado por la UNESCO a la cocina de algún país o región, y sólo posteriormente se inscribió la francesa y la mediterránea.

Millones de tamales se producen en ciudades de Estados Unidos y en México. (Imagen tomada de pngwing.com).

 

Tuve la fortuna, como funcionario del Gobierno de Oaxaca, en el 2005, de participar en un primer intento por lograr dicho reconocimiento, acompañando a las cocineras tradcionales de mi entidad, que se presentaban junto con las de Puebla y Michoacán en aquella aventura lidereada por Gloria López Morales y su incansable hermano, Francisco, quien fue responsable por lustros, en su oficina del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), de la elaboración de los casos que México ha presentado ante la UNESCO, para ser inscritos como Patrimonio de la Humanidad.

El expediente se sustenta en la relevancia de la milpa, un ecosistema de origen ancestral en el cual conviven los elementos fundamentales de nuestra dieta, el maíz, principal protagonista, flanqueado por el chile y el frijol; a ésta se suman los productos endémicos de la flora y fauna del lugar de que se trate y que no sólo ha constituido nuestra base alimentaria por siglos, sino que ha sido también un fenómeno cultural, con usos y técnicas ancestrales cargados de símbolos y que comprende actividades agrarias, rituales, conocimientos prácticos, técnicas culinarias y conductas consuetudinarios ancestrales. Asimismo, la cocina tradicional fortalece los vínculos familiares y comunitarios en toda la cadena alimenticia, desde la siembra, la cosecha, la preparación y la degustación. El maestro Francisco Toledo platicaba, por ejemplo, que de niño su familia en Juchitán sembraba maíz, y pue por las noches se sentaba con sus tías a desgranar el cereal mientras platicaban la historia de la familia y cuentos de “espanto”.

Hoy en día el maíz y sus expresiones culinarias, como el tamal, están expuestos a la amenaza de la expansión del maíz transgénico, aquel genéticamente modificado, que puede generar enfermedades crónicas y pone en peligro las 59 variedades del llamado maíz criollo o nativo que hay en el país. México importa una gran cantidad de maíz transgénico de Estados Unidos, que por decreto no debe usarse para consumo humano, pues en teoría la producción del maíz nativo genera la autosuficiencia alimentaria en el país. No obstante, existen tensiones entre ambos países, donde tembién participan organizaciones no gubernamentales a favor del respeto a la naturaleza, como Greenpeace, que asegura que el maíz que nuestro país importa no sólo se ocupa para usos industriales avalados por la legislación mexicana, sino trasciende al consumo humano.

Existen, pues, retos y oportunidades en la la preservación del maíz, base de la cocina tradicional mexicana: se trata de un símbolo de nuestra identidad cultural, un modelo de desarrollo sostenible y un embajador ante el mundo. De la elaboración y venta de éste y sus expresiones culinarias dependen cientos de familias que dignifican nuestras raíces, preservan las tradiciones y coadyuvan al soporte de las microeconomías locales.

En su breve pieza, El maíz, riqueza del pobre, una apología lírica de este cereal, mi abuelo, Andrés Henestrosa, escribió: “Porque es cierto que el maíz es hechura del hombre, después de que los dioses lo hicieron de maíz… La planta del maíz fue el primer hombre, la milpa la primera población… Eso comían los que hicieron la Piedra del Sol: obra de arte y de ciencia, todavía envuelta en misterio”; de ellos somos herederos, de su carne y de su sangre.

 

De la insolencia surrealista, al maltrato culinario, a un enemigo curado, al disfrute calórico: la afamada Guajolota, la torta de tamal, sigue tan campante. (Imagen tomada de tvnotas.com.mx).

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