Cartel del documental Rocío, de Darío Guerrero. En fecha próxima será transmitido por Amazon Prime. (Fotos: Cortesía Darío Guerrero).

Darío Guerrero

LOS ÁNGELES. De acuerdo con la Enciclopedia de los Municipios y Delegaciones de México, la toponimia de Moroleón proviene de las palabras Moro, lugar de origen de sus primeros pobladores, y León, apellido del general insurgente Antonio de León y Loyola. La interpretación popular que me refiere Darío, empero, me parece más elocuente: “Se le conoce como Moroleón porque justo se encuentra entre Morelia y León”. Hijo de un próspero mueblero local, en ese municipio de Guanajuato nació en 1993.

Me cita en el Arts District de Los Ángeles, en un local reconocido por sus hot dogs y de tendencia hípster. No nos atrevemos a pedir la especialidad, el de víbora de cascabel con conejo; en cambio, nos conformamos con uno menos exótico, el de pato con puerco, y un par de cervezas. Nos sentamos en un rincón y de inmediato me atrapa su historia, no atisbo en distraerme a pesar de la estridencia del lugar.

Me lo presentó hace unos años el profe Armando Vázquez Ramos, director del Centro de Estudios California-México de la Universidad Estatal de California en Long Beach, y reconocido activista a favor de los derechos de los migrantes. Este joven venía purgando un periplo que resonó en las vísceras del sistema y la sociedad estadounidense. ¿Cómo era posible que un estudiante de Harvard no pudiera volver de México para continuar sus estudios de cinematografía? Y así fue, en su calidad de indocumentado y ante la necesidad en que se vio envuelto de regresar a su patria, se vio varado en ella, acorralado en la lúgubre incertidumbre que hiere a los ilegales.

Había viajado para acompañar a su madre, desahuciada por un invasivo cáncer de riñón. Rocío quería volver con la excusa de probar remedios alternativos, pero quizás deseaba morir en su tierra, despedirse de ella y de sus familiares, a quienes por décadas había dejado de ver. Esa circunstancia representó el clímax entre Darío y su madre, oscilante entre la vida y la muerte, algo que fatalmente debía ocurrir y que se había originado en la gestación del embrión. Embarazada de Darío, Rocío fue víctima de un atraco en la mueblería familiar; el filo de un cuchillo apuntó directo a su vientre, a la altura precisa del corazón del nonato. Las amenazas, el miedo, la desazón aunada al secuestro posterior del abuelo Cristóbal, obligaron a la breve familia a peregrinar apenas nacido el crío, sin conciencia de su destino, mucho menos de su propia voluntad por marcarlo. Sus primeros recuerdos ya recaen en Long Beach, donde llegó la familia. Su papá, del mismo nombre, tuvo que conformarse con trabajar en la construcción, y Rocío se dedicó al cuidado de Darío y luego de su hermano Fernando y su hermana Andrea, que ya nacieron de este lado.

La familia Guerrero en la iglesia en una imagen de 2008. Junto a Darío padre, posan Fernando, Andrea, Rocío y el futuro cineasta.

Darío en su graduación de secundaria en 2012, junto a su madre, quien murió a los 41 años a causa de un cáncer de riñón.

Darío pertenece a la generación de los dreamers, aquellos niñas y niños cuyos padres se cruzaron sin permiso a la búsqueda de un mejor mañana para sus familias y que al amparo de la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, o DACA por sus siglas en inglés, han tenido ciertas concesiones. Darío pudo estudiar; lo hizo con méritos y así fue aceptado y becado en Harvard.

El retorno a Guanajuato fue una odisea; atrás dejaron a la pequeña Andrea y a su padre. Darío y Fernando cargaron con su madre inerme. Fueron recibidos en casa de don Cristóbal, donde finalmente falleció Rocío; antes buscaron alternativas, pero ninguna tuvo éxito. Fernando tomó un avión e ingresó con su pasaporte estadounidense. Darío, estoico, esperó hasta que pudiera arreglarse su retorno. Mientras, tuvo oportunidad de reconectarse, de quitarse esa culpa que sentía por haber faltado a los momentos especiales de la familia. Intervinieron varias instancias: su alma mater, políticos, abogados y miembros de la sociedad; luego de tres meses de estancia en su país, le fue permitido  cruzar por Tijuana como un hecho noticioso ante las lentes de la televisión.

Un poco por vocación, otro por honrar a su madre, Darío registró todo el proceso: la agonía de Rocío en Long Beach, el retorno a su pueblo y el regreso a casa. De ahí derivó su ópera prima, el documental Rocío, que se ha convertido en una pieza con valor sentimental, pero también simbólico, para reflexionar sobre la suerte de muchos paisanos. Rocío ha tenido varias proyecciones a lo largo de Estados Unidos, muchas en universidades, y pronto podrá verse a través de Amazon Prime. Con el dinero recaudado se ha creado un fondo para ayudar a resolver la situación legal de estudiantes indocumentados.

El pasado marzo, el dreamer egresado de la Universidad de Harvard presentó Rocío en el San Diego International Film Festival. (Foto: Instagram de @rociofilm).

El mexicano es peso wélter. Se prepara para desafiar a un campeón profesional. Aquí con su entrenador en el gimnasio.

Darío es peso wélter, entrena cinco horas diarias por la mañana y ha tenido ya cuatro encuentros pugilísticos, tres ganados y uno perdido, y se prepara para desafiar a un campeón profesional. Por las tardes se dedica a su negocio de filmación; además, trabaja en su segunda producción cinematográfica, de la cual, fiel a su cábala, prefiere no decirme nada.

Me afirma como colofón que trata de no vivir atormentado por el pasado y tampoco generarse fantasías inocuas sobre el futuro. Nos despedimos. En mi trayecto de regreso me percato de que involuntariamente tarareo “Dreamer”, éxito de Supertramp, uno de mis grupos favoritos cuando tenía la edad de Darío:

¿Si pudieras lograr algo..?

—Podría hacer cualquier cosa.

—¿Pero podría ser algo extraordinario en este mundo?

2 de octubre de 2019.

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