Con una placa que tantas generaciones habrán de leer, científicos de la UNAM dieron fe de la desaparición del glaciar Ayoloco del Iztlaccíhuatl. (Imágenes tomada de dgcs.unam.mx).

 

Noticia al lector
En abril de 2021, la UNAM dio a conocer la extinción del glaciar Ayoloco, ubicado en el volcán Iztaccíhuatl. Dos años antes, en 2019, Alejandro Ordorica publicó su libro de cuentos Días terminales (Lectotum), que incluye la pieza que a continuación presentamos, en la cual el escritor recorre desde la intimidad el hecho consumado.

 

Por Alejandro Ordorica

 

Cada día, con la misma obligatoriedad de comer o dormir, miraba hacia la montaña desde la terraza de su casa, bien fuera en la mañana o a veces por la tarde cuando el trabajo le permitía regresar y sentarse a la mesa a tomar sus alimentos.

De las noticias que solía ver antes de la medianoche, especialmente una acaparaba su atención, y hasta reaparecía en sus insomnios cada vez con mayor frecuencia.

Había escuchado hace más de un año que el calentamiento global provocaba deshielos en el polo norte, además de otros graves perjuicios en la atmósfera. Los pronósticos presentaban escenarios verdaderamente aterradores: una subida creciente del nivel del mar, que cubriría islas y bordes del macizo continental, la desaparición de ciudades costeras o de puertos de enorme importancia económica, todo sumergido bajo el agua, incluyendo sitios paradisíacos todavía ubicados en coloridos folletos turísticos, e igual planes de desarrollo e informes públicos sobre el prometedor futuro de esas regiones.

Pero le angustiaba aún más ese caso tan cercano a su vista, su domicilio, su tierra misma, relacionado con el Iztaccíhuatl, que tanto le sedujo siendo niño y que luego, ya de joven, le despertaría su afición por el alpinismo que lo llevó a escalar enorme montaña en varias ocasiones. Y allá en lo más alto, donde la nieve le llegaba a las rodillas, imprimir su huella mediante un banderín, a pesar de las quemaduras en el rostro por las bajas temperaturas y ese blanco sol que horadaba.

Ahora, tan sólo miraba detenidamente a través del ventanal de su casa, de frente, en línea recta, resguardado en la sombra y con la premonición de que en esa latitud donde emergía el gigantesco y horizontalizado promontorio, el destino algo tramaba.

Hendía así en su mente, con mayor profundidad, el tornillo de las  preocupaciones conforme crecía la avalancha noticiosa sobre ese tema.

La advertencia era inequívoca y repetitiva en el periódico de la tarde bajo encabezados estridentes o en la voz gritona del radio y la televisión, no menos angustiante.

Hubiera querido medir en ese instante el nivel de la nieve con la tira metálica que marcaba con toda precisión centímetros y milímetros, al entrar y salir velozmente de su empaque metálico como si fuera la lengua de un camaleón. Y constatar el grave daño que estaba ya infringido, o calcular la catástrofe natural que podría sobrevenir en pocos años.

De repente, despertaba envuelto en el sudor pegajoso de la pesadilla que persiste segundos después de haber abierto los ojos y seguir sintiendo en su cama un desierto que le quemaba, suplantada ya la montaña y su hielo en la cumbre.

Aceptó la reveladora e incómoda realidad de que el Ixtaccíhuatl, como también se lo habían enseñado a escribir en la primaria, perdía en promedio cincuenta centímetros de nieve cada año. Pero más allá de su sentimiento de impotencia, se unió a las protestas de grupos ecologistas, a sabiendas de que era irreversible tan amenazante fenómeno a dimensión global.

En sus ensoñaciones llegó a imaginar que subiría de nueva cuenta a la cima como en los tiempos de su juventud, aunque ya no para clavar el estandarte del club de excursionistas al que en ese entonces perteneció, sino para ejecutar un acto simbólico depositando un bloque de hielo, que junto a otros voluntarios llamara la atención y compensaran en algo la progresiva pérdida del copete helado.

La realidad indicaba, año con año, que era menor el volumen de hielo, produciéndose primero inundaciones en los pueblos que le rodeaban en semicírculos, y en tantos e ilegales asentamientos urbanos congestionados en sus faldas, y luego el advenimiento inevitable de sequías, con sus pasos sordos.

Si acaso, suponía la obtención de una ganancia pírrica, conforme se iba develando el cuerpo esbelto bajo la nieve, como perenne modelo de ese mítico personaje que todos, todas, llamaban “La mujer dormida”.

Nunca pudo haber imaginado, ni por curiosidad o morbo, lo que se presentaba ante sus ojos ahora como “La mujer desnuda”, de silueta alargada, un tanto sinuosa, obscura, cacariza y lampiña por la depredación de los talamontes. Y que empezaba a despertar sin pudor después de un sueño milenario y por vez primera mostrando sus partes, sus zonas, sin el velo blanco que se extendía a lo largo de su figura cubriéndola enigmáticamente. A la vista aparecía fea y ni siquiera maquillada por la leyenda azteca, que aludía originalmente a una princesa sin vida pero bella.

La veía colaparse con horrendos estertores que hacían temblar la tierra, en tanto se arrastraba sedienta e implorando agua a Tláloc, aunque nadie le escuchara, ni los dioses ni los humanos. Tiempo atrás, no faltó quien afirmara que en realidad era un simple reacomodo que partía del centro de la tierra y reabría el hocico del volcán, mientras otros estimaban que se trataba de una explicable venganza de esa deidad terrenal capaz de alborotar el inframundo y segar la vida humana.

Mucho le dolía verla incurable y agonizante. Y sólo recordarla en toda su magnitud en aquella fotografía ampliada que en otro momento tomó y enmarcó,  y que aún presidia la entrada a su despacho, donde también aparecía él posando sobre el vientre de la mole, a más de cinco mil metros de altura, entre piolets, cuerdas, espaís y un grupo de amigos que desde ese día con humor involuntario se  autodenominaron “Los guardianes despiertos de la mujer dormida”.

Se resistía a creer que tal catástrofe pudiera ser verosímil y dejó que su fantasía lo confundiera por instantes de que se trataba tan sólo de una de sus apocalípticas ensoñaciones.

Pronto comprobó que se desmoronaba la agrietada tierra y perdía gradualmente su estético perfil: busto erecto, curvada cadera, piernas elegantes… y si acaso piés ligeramente puntiagudos, que le daban un toque singular.

Ni dormida ni desnuda se derrumbaba ante su mirada, como una más de las mujeres desaparecidas de la ciudad de las que apenas quedaba una ficha, una desgarrada foto y el recuerdo del dolor archivado. Quizá en su caso quedaría algo más: expedientes orográficos, pinturas y documentales… o la etérea cauda de su legendaria historia en la memoria colectiva.

A ella, eso sí, nadie volvería a mirarla, ni de cerca ni de lejos, incluido él que apenas asomaba temeroso entre las cortinas, escondiéndose de un sol que tampoco sabía acomodarse entre el vértice de esa gran montaña ahora inexistente, donde por siglos anunciara el amanecer.

 

Pérdida paulatina, irreparable.

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