Sus primeros recuerdos son de Carmen cocinando todo el día, mientras Rubén trabajaba en el campo. El niño esperaba ansioso la llegada de su padre para escuchar aquellos cuentos fantásticos que por las tardes, tirado con la panza oprimiendo el piso, el pequeño artista se dedicaba a recrear con sus trazos. Carmen murió siendo él aún muy joven. Rubén vivió 90 años. Ambos han sido para Amador su inspiración; su madre por su nobleza y dedicación y su padre por el mundo fantástico que le acercó. Cada una de sus obras trae los recuerdos de aquella niñez; no hay una donde Carmen, su vida, su inspiración, no aparezca, acompañada de los fantásticos protagonistas de los cuentos de Rubén.
Su narrativa es sutil: una alegoría a la libertad, representada por seres animados a los que el hombre no les ha obstaculizado el libre tránsito por la vida. Los peces, las aves, los insectos simbolizan el idilio de su pintura, justo porque los muros y las fronteras no los detienen. De su paleta extrae tonos grises y azules; prefiere esos matices aunque rompan con el tradicional estilo de la llamada “Escuela oaxaqueña de pintura”, que recurre a colores intensos inspirados en la grana cochinilla de los Valles, el añil de la Costa, los verdes de la Sierra y los ocres de la Mixteca. En cambio, Amador busca una propuesta más universal, acorde con el mundo actual. A pesar de que su estilo pudiera remitirnos a episodios donde lo antiguo se hace notar, en realidad se trata de un lenguaje muy contemporáneo.
Lo conocí en la Galería Arte de Oaxaca. Seguro fue en 2005, pues tenía poco tiempo de haberme instalado en la Verde Antequera. Me lo presentó Dora Luz Martínez, dueña de la Galería. Lo acompañaba el director de la misma, Víctor González. El artista presentaba ahí una exposición en honor a mi abuelo, Andrés Henestrosa. Momentos antes, desde mi entrada a aquella bella casona azul en la calle de Murguía, noté su presencia. Joven, con una boina montada en la cabeza, se escurría entre los asistentes mientras mi abuelo lo observaba a través de cada una de esas doce telas que Amador había transformado en arte.
“Me causa grata sorpresa que admires a mi abuelo y le hayas dedicado estas piezas”, le externé con agradecimiento. “Me inspira su origen y el orgullo con que representa sus raíces, que son también las mías”, me dijo mientras me acercaba a admirar un cuadro color verde cromado, donde relucía la silueta de mi abuelo, acompañado de algunas frases manuscritas que Amador habría tomado de El retrato de mi madre. Desde aquel primer encuentro forjamos una especial amistad que logró trascender a mi propia descendencia.
Amador Montes es muy generoso. Una mañana de domingo junto con mi hijo, el más pequeño, Aleph, quien entonces tenía siete años, nos detuvimos a saludarlo en su taller de San Felipe del Agua. Aleph, desde muy pequeño, pasaba también largos ratos pintando e incluso aprendió varias técnicas de grabado. Amador, sabiendo de su afición por el dibujo, sacó una tela y le pidió que pintaran juntos. Ver la delicadeza con la que Amador compartía sus trazos con mi hijo me conmovió. Aleph continuó con sus clases de pintura y trabajando con el tórculo. Un par años de después Amador lo invitó a exponer en su galería. La muestra llevó como título “Grandes amigos”, el mismo nombre del óleo que habían pintado en colaboración.
Dejé de verlo hará diez años, cuando me mudé de Oaxaca, aunque nos saludamos por mensajes. Hace algunas semanas recibí por correo un paquete de cerca de tres kilogramos de peso. Grata sorpresa me llevo al encontrarme con una gruesa y bellísima edición del catálogo con sus más recientes obras que lleva por título Parte de mí se queda hoy aquí (edición de autor, 2022). Me apresto a tomar el teléfono para marcarle: “Tengo en mis manos el peso de tu talento”, le digo agradecido, mientras atravieso, hoja por hoja, las imágenes de peces, aves e insectos fantásticos que brincan de sus pinturas y las tazas de café que también vuelan entre las placas. Orgulloso me platica sus planes, incluída su reciente exposición, “El otro muro” que transita por Europa y que justo tiene como tema de conversación los perniciosos límites que como humanos nos hemos puesto a diferencia de los seres libres y mágicos que resaltan en su obra.
El arte debe tener un fin social, me platica. No sólo se trata de dominar las técnicas o la teoría del color, sino expresar una narrativa que defina nuestros tiempos y trascienda para que generaciones futuras puedan comprender las diferentes etapas que ha pasado la humanidad. Ese es el papel social del artista, coincidimos en la breve plática que también nos trae los recuerdos de aquella etapa cuando nos frecuentábamos.
Nos despedimos con la promesa de visitarlo en Oaxaca. Regreso al catálogo y leo en una de sus piezas: “Parte de mí se queda hoy aquí”, comprendo así la trascendencia del arte y el papel del artista que Amador quiere transmitir. Las obras se quedan, los autores se van, pero en su huída dejan una estela que si bien toca vidas y provoca sentimientos, cumplen con su destino de representar, como Amador, al tlacuilo de nuestros tiempos.
Andrés Webster Henestrosa
Andrés Webster Henestrosa es Licenciado en Derecho por la UNAM con maestrías en Políticas Públicas y en Administración de Instituciones Culturales por Carnegie Mellon University. Es candidato a doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM–CCM, donde también ha sido docente de las materias Sociedad y Desarrollo en México y El Patrimonio cultural y sus instituciones. Fue analista en la División de Estudios Económicos y Sociales de Banamex. Trabajó en Fundación Azteca y fue Secretario de Cultura de Oaxaca. Como Agregado Cultural del Consulado General de México en Los Ángeles creó y dirigió el Centro Cultural y Cinematográfico México.