Cultura y crisis en América Latina. Por un nuevo pacto estratégico (1)

Organismos regionales que no terminan de resolver el desafío de la concordia y la solución a los problemas comunes entre desarrollo y política cultural. (Imágenes tomadas de enica.cancilleria.gob.ar, falgbt.org, ashoka.org y ligaiberoamericana.org).

 

Tras la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), realizada en México el 18 de septiembre, los análisis no se han hecho esperar y estos, por supuesto, expresan diferentes valoraciones. Cierto que la declaración final preparada probablemente por los cancilleres de los países miembros que se reunieron semanas antes de la cumbre es un documento prolijo en ratificaciones, iniciativas y exigencias a diversos organismos internacionales, pero no encuentro en sus 44 puntos algún acuerdo de carácter operativo. Sin ser internacionalista, acepto que es útil ratificar acuerdos en favor de la vigencia plena de la democracia, los derechos humanos o el respeto a mujeres, los inmigrantes, los pueblos originarios y afrodescendientes, pero estas reafirmaciones tienen una menor trascendencia que los acuerdos prácticos que suponen recursos y trabajo conjunto.

Se trató, como sugiere Rafael Rojas, de una reunión altamente ideologizada que inevitablemente llevó a la polarización y de ahí a su poco empaque pese a la novedosa Agencia Latinoamericana y del Caribe del Espacio que en realidad ya existía desde hace un año. Las buenas intenciones de compartir vacunas y patentes o el fondo latinoamericano de desastres habrán de ponerse a prueba más adelante. En cambio, los objetivos políticos más beligerantes y esperanzadores para algunos sectores o gobiernos de la región ni siquiera fueron explorados. El resultado es que no se deja atrás la OEA ni a su actual dirigencia, ni mucho menos se pusieron los cimientos para hacer de la CELAC el organismo que pudiera reemplazarla.

La idea de hacer al continente americano un espacio integrado de libre comercio suena interesante, pero por el momento no tiene trazas de viabilidad, mucho menos en medio de la polarización que se vio en la conferencia. Tal vez la limitada trascendencia de la cumbre se haya debido a la improvisación y pobreza técnica con que se llevó a cabo el encuentro.

Lo lamentable en todo caso es que temas como la inmigración o la recuperación económica de la crisis provocada por la pandemia no tuvieron un sitio relevante en el debate. México logró incluso que las oleadas de seres humanos que entraban al país por la frontera sur fueran invisibles esos días, aunque no sabemos cómo reaparecieron bajo el puente de Del Río cuando la cumbre había pasado.

 

De las cenizas de los procesos culturales acallados por las dictaduras en América Latina, surgió con fuerza el binomio de democracia y políticas culturales. Una imagen del régimen militar en Chile. (Imagen tomada de rompeviento.tv).

 

En mi visión gris de esta VI cumbre está la ausencia de un proyecto de futuro para los países del área. Tengo la convicción de que las sociedades de América Latina, a diferencia de sus gobiernos, no anteponen la soberanía y el respeto por los imperialismos al cumplimiento de sus derechos como seres humanos, el bienestar económico y el poder vivir en paz con seguridad. Y en esto precisamente está la importancia del proyecto de cohesión que haga posible el logro de estas metas. La condición básica de todo esto es que la sociedad fije objetivos y rutas de trabajo compartidas por los más diversos sectores de la sociedad.

En los años ochenta y noventa del siglo pasado salir de la etapa autoritaria no podía ser un fin en sí mismo; se asoció, por el contrario, al mejoramiento de las condiciones de vida y es ahí donde se ubicó el enlace estratégico entre la lucha por la democracia y las nuevas políticas culturales. Como señalan M. Zamorano, J. Rius y R. Klein en un interesante texto sobre lo que pudiera ser el modelo de las políticas culturales en Sudamérica, “en el caso Latinoamericano se observan numerosos ejemplos de discontinuidad histórica en los regímenes políticos [es decir rupturas constitucionales, E. N.] y convulsiones socio económicas que marcaron el devenir de la política cultural nacional”. (“¿Hacia un modelo sudamericano de política cultural? Singularidades y convergencias en Uruguay, Paraguay y Chile en el siglo XXI” European Review of Latin American and Caribbean Studies, No. 96, 2014, April, p.8).

De ahí que el “pacto” entre cultura y democratización fue fundamental para que la región latinoamericana dejara atrás la noche de la dictadura y el autoritarismo. Democratizar al país no consistía simplemente en instalar urnas y legalizar partidos. Era necesario desmantelar el núcleo de acero del sistema autoritario que era el proyecto integrista y homogéneo que lo sostenía y la disidencia cultural fue el arma que contribuyó a sustituir en el ánimo de la sociedad el uniformismo por la diversidad y la imposición cultural por la libertad creativa. De este modo el mundo de la cultura dejó de ser visto como esnobismo o pedantería. La exigencia compartida de tolerancia y aceptación de la diversidad demandaban un nuevo pacto social, por eso el nuevo constitucionalismo latinoamericano -un despliegue de transformaciones en las leyes fundamentales de numerosos estados de América Latina realizados en los años noventa y la primera década de este siglo- supuso una reorganización del estado en sus instituciones y en sus principios y abrió la puerta al pluralismo jurídico, a la aceptación de las lenguas indígenas, al reconocimiento de los pueblos originarios, el multiculturalismo y la diversidad sexual.

 

15 años y contando. Así el décimo aniversario. Siguen los pendientes. (Imagen tomada de @iberoaccion en Twitter).

 

El sector cultural, a su vez, liberado del autoritarismo y del rol tradicional basado en la representación de lo nacional a través del folclore, el patrimonio y las artes prestigiosas vio abiertas gran cantidad de rutas de desarrollo. La creatividad encontró camino en la tolerancia y el respeto a todas las manifestaciones creativas y los grupos minoritarios vieron oportunidades para que se reconocieran sus derechos culturales, autoridades locales, formas de gobierno y sistemas jurídicos. Así, el pluralismo se asoció con la democratización permitiendo expresar múltiples formas de actividad cultural.

Este acuerdo beneficioso entre democratización y cultura se tradujo en la creación de una nueva institucionalidad, un concepto que alude tanto a nuevos instrumentos para administrar la cultura -ministerios, secretarías, consejos- como a un interés por acercar a los agentes culturales a los procesos de decisión. La creación de fondos mixtos en casi todos los países de la región significó tanto el compromiso público como la participación de la sociedad. Los debates internacionales, en especial aquellos sobre los derechos culturales y la diversidad cultural, fueron particularmente fecundos en América Latina sobre todo por la participación de organismos como la SEGIB y la UNESCO que favorecieron un ambiente de cooperación que se expresa en la conformación de un Espacio Cultural Iberoamericano consistente hasta ahora en 14 programas. Aún resuenan los ecos de la reunión de Montevideo de los Jefes de Estado y de Gobierno de Iberoamérica (2006) quienes aprobaron la Carta Cultural Iberoamericana, importante documento que resume los derechos y los compromisos que los diversos actores sociales en el campo de la cultura acordaron asumir. Y, en el campo de la lucha por la democracia, no es menos relevante la aprobación en 2001, exactamente el mismo día del ataque a las torres gemelas de Nueva York, de la Carta Democrática Panamericana a la que los estados de todo el continente decidieron sujetarse para dejar definitivamente en el pasado la era de las dictaduras.

Es imposible evitar reconocer que el impulso a la democratización se desplegó a la par de la economía liberal pero no sin contradicciones. Los citados Zamorano, Rius y Klein, señalan a este respecto que “en los casos estudiados se observa cómo posteriormente a la hegemonía neoliberal, la política cultural se relegitima, en parte como reacción –instrumental o efectiva– ante los posibles efectos de procesos como la homogeneización cultural, el aumento de las desigualdades sociales o la disolución de las identidades colectivas” (p. 23). En efecto, la economía liberal aprovechó la apertura del campo cultural para insertar pautas y modelos de intervención en la cultura, pero a la vez el sector cultural reclamó protección, ampliación de la acción pública, esquemas de participación en la distribución de recursos y nuevas formas de acción de las instituciones culturales. Hay mucho que estudiar aún sobre el impacto del neoliberalismo en el arte y en las formas de gestión de la cultura, pero es indispensable no hacer de estos procesos -democratización, renovación de las políticas culturales y neoliberalismo- una misma cosa. Como en el siglo XVIII y XIX, capitalismo y liberalismo se entrelazaron con claridad, pero también fue posible reconocer los valores democráticos que la ideología liberal impulsaba para dejar atrás al estado estamental absolutista.

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